Durante los días previos a la marcha del 3 de junio, las lesbianas detenidas por pintar paredes el día antes del 8M fueron llamadas a declarar, una por una. “Lo recordamos sistemáticamente: estábamos ahí por ocupar la calle, por usarla y hacerla nuestra. Es tiempo de recordarles también a ellos que no aceptamos la cocina de nuestras casas como único espacio destino. Tomamos lo que nos pertenece”, dice una de las procesadas. Aquí cuenta el proceso al que están siendo sometidas.
Por Lía Ghara
No se muevan.
“Quietas ahí”. “No se muevan”, nos gritan. “¿Para dónde vas vos?”. El más grandote aparece desde las sombras, me agarra del brazo y tironea. Después de una persecución terrorífica de cuatro cuadras, nos acorralan con la excitación del cazador que encierra a su presa. Agitados ellos, incrédulas nosotras. Una patota de cinco hombres, civiles, de contextura grande, entre 40 y 50 años nos persigue a los gritos. Porque pueden.
En la madrugada del pasado 7 de marzo, Día de la Visibilidad lésbica y en vísperas del Primer Paro Internacional de Mujeres del día siguiente, seis militantes de colectivos feministas realizábamos actividades de difusión para uno de los sucesos políticos más relevantes del año. Millones de mujeres en 46 países, al otro día, tomarían las calles, pararían el mundo para hacer oír sus voces.
¿Cuál es el epicentro, entonces, que cruza estos dos relatos?
La ocupación del espacio público. Relatos consecutivos y antagónicos. Diez minutos de diferencia entre una y otra situación. Fuerzas que hoy están en tensión. Dos mundos que cohabitan y se disputan un mismo espacio para su existencia: la calle.
Una patota de varones nos persigue y violenta durante una madrugada en la calle porque sabe que puede hacerlo sin condena, porque nos vieron utilizarla libremente, sin temores, convocando a otras a que se sumen el día siguiente a ocupar, de nuevo, la calle. Y eso tenía que ser disciplinado.
O qué es acaso el “piropo” callejero más que un recordatorio cotidiano de que en la calle ellos pueden hacernos y decirnos lo que quieran. Reglan sobre nuestros cuerpos y por eso a menudo opinan sobre el mismo. El “piropo” es la astilla punzante de toda una vida caminada en territorio ajeno.
La cofradía: Varones / Policía/ Justicia
Los hechos que voy a narrar fueron todos, y sin excepción, protagonizados por varones, excepto claro, nosotras.
Una patota de civiles nos acorrala en la esquina de Humahuaca y Gascón. Corremos. Nos vuelven a perseguir guiándonos como ganado hasta Guardia Vieja, donde en cuestión de segundos aparecen cuatro patrulleros y dos motos de policía con diez efectivos. Nos dan el alto. ¡A nosotras! Enseguida el oficial de calle de turno, el suboficial Pablo Alvarado se dirige a los persecutores, en diálogo directo y amistoso. Oye su relato y se vuelve hacia nosotras. Procede a requisarnos buscando aerosoles y cualquier otra cosa. Para su sorpresa, no encuentra nada. Vuelve sobre sus pasos y cuchichea con la patota de varones. Se van y regresan, media hora después, con dos envases de aerosol vacíos.
Gabriel Omar Fittante, Juan Manuel Baez Rivoira, Carlos Esteban Mayer y David Nicolas Djudjic actúan en ese momento como grupo de tareas. Dan el alto de policía siendo civiles y hasta “recolectan” con sus propias manos las “pruebas” que presentarán. La connivencia con las fuerzas policiales se hace explícita.
Dos horas pasamos sentadas en una vereda rodeadas de los diez efectivos. Llegaron conocidas y amigas para acompañarnos pero por orden de Alvarado nadie pudo acercarse a menos de tres metros, sólo un abogado, por supuesto, varón. Alvarado era portavoz del relato que iba recibiendo. Su radio sonaba y a menudo se escuchaba la palabra “lesbiana”. Efectivamente, nosotras. Lesbianas. ¿Molesta suboficial? Después de una misteriosa llamada por celular consiguió la orden del fiscal. Nos trasladarían a la comisaría 9na.
