Idalinadr

 

Cada mañana desde hace un año Idalina Gamarra despierta en el pabellón de buena conducta de la cárcel de mujeres de Ezeiza. Lo primero que piensa es cómo llegó allí. Enseguida recuerda el comienzo de la relación con Adrián Benítez Villalba, cuando era todo “color de rosas”, y los dos o tres segundos finales en los que ella se defendió de un nuevo ataque y él murió. Después piensa en cómo está su hijo, que tiene diez años y vive con el papá en Ciudad del Este. Mientras, espera que el gobierno y la justicia argentina le acepten el pedido de refugio para no volver a Paraguay: allí los familiares de su ex la amenazan de muerte y teme que la justicia no considere el contexto de violencia machista en el juicio por homicidio doloso.

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Es mediodía y los teléfonos del pabellón no paran de sonar. Idalina atiende rápido, quiere contar su historia. “Mi error fue no pedir ayuda. Me estaba matando de a poco, me arrastró con él”, dice a Cosecha Roja. “Todo el mundo me pregunta por qué no me fui. ¿A dónde me iba a ir?”.

Antes de escapar de Paraguay y ser detenida por la policía en la casa de una tía en Quilmes, Idalina tenía una vida de emprendedora. Fue mamá adolescente y estaba separada del papá del niño pero se arreglaba sola y ayudaba a su padre y hermano. Todas las mañana abría la peluquería que tenía en el frente de la casa: ahí cortaba y peinaba a mujeres y varones. El salón fue una vidriera y gracias a esos vínculos, entró en Herbalife, una empresa que tiene un sistema de vendedoras como Natura. Enseguida creció, aprendió en los congresos y pasó a liderar su propia red de revendedoras.

Benítez entró en su vida porque los presentó una amiga en común. Él le pidió el teléfono y la cortejó por unos meses hasta que le preguntó si quería ser su novia. Todo lo que pasó después fue parte del círculo de la violencia machista. Primero luna de miel, luego celos, gritos y golpes.

Idalina tenía muchos amigos del barrio, de la infancia, clientes de la peluquería y de Herbalife. Ganaba bien y manejaba sus finanzas. Él no soportaba que ella fuese independiente ni sociable. “En esa época yo usaba mucho el celular por Herbalife. Y mientras estaba en la peluquería, él me revisaba el teléfono, me borraba amigos del Facebook y contactos. Después, me encontraba con conocidos en la calle y me preguntaban por qué los había bloqueado”.

Cuando Adrián pasaba por la peluquería, entraba y se tiraba en el sillón:

– Hola, amor – decía.

A ella le temblaban las manos, aunque aún no supiera por qué.

Una vez, para que no desconfiara, ella llevó a Adrián, a la suegra y al padrino a un encuentro de vendedores. Quería mostrarles cómo era el negocio. “No le gustó, no pudo soportar que nos saludáramos con abrazos, una costumbre del lugar”.

En octubre de 2015 tuvo que cerrar su peluquería para evitar las peleas: le espantaba los clientes, se enojaba porque algunos tenían buenos coches o quería imponer a quién le podía cortar el pelo. Trabajó tres meses en el salón de la señora Gloria. Así evitaba la presión de los gritos y retos porque era un negocio ajeno. Pero él la seguía por la calle, la esperaba y la obligaba a subirse a su auto, la avergonzaba frente a extraños y le pegaba. Un domingo la llevó hasta la Iglesia a encontrarse con sus padrinos de Herbalife. Estacionó en la puerta y le pegó dos bofetadas tan fuertes que ella no pudo bajar. “Tenía la cara marcada por su mano, había llorado. No iba a entrar a misa con los ojos rojos y la cara rota. Así que los dejé plantados. Él hacía que yo no fuera yo”.

El 9 de mayo de 2016 comenzó la pesadilla final. Él llegó después de las 23 hecho una furia. La obligó a salir en su auto pero en el camino se largó una tormenta y volvieron.

– Adri, andate – le dijo y se acostó.

– Te vas a acordar de mí.

– ¿Qué es lo que yo te hago? Lo único que quiero es que te vayas y me dejes tranquila. Después hablamos.

Esa noche él se quedó a dormir. Discutieron hasta las 3 de la mañana: ahí Idalina notó que tenía moretones en el brazo. A las 7 sonó la alarma. El celular estaba del lado de Adrián, lo había tenido toda la noche y no tenía intenciones de devolvérselo.

– ¿Qué vas a hacer? -le dijo cuando ella quiso agarrarlo.

