Escrito con el tono íntimo de un diario de transición, “La Roy. Revolución de una trava” es la autobiografía política militante de Florencia Guimaraes García. Desde su niñez rodeada de travestis en La Matanza a las noches cargadas de horror en la General Paz, esperando que frene algún auto para ganar dinero, estas páginas cuentan el devenir identitario de una “activista travesti, abolicionista, sobreviviente del sistema prostituyente, feminista y militante del PC”. Publicado por Puntos suspensivos ediciones, La Roy se presenta el jueves a las 19h. Estarán Diana Maffía, Claudia Korol y Romina Pereira en la Biblioteca del Congreso de la Nación (Alsina 1835, CABA). Allí también se podrá ver la muestra de fotos Furia travesti, hecha por Guimaraes y declarada de interés legislativo por la Cámara de Diputados bonaerense.
Cosecha Roja comparte un adelanto del libro.
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Siempre me pregunté cuál es la fantasía de aquellos que jamás han sido prostituidos. Cuán fantasioso es pensar o imaginar el momento en que una persona es abusada, humillada, maltratada; es decir, oprimida. Cómo imaginarán una relación entre el prostituyente y la prostituida. Será entonces que piensan, que sienten, que esa es una relación de pares, de cordialidad, de respeto, de acuerdo sobre el placer mutuo. Si tanto imaginan, si fantasean, les propongo imaginar que cuando una tiene que subir al auto de un extraño sin saber la ruta, se pregunten qué hay en el auto, cuán consciente se es, lo que siente, lo que se piensa, lo que confirma es el miedo, el pánico y la desorientación.
Les propongo pensar, como final abierto, si es una fantasía o una realidad volver con vida. Les propongo a la fantasía incorporarle sensaciones, por ejemplo, asumamos que es placentero cualquier olor, cualquier palabra, cualquier control del cuerpo, sentir que alguien o algo descarga su odio dentro de tu boca, controla tu cuerpo, descarga en tus tetas, en tu culo, en tu espalda, en lo que quiere. Te propongo pensar en esa fantasía, en que te aprieten la cabeza, la controlen y te obliguen entonces a sentir en la garganta cualquier sabor, a tolerar en la nariz cualquier olor. Y no te lo proponen, te obligan a realizar sus fantasías y con ellos, su dominación, donde el único guión es cumplir sus perversos deseos. En esa fantasía, el orto es la pirámide de su control. Ahí se mide su fuerza, su dominio, su carácter, su personalidad. Lo que se descarga, en el orto, mi orto, confirmará su fantasía. Entonces al bajar de ese coche, ese orto se convierte en cuerpo despreciado, usado. Él descargó. Lo usó como un pedazo de carne, lo masticó y lo escupió.
La General Paz
Empecé a laburar en Mataderos. Descubrí que había parada de chicas en la General Paz. En ese momento la policía ya no nos podía llevar presas a la comisaría, nos labraban actas contravencionales y nos llevaban al Pasaje Carabelas, por 9 de Julio, a una fiscalía donde nos tenían varias horas. La avenida no era como ahora: era solamente una mano de cada lado y no había colectora. Las maricas se paraban arriba, en el terraplén de tierra donde está el pasto. Yo tenía dieciocho, diecinueve años. Lo primero que hice con la plata fue ir a la Iglesia de San Pantaleón porque sabía que ahí podía contratar albañiles para hacer mi casa. También me compraba todas las pavadas que podía: ropa, cds. Lo primero que me conseguí fue una estufa de kerosene. Pero cada vez que volvía a mi casa, las cosas no estaban, porque me las vendían. Entonces, al final, no tenía nada. En el fondo, una tía de mi mamá había empezado a construir y había quedado el esqueleto de esa casa. Se me ocurrió que podía terminar de edificar. Me paraba de las siete de la tarde hasta las seis, siete de la mañana a laburar y peso que hacía era peso que guardaba para hacer el piso, la pared, revocar. Y mientras los albañiles hacían una parte, yo dormía en un elástico de cama en otra parte donde todavía había piso de tierra. Y así todos los días hasta que logré hacerme lo que hoy es mi casa.
Cada tanto venía mi abuela, pero yo no le hablaba. Una vez llegó, me vio en el patio depilándome con cera, en tetas y se puso a llorar. Eran tetitas, yo estaba empezando a hormonizarme. Había empezado a tomar hormonas que conseguía a través de las chicas, pero no estaba todo el tiempo vestida de mujer. En mi rebeldía, mandé a mi abuela a cagar, aunque con el tiempo empezó a ayudarme. Me regaló una tele, las cerámicas para el piso. Con el tiempo pude comprender el gran amor que me tenía y cuánto le dolía ver en mí a todas esas travas que había visto morir durante décadas.
Un día estábamos con mi mamá y nos llamaron para decirnos que mi abuela se había descompuesto, le había agarrado un ACV. Salí desesperada con dos travas amigas al hospital Penna. Entré, la vi y pegué un grito de dolor tan fuerte que creí que me había oído. Estuvo internada y luego de unos días, murió. Con ella se fue una parte de mí…
Seguí con la construcción de mi casa y en la calle. De día no me travestizaba nunca, seguía siendo una loca escandalosa, no me animaba a estar vestida de mujer. Lo hice recién a los veintisiete años. No podía romper con ese prejuicio que yo misma tenía, desde lo que me inculcaron en mi casa, hasta los medios y la sociedad patriarcal, por todo el estereotipo que hay alrededor de las travestis. Para mí pasar a ser una travesti era que nadie me mirara, no llamar la atención. Yo era grandota, estaba gorda, tenía mucha barba. A la noche me afeitaba, me montaba, me ponía una buena peluca y era una diosa. Pero de día… veía a mis compañeras y decía: “¿yo, estar como ellas? ¿Que me mire todo el mundo la barba? ¿En pleno día?”. Era espantoso luchar contra la corriente, contra algo que ya estaba marcado en mí. Yo quería ser como mi amiga que era flaquita, morocha, con el pelo hasta la cola, un minón por la que todos se morían en el barrio. Le decían Lola. Después estaba yo, sacándome los pelos de las tetas… Yo no quería eso. Pero porque era un estereotipo. Yo no entendía que lo que la sociedad decía de nosotras también lo decíamos de nosotras mismas.
