Dentro de los cuatro millones de documentos que guardan los archivos de la ex División de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPPBA), que funcionó entre 1957 y 1998, hay unos 200 comprueban que existió un fichaje específico para homosexuales, travestis y lesbianas (en los partes policiales se reiteran palabras como “amorales”, “invertidos” y “pederastas”). A partir del año 2000, la Comisión Provincial por la Memoria tomó el trabajo de catalogar ese archivo. Cristian Prieto, quien forma parte del equipo de la CPM, se inspiró en estas fichas y expedientes para su libro Fichados. Crónicas de amores clandestinos, publicado recientemente por ediciones Pixel. Cosecha Roja publica un adelanto de estas historias de disidencia sexual, abuso de poder y violencia institucional.
El oficial y el revolucionario
La llegada
Llegó a Retiro en una madrugada de marzo del 76. Mientras se bajaba del colectivo, se dirigió a la fila donde los uniformados pedían la documentación. En el hall central había un revuelo a causa de la detención de un hombre y un menor por averiguación de antecedentes. El mayor, con imagen de padre de familia le reclamaba a su captor que no tenía idea de quién era el muchacho que se le había insinuado en el baño de la estación, que tenía una familia y valores. El oficial a cargo no dejaba de nombrar el 2h y algunas ofensas relacionadas con la moralidad.
El alemán no imaginó nunca que esa bienvenida sería el preámbulo de su destino.
El Frente de Liberación Homosexual había alertado desde el año setenta y tres sobre los edictos policiales. En su boletín “Somos” de septiembre de ese año escribían: “Para reprimirnos la Policía apela a los edictos policiales anti homosexuales. Estos fueron dictados por funcionarios policiales en distintas épocas sin pasar jamás por la aprobación del parlamento. Es importante aclarar que ni la Constitución ni el Código Penal establecen pena alguna contra la homosexualidad en sí misma. Los edictos policiales se refieren a: fiestas privadas, y a estar en la vía pública acompañado de un menor de edad.”
En las plazas se los llevan por maricones, en los baños por pederastas. En las estaciones de trenes por sospechosos amorales y en los bares por libertinaje. Las corridas son comunes en cualquier intersticio, en cualquier rincón. Se confunden los subversivos con los amanerados. El silencio es la única ley y cualquier confesión puede llevarlos a la muerte.
John había aprendido castellano durante dos años con la intención de hacer un viaje a Latinoamérica para conocer las guerrillas de esta parte del planeta. No se sentía un ciudadano alemán común y corriente y su propia historia le generaba contradicciones. Igual algo sabía de antemano: creía que alguna vez sería protagonista de algo importante.
El oficial principal de la Policía Bonaerense no había formado pareja alguna. Había tenido algún que otro encuentro sexual en las salidas de putas en la escuela de policía, pero nada formal. Lo había intentado con Luisa, una amiga del barrio, pero no habían “nacido el uno para el otro”, así le había dicho en una cita, cuando no pudo hacer el amor con ella.
“Nunca digas tu nombre”, sentencian en su cartilla de seguridad en el año que asume Cámpora, y donde los putos del frente han decidido ir a recibirlo a Plaza de Mayo con pancarta y todo. “Para que reine en el pueblo el amor y la igualdad, liberación de los presos políticos” pintaron en el lienzo que ya es histórico.
El seguimiento
Al director de Inteligencia, Sede Central
“Se estima que el mencionado ciudadano alemán ha ingresado al país por vía terrestre, desde el norte hasta la ciudad de Buenos Aires. Fuentes de la oficina de Migración aseguran que su documentación es real. Igualmente será observado durante diez días para dejar constancia de su no infiltración en la guerrilla. Cabe mencionar las últimas palabras esgrimidas por el personal de esa dependencia sobre la personalidad del inmigrante. Se aclaró que tenía modismos amanerados al caminar. Sólo a efectos de recaudar toda información a futuro es que agrego este dato. Seguiré manteniéndolo informado.
Cordialmente Oficial Ppal. González”.
