Por Diego Torrillas y Matías Russo
1.
El mes de junio de 2015 quedará grabado en la memoria de la familia Di Giacinti como el final de un pasado que nunca dejaba de ser pasado. Días atrás, el Equipo de Antropología Forense le avisó a dos de sus miembros, Daniel y Ana María Di Giacinti que, entre el 30 de noviembre y el 7 de diciembre de 2010, habían encontrado los restos de su hermano Julio César Di Giacinti en el cementerio de San Martín. Estaba desaparecido desde el 17 de enero de 1978. Una patota militar lo había secuestrado en un departamento en Villa Ballester
En la sala del EAAF hacía frío. Uno de los representantes del equipo fue el encargado de entregar los restos. El rostro de Daniel lucía impertérrito. Ana María lo abrazaba y sus lágrimas caían por las mejillas. Daniel, a los 60 años, pelado en la frente y con pelos a los costados, imaginó que Julio se reiría por cómo se resistía a perder el cabello.
Habían pasado 37 años y recordaba que su hermano había sido un rockero fanático, uno de los precursores de la cultura Stone en el país. Luego un militante peronista a tiempo completo. Se acordó de los almuerzos de los domingos con la familia, las discusiones sobre política con su padrino Oscar y de qué manera las diferencias quedaban a un lado para ir juntos a la cancha de Gimnasia y Esgrima La Plata.
¿Cuánto tiempo hacía que no recordaba todo esto? ¿Lo había olvidado o tan sólo esperaba el momento justo para activar la memoria?
-Solemos pedirle al juez que nos permita ser quienes demos la noticia a los familiares para que ellos tengan con quién despejar todas sus dudas, explicó el científico.¿Tienen alguna duda?
Ana María estaba mareada. No quería levantar la cabeza. Parecía esa niña de 15 años que solía esconderse de sus padres por temor a represalias cuando se enteraban que se había escapado con su novio hacia el Parque Saavedra. Daniel quería irse de la sala. Para no parecer descortés, dijo unas palabras.
-¿Hay algo que podamos hacer por ustedes? Sólo dígannoslo, preguntó.
-Sí, hay algo. Cuídenlo, cuídenlo mucho porque esto no ocurre todos los días.
2.
Eran casi la una de la tarde cuando sonó el timbre. Una mujer corpulenta, de unos 40 años y grandes cachetes, terminaba de preparar el almuerzo. Había dejado unos huevos hirviendo cuando cruzó la cochera para abrir el portón. Era su nuera Porota.
-Pola, se llevaron a Ana María, dijo, en un breve suspiro.
El calor de ese octubre de 1977 era fulminante. Hubo unos segundos de silencio hasta que Pola respondió:
-¿Cómo que se la llevaron? ¿A dónde?
-Me parece que a la Comisaría 1ra. Me avisaron unos amigos de ella, respondió agitada Porota. Los están buscando a Julio y a Daniel, pero ella no tiene nada que ver.
Pola cerró la puerta. Fueron caminando rápidamente desde Parque Saavedra hasta la Comisaría 1ra de la Ciudad de La Plata.
Media hora después llegaba de la escuela Tati, el hijo mayor de Pola. Fue hasta la sala de estar, se sacó la mochila y la dejó tirada en un viejo sillón gris. Su perro Boxi ladraba desde el patio, le había gritado un par de veces para que se callara, pero no hacía caso. Se dirigió al comedor porque ahí estaba la puerta que daba al patio, buscó la llave en uno de los cajones. De repente, sonó un estruendo. “Boom”. Se escondió debajo de la mesa con los ojos cerrados, acurrucado contra una silla de paja. Estaba asustado. ¿Qué estaba pasando? “Boom. Boom”. Boxi ladraba enloquecidamente. Tal vez había alguien en el patio. Tati pensó en salir corriendo pero recordó lo que su madre le había dicho: “Si escuchás algo parecido a un disparo, tirate al suelo y no te muevas”.
Las explosiones dejaron de escucharse y caminó unos pasos, cuando, de pronto, regresaron: “Boom. Boom”. Sentía que las piernas le temblaban como hojas. Con la poca fuerza que tenía, corrió hasta su habitación. Vio una silueta en el portón, una silueta que se hacía gigante mientras intentaba abrirlo para entrar a la casa.
Colocó un escritorio contra la puerta de su cuarto, para trabar la entrada, y se deslizó debajo de la cama.
Empezó a oír voces que se acercaban. Su perro ya no ladraba ¿Qué estaba pasando ahí afuera?
“Toc,toc”… “Toc, toc”. Alguien tocó la puerta. Era un sonido suave, familiar.
-¿Ya volviste, Tati?, preguntó Pola.
Tardó unos segundos en responder. Abrió.
-Mamá, no sé qué pasó, pero había alguien acá. Escuché explosiones, le dijo entre sollozos aunque sin perder la compostura. Quería mostrar fortaleza frente a su madre.
-¿Cómo? ¿Explosiones? Recién entré y no vi nada.
-Sí, sí, no sé qué era, pero algo empezó a explotar y era muy fuerte.
Pola permaneció pensativa. Luego salió dando zancadas hasta la cocina. Era un desastre, había agua por todos lados. Una olla de metal estaba quemada. Había cáscaras, yemas y claras desparramadas por el suelo.
-Me olvidé los huevos hirviendo cuándo salí con tu tía. A tu prima la metieron presa.
-¿La metieron presa a Ana María?
-Sí, pero en un rato la largan. El comisario amigo de tu tío nos ayudó.