La orden del fiscal Juan Rozas fue tenernos demoradas en un calabozo 15 horas y al otro día trasladarnos en una camioneta de alta seguridad directamente a la fiscalía. Es decir, tratarnos como delincuentes de alta peligrosidad, disciplinar y amedrentar, haciendo uso de las herramientas que tenía a disposición: la justicia y la fuerza pública de coerción.
En ningún momento se nos preguntó qué había pasado, si es que quizás había otro relato posible. Tampoco se nos escuchó cuando gritábamos que nos estaban persiguiendo. ¿Valen más algunas voces que otras?
Las dañadas
Paredes. Paredes pulcras y bien prolijas de colores pasteles. Las paredes son las reales damnificadas. Delincuentas realmente peligrosas, las que las escriben. La policía cuida paredes, edificios, cosas. ¿Serán entonces las paredes la clave para entender semejante performance?
Es que no sólo cuidan paredes, tontuelas, cuidan espacios que sintetizan por su simbolismo los códigos de una sociedad patriarcal. Escribirles encima es la denuncia y el gran peligro. Es la falta de respeto a la sustancia que codifica, reúne y atraviesa la injusticia primigenia: la propiedad privada. Patriarcado y capitalismo son socios y solidarios, como bien aprendieron sus hijos pródigos -machos-, y las instituciones que tienen en su poder.
El punto de fuga
Ellas siempre estuvieron: amigas, hermanas, madres, simples conocidas, o compañeras.
A diez minutos del arresto llegaron las primeras. Para las 3am, de un martes, mientras imprimían nuestras huellas digitales en papeles, no pudimos evitar las miradas cómplices y las sonrisas gigantes al escuchar los cantos de unas decenas de compañeras desde afuera. “Arriba el feminismo que va a vencer. Abajo el patriarcado que va a caer, que va a caer”
Nos estaban cuidando. Nos llenaban de fuerzas entre tanta violencia y nos mandaban en esas rafagas de música que entraban por debajo de la puerta un mensaje encriptado: No están solas, estamos para nosotras.
A las 7 am, nuestras abogadas Gabriela Carpinetti y Luciana Sánchez rugían en la puerta de quienes nos negaban todo, hasta el vaso de agua. Pero la verdadera sorpresa fue llegar a la fiscalía y ser multitud. Ser abrazos, breves y a los empujones, ser manos agarradas entre las vallas policiales.
Y de nuevo, la justicia poética en forma de ráfagas que entraban por la ventana mientras nos tomaba la declaración, como un mantra, le recordaba al fiscal Rozas “Ni una menos, libres las queremos” y por las dudas, también que “el patriarcado se va a caer, se va a caer”.
Nueva víspera
Tres meses después y días antes de una nueva movilización del Movimiento de mujeres, de pura causalidad, el fiscal nos llamó a declarar. Los días 29, 30, 31, 1 y 2 de junio, de a una, toda la semana previa al 3 de junio, se nos recordó y notificó el porqué de estar ahí.
Lo recordamos sistemáticamente: estábamos ahí por ocupar la calle, por usarla y hacerla nuestra. Es tiempo de recordarles también a ellos que no aceptamos la cocina de nuestras casas como único espacio destino. Tomamos lo que nos pertenece.
Este 3 de junio nuevamente gritamos Ni una Menos. Las formas de violencia hacia las mujeres, lesbianas, travas y trans que existen son innumerables, desde la violencia judicial, económica, y laboral hasta llegar a su punto cúlmine: el femicidio. Por eso esta necesidad de encontrarnos, reconocernos y acompañarnos, de llenar los espacios y reapropiarlos, resignificarlos. Para que siempre pero siempre estas fechas no sólo signifiquen un “hasta acá” de la violencia que nos ejercen sino más bien un “de ahora en más” cómo queremos que sea el mundo.
“No se muevan”
Nos movemos, insumisas, y haciéndolo podemos cambiar el eje de rotación de la tierra.
Foto: Facundo Nívolo
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