A casi un mes de su desaparición, los amigos y amigas de Santiago Maldonado contaron a Cosecha Roja cómo lo conocieron y cómo se enteraron de la noticia.
-¿No es el Lechuga?
La mamá de Romina y Gastón Fernández estaba frente a la computadora cuando en la pantalla encontró la cara barbuda de Santiago Maldonado, el amigo de sus dos hijos, junto a una noticia que hablaba de su desaparición. Romina se acercó y abrió el link. “Me quería morir”, dice a Cosecha Roja por teléfono desde 25 de Mayo. Para ella y para sus amigos del pueblo, Santiago siempre fue el Lechuga: el apodo se lo puso un compañero de colegio por su pelo largo y ondeado.
Romina y Santiago se conocieron hace 13 años, cuando ella tenía 12 y él 15. “Éramos parte de la misma bandita de la 19”, cuenta, refiriéndose a la avenida 19 y al grupo de amigos y amigas que compartían. “Santiago siempre fue un personaje: acá en 25 le decían “el loco lindo” porque siempre tenía alguna locura: se iba en patineta hasta la escuela aunque vivía a millones de cuadras y le quedaba re lejos, o andaba con una campera con broches de tender ropa”.
Cuando ella lo conoció, Santiago ya tatuaba. Había armado su propia máquina casera con un motorcito de lavarropa, un cargador de celular y una lapicera. “Él tatuaba a mucha gente de acá, pero yo nunca quise porque era muy chica”, explica. La última vez que se vieron fue el año pasado, cuando él volvió a 25 de Mayo y, como cada vez que la veía, le insistió con hacerle un tatuaje.
Cuando era adolescente, Pablo Astorelli tenía una banda de punk rock que se llamaba “Malvinas”. A Santiago le gustaba y por eso se acercó. Eso cuenta ahora Pablo desde Mercedes, San Luis, donde vive hace un año y medio. Él también creció en 25 de Mayo. “Santiago es una persona genial, medio raro, que no entra en confianza enseguida. Primero te observa y si comparte algo con vos se te va a acercar”, cuenta. Cuando se veían, Santiago y Pablo hablaban de viajes: los que uno hacía de mochila, en bicicleta, caminando, tatuando, y los que el otro hacía como músico de folklore. La última vez que se vieron, hace dos años, Santiago empezó a hacerle un tatuaje en un brazo. “La mayoría de los tatuadores dibujan y después te calcan. A él, yo le dije lo que quería, le conté de mis viajes, él fue imaginando y me lo dibujó sin calcar”. Ese día le contó que tenía ganas de irse al sur y de cruzar a Chile. “Y yo le dije loco, tenés que volver porque me tenés que terminar el brazo”.
A Santiago, Julieta no le dice Lechuga sino “el Brujo”. Lo conoció en Neuquén aunque se hicieron amigos en Guaymallén, Mendoza, donde él estuvo viviendo unos meses en 2015. Viajaron juntos y de mochila por Chile y por el sur argentino. “A él le gusta mucho hacer medicina natural: tinturas madres, licores, dulces caseros, siempre para vender y buscar la autonomía. Es inquieto y todo lo de los pueblos originarios le llama la atención. Es medio místico también y le gusta cantar rap, le interesa bastante el hip hop y toda esa contracultura”.
Julieta no se llama Julieta, prefiere no dar su nombre. Se enteró de la desaparición de su amigo por la nota de Cosecha Roja “Así es la cacería de Mapuches en el Sur de la Argentina”, publicada el 2 de agosto. “Fue terrible. Y desde que nos enteramos casi no dormimos, es una mierda porque no sabemos nada de nada”, dice desde Mendoza, donde con otras amigas y amigos de Santiago hacen actividades para pedir su aparición con vida.
Cristian Colman también tiene un tatuaje a medio hacer: un gran árbol en las costillas que su amigo de toda la vida completaba un poco cada vez que se veían. Cristian conoció a Santiago a los 5 años: eran vecinos. La casa de los Colman y de los Maldonado estaban a 20 metros de distancia. Fueron juntos a la escuela número 25, donde trabajaba Stella Maris, la mamá de Santiago.
“Él llegaba a tu casa y te cambiaba el día completamente: siempre aparecía con alguna idea nueva. Te podía caer para hacer algun jugo natural o te venía con un palo para hacer malabares. Es una persona que hace de todo: puede encontrar una hoja de palmera y hacer un cuadro o armar una artesanía con cualquier cosa”, cuenta Cristian. En la pared de su habitación hay un mural pintado por su amigo: Santiago le dijo que el gran samurai representa “la lucha con los demonios internos que todos tenemos adentro”. “Es muy loco, porque ahora cada vez que me levanto lo veo y no lo puedo creer”.
Aunque tiene la misma edad que Santiago y también es tatuador, sus vidas son bastante distintas. Cristian fue papá a los 17 y ahora tiene dos hijos: una nena de nueve y un nene de casi un año. La última vez que habló con Santiago fue para su cumpleaños, el 25 de julio. Ese día, Santiago le mandó algunos videos que mostraban cómo caía la nieve en El Bolsón. Le contó que estaba saliendo a correr y que tenía ganas de volver. “Yo me quedo con este dolor”, dice Cristian. “Siempre tuvimos planes de salir a viajar, pero yo tengo familia y no lo pude concretar nunca con él. Eso es algo que me queda pendiente”.