En la casa sólo estaba el hijo de Idalina. El niño entró a la habitación reclamando un corte de pelo prometido. Ella intentó no mostrar las lágrimas y el miedo. Le pidió que se fuera a ver televisión, que ella después iba. Cuando cerró la puerta, Adrián descargó toda su fuerza contra ella. No era la primera vez que le pegaba o la amenazaba con lastimarse con una navaja o un cuchillo hasta que ella se lo sacaba. En una ocasión llegó a cortarse el brazo derecho y tuvieron que ir a urgencias. Esta vez se repitió la escena: para defenderse ella le quitó el tramontina y en el forcejeó se lo clavó.

Idalina lo llevó al hospital. Benítez no sobrevivió: la herida tenía un centímetro de profundidad pero fue mortal. Lo que pasó después fue muy veloz. Una señora la agarró del brazo, le pagó el taxi para que buscara sus cosas y se fue hasta la triple frontera. Compró un pasaje y entró al país en micro. “Me vine así, sin nada. Apenas llegué a mandar una nota de voz a mi tía para avisarle. Esa familia es muy peligrosa, le tengo mucho miedo, me amenazaron con quemarme viva”.

La denuncia en Paraguay incluyó una orden de captura internacional. Ella sospecha que alguien la delató: diez días después de su huida, el 20 de mayo de 2016, la detuvieron en Quilmes. Todavía tenía las heridas de los golpes en sus brazos, según se constató en la revisión médica en Ezeiza.

Los medios paraguayos publicaron el caso con la versión de la familia de Benítez. En todas las notas, la fuente principal y casi única es el padre del hombre. “En mi país me escracharon en las redes, por la televisión, los diarios. Dijeron muchas cosas que no son ciertas”.

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En la cárcel argentina Idalina se puso a estudiar. Cursa primer año de la secundaria y varios talleres de sociología, literatura, derechos humanos y feminismo. Las últimas dos semanas recibió la visita de su papá, a quien no veía desde hacía cuatro meses. Está emocionada con el reencuentro, en Ciudad del Este vivían en la misma casa y pasaban tiempo juntos. Acá tiene dos tías, una está más pendiente de ella, la otra está enferma. Por suerte, dice, conoció a Marina Berardi, su ángel de la guarda.

Marina es abogada y jefa de Despacho en la Comisión para la Asistencia Integral y Protección al Refugiado y Peticionante de Refugio de la Defensoría General de la Nación (DGN). Ella hizo la solicitud. Además, en el proceso de extradición la representa un equipo integrado por la defensora de Quilmes Sandra Pesclevi, el defensor público oficial Juan Martín Hermida, la especialista en delitos penales Silvia Martínez y Raquel Asencio, Coordinadora de la Comisión sobre Temáticas de Género de la DGN.

Marina es la que más visita y habla con Idalina. “La idea de que la mujer tiene que tolerar los abusos está muy fuertemente arraigado en Paraguay”, dice a Cosecha Roja. Y Asensio lo refuerza con perspectiva de género: “El problema es si la justicia de Paraguay va a poder tener un enfoque de género para juzgar el delito. El temor es que se le vulnere el derecho a un juicio justo en el sentido de que sean tenidas en cuenta sus vivencias y experiencias”, explica a Cosecha Roja.

El equipo está en sintonía, piensa estrategias y arriesga escenarios posibles. “Tenemos datos que nos permiten sospechar que ella estaría en riesgo de volver a Paraguay, es lo que estamos intentando incorporar al expediente de extradición y de refugio”, dice Hermida. Ahora resta esperar las respuestas: en el caso de refugio, del Ministerio del Interior, Obras Públicas y Vivienda de la Nación y, eventualmente, de la Justicia Nacional en lo Contencioso Administrativo Federal; y en la causa de extradición, del Juzgado Federal de Quilmes.

La Comisión de Género de la Defensoría investigó cómo afecta a las mujeres privadas de la libertad el vínculo con sus hijos. Según Asensio, la mayoría “siente vergüenza de decirle a los hijos que están presas, mienten para ocultarlo. No quieren que sus hijos las visiten en la cárcel porque pesa sobre ellas un doble estigma: faltan al deber ciudadano (el mandato de comportamiento de las mujeres es más estricto en control de moralidad) y se convierten automáticamente en malas madres”.

Ahora Idalina sólo sueña con un reencuentro con su hijo. El niño no sabe qué le pasó a su mamá. Hablan todos los días por teléfono. Ella le dice que se fue lejos. Y que está preparando su nuevo hogar.