Javier Valdez Cárdenas quedó tirado en la calle, muerto y con su sombrero negándose a abandonarlo. La imagen no me deja pensar en otra cosa, siento necesidad de escribir, de rendirle homenaje. Lo conocí hace ocho años, en octubre de 2009. Desde hacía días un grupo de dichosos a los que ese encuentro nos cambió la vida, nos reuníamos desde las nueve de la mañana hasta las ocho de la noche a hablar sobre narcotráfico, sobre la violencia, sobre cómo narrar Latinoamérica. Empezaba a gestarse la idea de la anfibiedad tratando de que el periodismo y la academia caminaran juntos para ayudarse a contar el mundo, la ciudad, el territorio.
Desde entonces hablábamos por chat y por correo. Ahora releo algunos mensajes y se me pone la piel de gallina. Una vez me contó que le preocupaban esencialmente sus hijos porque su idea era no ocultarles lo que pasaba. Entonces dijo que trataba de aconsejarlos y hablarles de “los niños y las chavas muertas” en México. Más tarde volvió a comunicarse porque le había quedado algo en el tintero:
– Ellos me preguntan si yo corro más peligro por los libros publicados, los reportajes. Y de repente se despiertan llorando porque soñaron que algo malo pasó. Yo les digo siempre que todo está bien, que hay riesgos para todos, no solo para mí, pero que tenemos derecho a una sociedad mejor, de leyes, de gobierno, sin impunes, de respeto entre las personas, y que por eso hay que luchar, y una forma de hacerlo es publicarlo, denunciar.
Un año después de aquel diálogo volvimos a hablar de sus hijos. Estaba preocupado porque había tenido que entrenarlos para sobrevivir:
– Les digo cómo actuar en balaceras, qué hacer cuando lleguen a la casa y rafagueen la fachada: no gatear, sino reptar, ni gritar. Avanzar hacia los cuartos del fondo, no asomarse, tomar el teléfono y avisarme o a mí o a mi esposa, etcétera. Y cuando van a fiestas, que aprendan a retirarse cuando haya narcocorridos, o vean gente armada o droga y asomos de bronca.
Releeo esas charlas y pienso que nunca conocí a alguien que quisiera vivir tanto y, al mismo tiempo, tuviera tan preparado ante la posibilidad de la muerte. Ahora veo la imagen del cuerpo entre esos conitos policiales marcando las 12, 13 o 14 balas. Algo me dice que no fue el Narco. Que fue el poder al que molestaba. Ese del que en las últimas entrevistas dijo temer tanto como al Narco. El mismo que ha puesto como títere a Enrique Peña Nieto a escribir un tuit diciendo que va a investigar tu muerte.
Javier Valdez Cárdenas narraba su cotidianeidad agobiante con ternura. En otra charla que tenía forma de reportaje, me dijo que él se proponía no sembrar la desesperanza aunque eso era muy difícil porque sentía a la realidad como una guadaña terca y apabullante.
– Casi siempre me acuesto con miedo, además de que padezco insomnio, pero me inyecto dosis de optimismo. Me miento. Digo: “esto puede cambiar” y me levanto en la mañana tratando de sacar algo de buen humor de lo más profundo de mis rincones, para no contagiar a mis hijos de mi pesimismo galopante.
No puedo decir que hablábamos mucho, pero Javier siempre estaba para los que necesitábamos consejo. Una vez le pregunté por qué se quedaba en Culiacán y su respuesta por entonces sólo me impactó, aunque ahora me deja paralizado:
– Hace cinco años pensábamos en irnos a vivir a Colima o Nayarit o Michoacán, ahora no vemos opciones en México. Vemos otros países y nos damos cuenta de que restringieron sus políticas migratorias y que si nos aceptan a mi familia y a mí sería a través del asilo político. Eso tendría que pasar por una cadena de tragedias, acoso, hostigamiento, amenazas y muerte. Me quedo porque me gusta mi ciudad y mi trabajo. Temo que me maten o maten a alguien muy cercano y querido, como ya ha pasado: las balas pasan muy cerca. Creo que esto me toca hacer. El día que pase algo contra Ríodoce (el diario que fundó con unos amigos), que nos maten a uno de nosotros, quiero apagar la luz de la redacción, bajar la cortina de acero, poner los candados, y partir. No tendría cabida en Sinaloa y quizá tampoco en el país, pero me iría, sin duda, aunque no sé a dónde.
Le pregunté si en Sinaloa había otra cosa además de temor y me habló de una frase de Monsiváis: “La violencia es un proceso educativo y los niños y jóvenes asumen la muerte a balazos como una muerte natural”. Se habían acostumbrado, los jóvenes mexicanos limitaban su vida, cancelaban los sueños. “Pero la vida sigue –me dijo-. La vida macabra sigue”.