Raras veces el Oficial se metía en detalles de este estilo, pero era cierto que a veces personalizaba algunos casos. Desde la Dirección de Inteligencia le habían enviado algunas fotografías de este ciudadano alemán, que no sabía por qué llamaba su atención de una forma inusual.
Esa semana se llevó unos legajos a su departamento donde estaban fichados los ciudadanos de otras latitudes que eran investigados para saber de sus procedencias ideológicas. El oficial nunca había sido un ejemplo en visiones de seguridad, pero sabía que había que darle batalla a la subversión.
Ser Oficial Principal es una dedicación a tiempo completo para González. Pocas veces puede parar a descansar o a dedicarle espacio a otras cosas por fuera de la fuerza. Pero de vez en cuando llega a su casa con una botella de ginebra e intenta pensar en otras cosas. En esos momentos un poco más relajado se masturba y recuerda algunos cuerpos que no son de mujeres. Se transporta a sus épocas de comisario donde palpaba a los muchachos en los operativos previos a los clásicos, y se excita. Se le vienen a la cabeza imágenes de esos pequeños pantalones de los jugadores de fútbol, donde sobresalen sus bultos. Y ese día se le vino también la imagen de John. Cuando quiere acordarse en qué está pensado, eyaculó en el sillón, manchando las fundas tejidas al crochet por su abuela.
Al día siguiente su jurisdicción era la responsable de inspecciones sorpresa a los albergues transitorios de la zona. Estaba decidido en hacerlas en persona ese día. Limpiar las calles de amorales era una máxima en pleno Proceso de Reorganización Nacional. Esta vez conocía al regente del edificio que utilizaba el lugar para los amantes de toda índole: de habitación de trabajo para las putas y para los travestis.
Es la mañana del viernes 23 de Abril de 1976. En tres patrulleros y él a la cabeza entran al albergue Múnich. Sacan a todos a las patadas. Entre ellos a tres prostitutas, con tres clientes. En otra habitación hay un hombre disfrazado de mujer y dos jóvenes que no llegan a los veinte años. Y por último a un hombre de unos cuarenta años con el alemán que están siguiendo desde la Dirección de Inteligencia. Tal es su sorpresa que apura el operativo y en menos de una hora liberan a los tres hombres luego de amenazarlos con llamar a sus hogares. Al travesti se le abre un acta por infracción al edicto 2h y queda detenido. Al hombre mayor lo obligan a firmar el acta donde debe aceptar ser homosexual y queda libre. Y aunque pide entre lágrimas no ser llevado en el patrullero hasta su casa, lo transportan sin consideraciones luego de que González le dijera que “el país no necesita de viejos pederastas”. Los dos jóvenes quedan liberados sin consecuencias legales.
Al término del operativo, y a la vez que se le exige al dueño del local las enmiendas económicas para continuar con el negocio del sexo, el Oficial se lleva al alemán a la comisaría. Allí lo interrogan durante cuarenta y cinco minutos dos comisarios rasos. Luego de no obtener ninguna información, decide llevarlo a la celda diminuta donde se apresan a los sospechosos de amoralidad sexual.
Ya de madrugada, mientras el ciudadano alemán dormita, entra el oficial con un vaso de agua. Intenta unas palabras en inglés, pero se da cuenta que el balbuceo no es entendido y le habla en castellano:
— Ciudadano alemán ¿Es eso cierto?
— Sí.
— ¿Qué se encontraba haciendo en el Munich?
— Estaba pasando la noche.
— Pasando la noche con otro hombre ¡Eso es pederastia!
— No sé a qué se refiere Oficial, contestó con un castellano asombroso.
— Me refiero señor a que se encontraba en un local de citas con otro hombre, ¿Usted es homosexual?
— …
— ¿Es homosexual John?
— …
Allí en medio de la luz tenue, con un fuerte olor a lavandina y ya medio alucinando el alemán lo mira a los ojos y se queda en silencio.
