Por Mariano Fusero*
En estos días diversos medios informaron que la Comisión para la Reforma del Código Penal de la Nación analiza la despenalización de determinadas conductas de quienes usan sustancias prohibidas, de acuerdo a lo establecido por la Corte Suprema hace nueve años en el fallo “Arriola” (que retoma lo dicho por la misma Corte hace 32 años en el fallo “Bazterrica”). Tarda en llegar, pero es hora de despenalizar.
La legislación en materia de drogas en Argentina es producto de directivas internacionales, impulsadas por los países centrales desde los sesentas y afianzadas por Richard Nixon en 1971, cuando impone la “guerra contra las drogas” bajo amenaza a las economías emergentes de no acceder al crédito internacional. El objetivo era velar por “la salud y bienestar de la humanidad”. Detrás se escondían propósitos de control social de las poblaciones marginadas (negros, latinos, chinos, filipinos, hippies, artistas, izquierdistas, etc.) al interior de Estados Unidos, y excusas para llevar adelante medidas de intervencionismo geopolítico en países productores de la región andina y Asia. La guerra contra las drogas derivó en una guerra contra las personas que usan drogas.
Uno de los principales mentores del prohibicionismo estadounidense y global fue Harry J. Anslinger. El zar antidrogas estadounidense, entre otros fundamentos respecto de la necesidad de prohibir el cannabis allá por 1937, afirmó ante el Congreso Nacional:
“Hay 100.000 usuarios que fuman marihuana en EEUU y la mayoría son negros, hispanos, filipinos y artistas. Sus músicas satánicas, jazz y swing, provienen del uso de marihuana”
“La marihuana causa que las mujeres blancas busquen tener relaciones sexuales con negros, artistas y cualquier otro”.
“La principal razón para prohibir la marihuana, es el efecto que causa en las razas degeneradas.”
“Un cigarro de marihuana hace que los oscuros de piel se crean tan buenos como los hombres blancos.”
“La marihuana conduce al pacifismo y el lavado de cabeza comunista.”
“Estudiantes de color de la Universidad de Minnesota salían de fiesta con otras estudiantes (blancas) y se ganaban su simpatía contándoles historias de persecución racial. ¿Y cuál es el resultado? Muy sencillo: embarazo”.
Una de las pruebas que Anslinger proporcionó a favor de la aprobación de la Marijuana Tax Act hace 80 años fue una carta del editor de un periódico californiano que relataba el ataque sufrido por una niña blanca de parte de un mexicano bajo los efectos de la marihuana:
«Me gustaría poder mostrar lo que un pequeño cigarro de marihuana puede hacer a uno de nuestros degenerados residentes de habla hispana. Es por eso que nuestro problema es tan grande; el porcentaje más grande de nuestra población está compuesta por personas de habla hispana, la mayoría de los cuales son de baja condición mental, debido a condiciones sociales y raciales».
Sesenta años después, el principal asesor político de la administración Nixon, John Ehrlichman, confesaba:
“La campaña de Nixon en 1968 y su posterior presidencia tenían dos enemigos: la izquierda antibélica y los negros. Sabíamos que no podríamos hacer ilegal protestar contra la guerra o ser negro, pero al hacer que el público asociara a los hippies con la marihuana y a los negros con la heroína, y al criminalizar a ambas cosas severamente, podríamos desbaratar comunidades”. Con la excusa de la guerra “podíamos arrestar a sus líderes, allanar sus hogares, terminar con sus juntas y humillarlos noche tras noche en los noticiarios nocturnos. ¿Sabíamos que mentíamos sobre las drogas? Claro que sí” (Baum, D. (2016). Legalize It All: How to win the war on drugs. Revista Harper’s).