Cuando sufrí una amenaza no sé cómo hizo para conseguir mi teléfono y llamarme. Volvió a hablarme de sus hijos. Me contó que compartía momentos con ellos disfrutando Les Luthiers “para que se rían de todo” y que los estimulaba con “películas de Tim Burton, sombrías y maravillosas” y que les hacía escuchar “a Sabina y a Creedence, a los Beatles y a Calle 13”.
Hablar con Javier era extraño. La muerte estaba siempre presente como una posibilidad y eso me ronda por la cabeza mientras escribo. ¿Qué habrá pensado cuando sintió el primer disparo? ¿Se habrá preguntado por qué no se fue? O habrá dicho simplemente: “El momento llegó”.
En otra charla le pregunté quién le había enseñado a sobrevivir, me contó la historia de su nacimiento:
– No sé qué me enseñó, pero creo que desde morro di muestras de fortaleza, una fortaleza que yo mismo desconozco en ocasiones, pero que me mantiene de pie: tendría unos cinco meses de embarazo mi madre cuando cayó de una silla y tuvo sangrado. Fue hospitalizada. Regresó sin panza y muchos pensaron que había perdido al bebé. Ella dijo siempre que ahí estaba el feto. Una vecina le dijo a mi madre que si ese bebé se lograba iba a llamarse el milagrito. Y nací a los nueve. No me explico qué ni cómo, pero he aprendido a sobrevivir: lloro mucho, voy a terapia psicológica, me gusta caminar –aunque no lo hago como quisiera-, y me fascina la música y leer. Además de que no dejo mis ratos de búsqueda del misterioso fondo de las botellas (de güisqui y tequila), y los rincones de café. Creo que esa combinación tóxica, explosiva y catártica, me mantiene flaqueando a veces, derrotado otras, pero enhiesto.
*
Guardo el cuadernito a lunares blancos y negros en el que tomé nota aquella tarde de 2009. Dice: Javier Vargas y, remarcado en un cuadrito, la frase “Me hace sentir menos solo”. Después, los textuales de Javier:
– Los jóvenes deben verse en los periódicos y en los libros. Sus historias, su calle, el cine, el café, los bares, las colas de los cines, la escuela, las morras, la novia. Pero el reportero está muy ocupado en las oficinas de los políticos, en los cafés, el aire acondicionado, atendiendo políticos, dirigentes de partidos, funcionarios, conferencias de prensa.
Javier leyó uno de sus textos y, como un alquimista, comenzó a amalgamar las cosas dichas hasta entonces por varios de los más impresionantes académicos y narradores de la violencia del continente. Las experiencias se vieron atravesadas gracias a él por una dosis impregnante -y también violenta- de corazón y sensibilidad.
– La ciudad como personaje: la ciudad está viva, tiene latidos, palpita, tiene vida… hay realidades cotidianas que parece que no tienen chiste, que son de todos los días, sin trascendencia, pero ocupan un lugar importante en la vida cotidiana y entonces alcanzan la trascendencia: los novios en la plazuela, las idas al cine, los centros comerciales, lo que antes fue la casa grande, la parisina, en las citas amorosas.
Dijo aquella siesta y las 25 personas que llevábamos días hablando del narco, de la violencia y de la muerte sentimos que, además de todo lo que habíamos oído, lo necesario -lo imprescindible para hacer honor a ese momento- era volver a casa y escribir, cronicar.
– Hay muchas historias mientras uno espera el camión (colectivo), con el taxista, el bolero, en la fila para entrar al cine o para comprar las tortillas. Hay que humanizar la tarea del periodista, del periodismo. Que el ciudadano de la calle, de a pie, se vea en las historias, en los periódicos, los semanarios, las revistas, los noticieros de radio y televisión.
Cerró mientras lo escuchábamos silenciosos. Por esos tiempos una bomba había explotado en la puerta de Ríodoce, el semanario que él había fundado con unos amigos. “¿Cómo hacer para mirar como mira como Javier?”, dice el cuadernito de lunares.
Encuentro una frase de otra de las charlas de aquellos días de 2009. Es de Juan Cajas, un antropólogo colombiano: “La vida es una hipótesis de trabajo”. La repito y se me ocurre que la hipótesis de su trabajo era enfrentar hasta el final –y con dignidad- a los amenazadores hasta que se transformaran en asesinos. No hay un periodista en el mundo que merezca serlo si no hace propia hoy la entereza con la que Javier llevó adelante nuestra profesión.
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