Ese momento para el oficial es el instante de la verdad, de su propia verdad. Cómo hacer que el muchacho confiese algo que ni siquiera él puede pensar. Lo agarra de los cabellos de la nuca, lo mira y el alemán dirige su ojos hacia la entrepierna. El oficial lo aprieta hacia su cremallera mientras se le abulta el pene de angustia y deseo. En un momento siente que puede venirse y lo abandona dejando de inmediato la celda.
Al día siguiente, sin dormir, deja la disposición de liberar al ciudadano alemán. Sus órdenes son expresas: que no quede en el libro de registro, para no levantar sospechas que había tenido acercamiento a quien se investigaba desde la dirección en La Plata.
Ese día se pide un reemplazo con el oficial Menéndez, quien sigue en su cargo. Se lo solicita de manera personal para que lo cubra. Menéndez era un oficial de policía de esos que no parecen tener ni un defecto: puntuales, sin tapujos en tomar decisiones y a la espera de un ascenso.
El primer encuentro
En su primer franco, luego de meses sin tener uno, no para de pensar en el momento en que tuvo al alemán con la cara en el cierre de su pantalón. Era lo más cerca que había estado de un hombre en años.
Ya en su casa en Abasto, se ducha y reposa durante tres horas en la cama de dos plazas. Sin mediar preguntas en su cabeza se levanta, se viste de civil y se encamina a un bar donde le habían informado que solía permanecer el alemán.
Entre los pocos que se encuentran en el bar, está John. El oficial no se baja, sólo queda mirándolo desde su Falcon desde la esquina. El alemán no parece estar tramando nada raro, pero ese lugar había sido escenario de varias razzias a estudiantes, y cualquier cosa puede pasar.
Se queda allí hasta que oscurece. Al encender el primer cigarrillo del nuevo atado, ve que sale John hacia la estación de trenes. Baja del auto y comienza a seguirle los pasos desde la vereda de enfrente. El alemán no parece estar a la defensiva luego de haber estado detenido. Eso lo hace sospechar al oficial, ya que no logra descifrar las estrategias del joven.
Cuando el alemán se queda esperando el tren, el oficial lo comienza a mirar de reojo. Piensa que puede ser su hijo, pero saca inmediatamente ese pensamiento de su cabeza. No puede serlo porque no tiene hijos. Y ese bello joven es un sospechoso nexo con la subversión y a la vista, homosexual.
En eso el muchacho se encamina al baño de la estación. El oficial no duda y lo sigue. Le extraña que no haya nadie: ni uniformados ni agentes de civil, solo ellos dos. Entra, lo observa en el mingitorio. El alemán se mueve para verlo y no lo reconoce. El oficial perplejo siente un hilo de transpiración por la nuca y va a lavarse la cara. El alemán continúa de frente a la pared. El veinteañero vuelve a buscar su mirada y el oficial se acerca, lo mira y toma su mano y la lleva a su entrepierna.
El joven comienza a tocarlo y se agacha para terminar con algo que no había logrado en la comisaría. El oficial le dice:
— ¿Qué haces? Tenemos que salir rajando de acá pibe, nos pueden estar mirando.
Lo agarra del brazo y le ordena que lo espere en una calle, donde lo estará esperando dentro del auto. En menos de cinco minutos se encuentran yendo por un camino sin destino.
— ¿Qué haces? Le pregunta John, o mejor: ¿Está de servicio oficial?
— Si estuviera de servicio te estaría metiendo preso alemán irrespetuoso.
— Con que sabe mi nacionalidad ¿Qué más sabe oficial?
— Que naciste el 3 de abril de 1957, que llegaste por vía terrestre y que tenés relación con los subversivos de mi país ¿Algo más?
— Relación con la subversión de su país. Usted sí que ha leído sobre Vietnam ¿No? Le responde de manera desafiante pero a la vez tierna.
— No. Soy muy realista, John, nada más.
— Bueno pero imagino que no me vino a buscar para llevarme detenido ¿O me equivoco?
— Realmente no sé qué hago acá, no sé qué me trajo hasta acá.