En el extremo sur, la doctrina del narcoterrorismo como enemigo interno y de consenso internacional, en alianza con la doctrina de seguridad nacional, tuvo como referente en nuestro país a un “brujo” devenido en ministro de Bienestar Social de la Nación y creador de la fuerza paramilitar genocida conocida como Triple A: José López Rega. Salvo alguna normativa de inicios del Siglo XX, ni siquiera en épocas de la dictadura militar autoproclamada como “La Revolución Argentina” -1966/1973-, las personas consumidoras de sustancias prohibidas fueron penalizadas bajo el delito de tenencia para consumo personal. Sin embargo, el “Brujo” encontraría en la guerra contra las drogas un nuevo ardid retórico para combatir el enemigo interno, afirmando que “las guerrillas son los principales consumidores de drogas en la Argentina, por lo tanto la campaña antidrogas será auténticamente una campaña antiguerrilla”. En 1974 impulsó la ley 20.771 mediante la cual se penalizó la tenencia bajo la pena de uno a seis años de prisión.
La existencia de dicha figura bastó para detener, encausar, procesar, condenar, encerrar en la cárcel de Devoto y asesinar en la Masacre de Pabellón Séptimo a Ariel Colavini. Dos semanas después (marzo de 1978) la Corte Suprema lo condenó en un inaudito fallo post mortem, reprochándole “…la deletérea influencia de la creciente difusión actual de la toxicomanía en el mundo entero, calamidad social comparable a las guerras que asolan a la humanidad, o a las pestes que en tiempos pretéritos la diezmaban (…), las consecuencias tremendas de esta plaga, tanto en cuanto a la práctica aniquilación de los individuos, como a su gravitación en la moral y la economía de los pueblos, traducida en la ociosidad, la delincuencia común y subversiva”. El delito de Ariel había sido tener un par de cigarrillos de marihuana “entre sus ropas” cuando caminaba por la Plaza de Los Aviadores del Palomar.
Tal vez pueda interpretarse que ese caso fue parte de la historia trágica de nuestro país en tiempos dictatoriales, de imposible reproducción en nuestro período democrático. Sin embargo, la persistencia de normas que criminalizan a las personas que consumen drogas ha sido excusa suficiente como para que en 2013 el Servicio de Apoyo Policial (SAP) de Pilar detenga a Miguel Ángel Durrels y lo aloje en una celda de la Comisaría Primera (inhabilitada por decisión judicial). La primera noche Miguel apareció ahorcado contra los barrotes de la celda: su muerte se investiga como un caso de violencia institucional. La excusa para detenerlo fue que tenía algunos gramos de cannabis.
Actualmente, una veintena de declaraciones de organismos del sistema internacional exigen abordar los consumos mediante estrategias sociosanitarias alejadas de la amenaza de sanción penal. Entre tales declaraciones se encuentran aquellas provenientes de los mismos organismos que conforman la burocracia prohibicionista a nivel internacional (UNODC/JIFE), a los cuales no se les puede endilgar indicio alguno de progresismo o humanismo, ya que la prohibición hace a su propia subsistencia, como la fe hace a la de la Iglesia. Y la comparación no es casual: a esta altura del desarrollo científico y comprobación empírica de los fracasos de la prohibición solo puede ser sostenida mediante un férreo ejercicio de fe y pensamientos mágicos.
A modo de ejemplo, el Comité Científico de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) emitió un informe en el cual manifiesta que: “…se debe tratar el uso de drogas y trastornos por consumo de drogas como problemas de salud pública en lugar de temas de justicia penal”. Por su parte la Organización de Estados Americanos (OEA), menciona como una de las “buenas prácticas”, “…la despenalización de la tenencia para consumo personal en muchos países (que no ha incrementado el consumo y ha reducido la carga sobre los consumidores y el sistema judicial)”. Asimismo, ha afirmado que “la despenalización del consumo de drogas debe ser considerada en la base de cualquier estrategia de salud pública. Un adicto es un enfermo crónico que no debe ser castigado por su adicción, sino tratado adecuadamente” (OEA (2013). El problema de las Drogas en América).
A pesar de ello, Argentina es uno de los países de la región con mayor influencia del prohibicionismo en su política de drogas. Conserva hoy la penalización de la tenencia para consumo personal, mediando una selectividad penal de las personas que consumen. Tan determinante ha sido dicha influencia que, a pesar de los reiterados argumentos de la Corte Suprema sobre la inconstitucionalidad del delito de tenencia para consumo personal, aún no se ha avanzado en el Congreso con una norma que impida la persecución penal de los consumidores y la penalización del autocultivo.