Una se va formando a gusto y piaccere del prostituyente, es muy fuerte lo que genera la prostitución entre nosotras mismas, y capaz que a la noche dormimos todas en una comisaría abrazadas por el frío, o en una cama porque estamos veinte adentro de una pieza. Con esas mismas con las que estamos comiendo un guiso pero, si estamos paradas en una esquina, entra la competencia. Yo me he agarrado a trompadas y a botellazos con compañeras. Porque si los tipos las quieren con más tetas, nos ponemos más tetas; con más culo, nos ponemos más culo; nuestro cuerpo se arma según el deseo del prostituyente.
Por eso a mí me costaba trasvestirme completamente, y eso que yo salía de lunes a lunes a trabajar. Porque no es que yo pasaba por un chonguito, un varoncito gay, no; salía re loca, con las pestañas, el pantalón apretado… en mi mambo, eso era más aceptado que una trava. Y me daba cuenta, al haberme criado con travas, que es otra la vida social, más de la noche o los cumpleaños entre travas. Pero como gay podía ir a un boliche, al cine, con mis amigas a la plaza, cosas que veía que las travas no hacían. No quería perder esos “privilegios” que creía que tenía por ser marica.
A pesar de no trasvestirme todo el día, estaba muy envuelta en la prostitución, es muy difícil romper la caparazón y salir. Yo creo que si a mi compañero no le hubiera cambiado el destino, seguiría siendo prostituida. Él es ex-combatiente de Malvinas, y da la coincidencia de que los traumas de pasar años en situación de prostitución son muy parecidos a los daños psíquicos de los sobrevivientes de la guerra. Somos dos sobrevivientes que luchamos juntxs contra esta sociedad prejuiciosa.
Si me querés, quereme trava
Es difícil y doloroso hablar de nuestros sentimientos. A la gran mayoría nos sucede lo mismo: terminamos en la calle porque conocemos alguna amiga que lo hace y creemos que es de la única forma que podemos entablar vínculos, porque nos expulsan de nuestros hogares, de las escuelas.
La mayoría de las maricas bancan, de esa forma, a su familia, a esa misma que, en numerosos casos, las echaron de chicas. Muchas vienen de las provincias. Ayudan a comprar la comida para sus hermanitos, las cosas del colegio, cosas para su familia. Esa es la manera que tenemos muchas travas de creer que con plata podemos comprar afecto. ¿Y cómo obtenemos dinero? De la prostitución. ¿Cómo no se le erizan los pelos a una familia que sabe que una se pasa toda la noche cogiéndose tipos, parada en una esquina donde la policía nos caga a palos, donde nos pueden matar, o agarrar cualquier enfermedad, donde estamos duras del frío con una botella de copeteo en la mano para poder aguantar toda esa situación? En general, nuestras familias también naturalizan el rol impuesto para las travas.
Amores travas
Con los chongos pasa lo mismo. Muchas veces sucede que hay uno de turno al que le bancamos las zapatillas, la comida, se queda tirado mirando la tele mientras una está parada en la esquina. En numerosas ocasiones ese tipo tiene una familia con hijos y una los termina manteniendo a todos. Porque estamos siempre buscando ese cariño, ese amor. Cuando era marica me sucedía. Chupaba diez pijas antes de ir a bailar, me hacía cien pesos , y después, en el boliche, tenía mucha gente alrededor porque compraba copeteo todo el tiempo, y decían: “mi amiga la trava”, pero después no les importaba si no aparecía porque me había pasado la noche en cana o porque me dieron una paliza y estaba con las piernas reventadas.
Así es como a veces vamos construyendo nuestros vínculos, con el dinero de por medio, con regalos. Es muy triste pero es la realidad, es en lo que nos quiere convertir la sociedad, el sistema capitalista y patriarcal, en cosas, en objetos de consumo, y muchas veces es así como vemos a lxs demás. Buscamos el afecto que los prostituyentes tampoco nos dan.
Otras veces es nuestro mismo chongo el que nos prostituye. Pareciera un premio, la realización absoluta decir “tengo marido”, como si esa fuera la panacea. Pero, ¿bajo qué condiciones? Siendo explotada todas las noches en una esquina por los prostituyentes, por el Estado, por los ratis y por ese mismo “marido”, mientras el señor se la pasa en el sillón con el control remoto. ¿Qué clase de “amor”, compañerismo, es ese? La única forma de vernos en público es en una fiesta de travas, un boliche o una reunión, porque no nos va a acompañar a todos lados. Siempre estamos ocultas, muy pocas conocemos sus familias. En la clandestinidad está todo bien, pero no van a perder sus privilegios de varón, la mirada de los demás sobre ellos como hombre, porque si están con una trava les dicen puto. No cualquiera puede cargar con las miradas, porque si hay algo que nosotras no somos, es invisibles. No hay forma de que las travas pasemos desapercibidas. Y a algunos de nuestro chongos les cuesta hacerse cargo, son relaciones que están basadas en la clandestinidad. Por ese motivo muchos de nuestros maridos tienen historias terribles como las nuestras. Nosotras también tenemos instalado el discurso del amor romántico… y en el fondo, muchas vamos buscando en los prostituyentes a ese príncipe azul que te saque de la esquina.