— Bueno averigüémoslo entonces.
— No puedo llevarte a mi casa, los vecinos son muy atentos a mis horarios, además soy un oficial conocido en la zona.
— No se preocupe, conozco algunos lugares que seguramente usted no.
Se dirigen sin rumbo hasta que el alemán lo orienta en camino a donde las calles son de tierra. Luego de unos veinte minutos se tropiezan con una casa aparentemente abandonada. John baja y abre algo parecido a una tranquera.
Entran a la casa y la mano del alemán vuelve a tocarlo y retoman el ritmo de sus deseos acumulados. El oficial tiembla más que nunca y de a poco van encontrándose. El oficial respira agitado, y John lo tranquiliza diciéndole al oído:
— Mi oficial, esto no es malo, es sólo entre usted y yo.
Así se recorren con miedo, de a ratos a la defensiva, hasta que se encuentran frente a frente. El oficial lleno de transpiración le advierte que él no es homosexual. Lo toma de la cintura, lo tira a la cama improvisada y comienza a besarlo en el cuello, pasando por la columna hasta que llega a sus nalgas. En ese momento se queda como petrificado y el joven alemán le pregunta si le pasa algo, pero el oficial no responde y sigue por esa línea tan delgada entre la moral y las ganas de llegar.
— Yo no soy lo que parece mi oficial. Hoy soy suyo, le dice John cuando lo encuentra lleno de saliva mirándolo a los ojos.
El oficial lo besa y permanece en su boca hasta quedarse sin aire, intenta desabrocharle la camisa y en el trajín le saca dos botones. Entre risas el oficial le pide que le enseñe eso que nunca hizo. Y el alemán como si fuera un maestro paciente lo conduce lentamente en eso llamado sexo. Cuando el pene erecto del oficial entra en la lánguida cola del alemán, este comienza a gemir y el oficial al fin entiende de qué se trata el deseo.
Luego de un par de horas de darse amor, donde sus arterias se llenaron de sangre y de tres veces que ambos quedaron exhaustos, John queda dormido sobre la cama. El oficial se anima a acariciarlo. Lleva su mano al rostro del joven. Recorre con un dedo el contorno de su oreja izquierda y sigue por los hombros. Se detiene en el costado izquierdo y apoya toda su mano en el glúteo. Allí se queda un buen rato hasta que el joven comienza a moverse. En eso abre los ojos, lo llama con las manos y al oficial no le queda mejor remedio que acurrucarse ante su amante alemán y descansar unas horas.
Con los primeros rayos de sol, ambos comienzan a desarmar la posición en que durmieron. El oficial se levanta directo al baño y a su regreso John lo espera fumándose un cigarrillo. El oficial se sienta enfrente de él ya cambiado y le dictamina el sinsentido:
— Estamos en un callejón sin salida. Yo no te puedo dejar ir así nomás. No te conozco y está en juego mi carrera. Nos vamos a tener que ver seguido para asegurarme que no vas a hacer alguna macana. Eso es lo que vamos a hacer.
— Como usted mande mi oficial, igual recuerde que yo no soy eso que me dijo ayer. Soy un simple ciudadano alemán viviendo en su país.
El oficial le transmite los pasos a seguir para las citas que tuvieran en adelante. Si por alguna razón un agente de civil, uniformado o grupo de choque los interceptara a los dos: él se tendría que entregar aclarando su nacionalidad, y el Oficial Principal diría que se encontraba en un operativo especial para detenerlo.
La propuesta deja en exposición al alemán, eso piensa, mientras busca su ropa interior confundida entre las sábanas. No tiene mucho marco de actuación, pero no tenía otra alternativa. Y también sabe que quiere volver a verlo.
Desde esa primera vez, no ha pasado semana en que el oficial no se vea con John. Los encuentros no suceden siempre en el mismo lugar. A veces en departamentos abandonados de la policía, otras veces en prostíbulos donde el oficial simula hacer pesquisas de rutina o en algún rincón del tumultuoso conurbano.
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