-¿Pero por qué? ¿Qué hizo?
-No hizo nada, pero eso es más que suficiente para que te metan preso.
3.
Porota y Pola no se llevaban bien. Pero el 27 de enero de 1978 se juntaron un rato. Había algo urgente que conversar.
Porota fue a visitarla. Pola estaba sola en la casa porque su marido, Oscar, se había ido a trabajar a Mar del Plata. Cuando la vio, Pola se sorprendió de la elegancia de su nuera. La última vez que se habían visto Porota le había contado que Julio César, su hijo mayor, vivía en la clandestinidad junto con su novia Mercedes Isabel Loedel Maiztegui en un departamento deVilla Ballester. Pola era la tía de Julio César y sabía que su sobrino militaba en Montoneros.
La familia no había logrado que Julio César se fuera del país. Era terco. Porota no lo comprendía.
-¿Querés un poco de té, Porota?, le preguntó Pola, mientras iba a la cocina.
-Sí, Polita, por favor.
La merienda transcurrió en silencio. Porota sacó un paquete de cigarrillos de la cartera y lo apoyó sobre la mesa. La miró a los ojos.
-Asesinaron a Julio, dijo, con voz ténue.
-¡Qué! ¿Cómo?, preguntó Pola. Dame un cigarrillo.
-Lo que te dije. Me lo contó la mamá de Mercedes. No sabemos dónde están, pero sabemos que los asesinaron a ambos. Dio unas pitadas más al cigarrillo y lo apagó.
-Te lo quería contar a vos primera. Explícale a Oscar y, si querés, decile a los chicos.
Porota se puso de pie, agarró su cartera y se puso el sombrero.
-¿Qué vas a hacer ahora, Porota?
-Nada. Le prometí que no iba a derramar una sola lágrima por él y así va a ser, le contestó fríamente y se retiró.
Los familiares nunca la vieron llorar. Se encerró en el silencio y en la soledad. Luego enfermó de Alzhéimer y su cerebro perdió lucidez. Murió al poco tiempo.
4.
“Militante peronista, caído en la lucha por una patria justa, libre y soberana” decía a modo de homenaje, la placa de la urna funeraria que habían puesto los amigos y familiares de Julio César Di Giacinti en el cementerio de la Ciudad de La Plata.
El funeral se hizo luego de recuperar los restos, a 37 años de su desaparición. En el círculo íntimo sabían que se cerraba una etapa de búsqueda pero se abría otra, la del duelo.
¿Qué puede sentir una persona que entierra a otra después de tanto tiempo de ausencia?
Sus amigos del Colegio Nacional se encontraban y, en ronda, charlaban. “Julio no quería irse, estaba convencido de que ése era el camino”, vociferaba Ricardo, hoy preceptor, como si la desaparición hubiera sucedido hace días, semanas.
Una mujer se quitó los anteojos negros y se acercó a saludar con un abrazo a Daniel y a Ana María. Les entregó un sobre de madera con fotos viejas. Era Claudia Carlotto. Había sido una de las tantas novias de Julio.
Los restos fueron depositados en el mausoleo “Memoria, verdad y justicia – detenidos desaparecidos” del cementerio. Al lado de su urna, descansa otro compañero: Gustavo Adolfo Rave, asesinado por militares en 1976.
“Por su vocación, su militancia en la causa popular, su resistencia a la injusticia, a la desigualdad, a la opresión. Por eso entregaron sus vidas; por un proyecto de liberación y justicia”. Esas fueron las palabras de Daniel Di Giacinti, en memoria.
Un compañero de militancia de Julio llamado Gogo se acercó a Daniel y le explicó, entre lágrimas, que la muerte le pesaba en los hombros porque fue él quien lo llevó a la política. Las palabras de Daniel no lo calmaron:
-Tranquilo Gogo, que a Julito lo convencí yo.
“Queremos agradecer el trabajo realizado por el equipo de los forenses, de las Abuelas de Plaza de Mayo y a un Estado Nacional que hizo posible que organismos y distintas áreas pudieran funcionar para aportar a la reparación histórica a la memoria de quienes fueron víctimas del plan sistemático llevado a cabo por la dictadura cívico militar, para que el “Nunca Más” se haga efectivamente una política de Estado”, dijo Daniel. Caía la tarde y todos empezaron a llorar en silencio, cabizbajos.
Quizás alguno de ellos recordaría esa última carta que Julio le escribió a su amigo Daniel Fontana en las fiestas de 1977. Que escribió, a modo de tierna y adelantada despedida, en nombre de él y de su pareja, Mercedes Isabel.
“…Si alguna vez llegara a pasar algo irremediable, tengan la plena seguridad que habrá sido en la nuestra, que nos habrá pasado por ser patriotas, por querer un país para todos, sin miserias, ni hambre, ni injusticia.
Para que todos vivan como personas y no acorralados y reprimidos.
Para que los hijos de todos no tengan que ser lo que fuimos los padres.
Para que el hombre vuelva a ser hombre.
Lo único que pedimos, si eso sucediera, es que llegado el gran día, brinden por nosotros, y por todos los que han hecho y están haciendo todo lo posible para que sea algún día, el gran Día”.
Julio e Isabel
*Esta crónica fue producida en el marco del Seminario de Grado “Contar el horror: las nuevas narrativas de la memoria”, dictado por los profesores y periodistas Laureano Barrera y Juan Manuel Mannarino durante el último cuatrimestre de 2016 en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. El seminario se inscribe dentro del Taller de Producción Gráfica I, Cátedra II.
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