Días pasados firmé una resolución por la que sobreseí a un cultivador de marihuana en cuyo domicilio se habían secuestrado 19 plantas de esa especie y varios frascos conteniendo flores (cogollos). Soy de la idea de que los jueces no solamente tenemos que hablar por las sentencias, sino que también tenemos que comunicarnos con la sociedad por otros medios, con lenguaje comprensible, para contribuir al debate público de los temas que nos preocupan. Y eso es lo que intentaré hacer, como lo hice en otras ocasiones en Cosecha Roja.
El Estado tiene la carga de demostrar que la mera tenencia de sustancias estupefacientes (cualquiera que sea) tiene una finalidad distinta que el consumo personal. Ante la detección de la tenencia de cualquier tipo de droga prohibida en poder de una persona, corresponde que el Estado pruebe que tiene un fin ilícito (ser puesta en el comercio).
Si el Estado no logra probar que la tenencia tiene una finalidad distinta que el consumo, corresponde presumir que se encuentra destinada al consumo personal. Y si es con fines de consumo personal, los jueces (el sistema penal) no tenemos nada que hacer en esa relación.
Eso es lo que dispone el histórico artículo 19 de la Constitución: los actos de las personas que de ningún modo ofendan a terceras personas (les ocasionen perjuicios) se encuentran fuera de la autoridad de los magistrados. Jueces out. Esta es la doctrina de la Corte federal desde el precedente “Bazterrica” (1986), ratificado, a grandes rasgos, en 2009 en el conocido caso “Arriola”.
En síntesis: resolver como resolví no es nada novedoso y se relaciona con criterios que hacen honor a la tradición liberal de nuestro país (liberal en el sentido del respeto a las libertades). El Estado no debe interferir en los proyectos de vida de sus habitantes en la medida que esos proyectos no lesionen o perjudiquen a terceras personas. Esa es la razón de ser de la Constitución. Una razón de ser antropocéntrica, que implica colocar a los individuos en el centro de todas las preocupaciones y no al revés, que los individuos se conviertan en instrumentos de proyectos sociales.
Puede existir alguna controversia respecto de la cantidad de la sustancia estupefacientes secuestradas. La ley no establece cuál es el límite cuantitativo para fijar la frontera entre el consumo personal y la ultrafinalidad ilícita. Y ante el silencio de la ley no corresponde que los jueces completemos ese vacío. De todos modos existe un contexto que debe servir de guía para complementar otras circunstancias: el criterio republicano de la razonabilidad.
La posesión de algunas plantas de marihuana, la tenencia de unos gramos de cogollos, no puede hacer pensar, razonablemente, en otra intención que el consumo personal o fines solidarios, como es la fabricación casera del preciado aceite de cannabis que, como se sabe, no se puede producir si previamente no hay cultivo. Máxime cuando el propio imputado declara que esa tenencia se encontraba destinada al propio consumo, para evitar verse envuelto en las situaciones riesgosas que supone adquirir la sustancia en el mercado negro e, inclusive, sustancias de mala calidad.
Las decisiones judiciales no son suficientes para resolver la situación de incertidumbre en la que se encuentran miles de personas que están en iguales o parecidas circunstancias que la persona que sobreseí. Son meros paliativos que resuelven casos individuales. La República Argentina necesita una legislación moderna, que atienda la realidad, que acepte que la cuestión de las drogas no se encuentra relacionada con la seguridad sino con la salud y que, desde ese paradigma, que es el paradigma de los derechos humanos, afronte con realismo el momento histórico. Una ley que deje de contribuir al problema y que procure solucionarlo.