Más allá de la legislación represiva, en las últimas décadas el consumo de sustancias psicoactivas ilegales ha crecido en nuestro país, como en todo el mundo, y se ha diversificado -registrándose de 2009 a 2015 483 nuevas sustancias psicoactivas a nivel global-. Los indicadores de consumo a nivel regional registran una tendencia ascendente que resulta independiente de la tipificación penal de los delitos de consumo o su despenalización en cada país. Según UNODC, “las sanciones penales no son eficaces en el tratamiento de los trastornos por uso de sustancias y en disuadir el consumo de sustancias”. La Corte Suprema también afirma que “las tendencias de consumo parecen corresponderse con factores culturales, económicos y sociales, y no con la intimidación penal” y que no existían “indicios claros de que la criminalización del consumo de drogas [hubiera tenido] efecto disuasorio para los jóvenes” (Fallo Arriola).
A nivel local, si bien no puede deducirse inmediatamente que la propia norma haya sido la causante del fracaso descrito, lo cierto es que lejos estuvo de cumplir con sus objetivos. En particular, vio frustrado su objetivo fundamental: la protección de la salud pública.
Este quizás sea uno de los aspectos más vulnerables que podemos encontrar cuando analizamos las consecuencias de la aplicación de la ley penal. La respuesta penal condiciona el contacto de las personas que usan drogas con las instituciones de salud por la posibilidad cierta de ser detenidas. Ello se debe a que la incriminación de los delitos de consumo, sumada a la estigmatización negativa de peligrosidad arraigada sobre ellas, las convierte en sujetos pasible de persecución penal.
El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACDH) dijo en 2015 que se identificaron “…muchas formas en las cuales la criminalización del consumo de drogas y la posesión, impide el acceso al derecho a la salud”. Esto se manifiesta con mayor claridad contra los sectores vulnerados de nuestra sociedad: los jóvenes en situación de pobreza seleccionados como clientela predilecta del poder punitivo. La amenaza de sanción penal obstaculiza la posibilidad de aplicar una política de salud preventiva, información y educación, como así también el tratamiento de eventuales casos de consumos problemáticos.
La situación se agrava cuando históricamente más del 95% del presupuesto nacional en la materia se destina a la reducción de la oferta -guerra contra el narco-, y tan sólo un 5% en reducción de la demanda -prevención y tratamiento-. En comparación, el presupuesto federal antidrogas de Estados Unidos de 2015 dedicó 55 y 45 por ciento respectivamente. La media mundial es de 60-40: algunos estudios han demostrado que las medidas orientadas a disminuir la demanda son siete veces más efectivas que las destinadas a contrarrestar la oferta. Ni siquiera Nixon lo desconocía y designó más fondos federales para prevención y tratamiento que para la respuesta represiva (30%-70%, en 1973).
El gasto de recursos de las fuerzas de seguridad, ministerios públicos y poder judicial es absurdo. Entre un 40 y un 80 por ciento de las causas en trámite ante la Justicia Federal, según la provincia, son por persecución de consumidores. La gran mayoría son jóvenes de 16 a 30 años, argentinos, sin antecedentes penales, con menos de 5 gramos de cannabis o 2 gramos de cocaína para su propio consumo y que en momentos de su detención no estaban cometiendo ningún otro delito. A la mayoría los sobreseen.
Según el informe del fiscal Federico Delgado, “desde el precedente Arriola este tipo de procesos culmina en el archivo. Por lo tanto, la inversión económica y la energía humana que se consume en todo el proceso que va desde la detención del infractor, la confección del sumario en papel, el ingreso al sistema judicial y el archivo del expediente, constituyen parámetros que deberían revisarse a la hora de evaluar en qué gasta dinero y energía que luego faltan para investigaciones cualitativamente más importantes”.
En la práctica, la criminalización de los delitos de consumo es funcional al ejercicio de la extorsión policial en la vía pública como resabio de los edictos policiales y la construcción artificial de estadísticas infladas que disimulen o hagan menos escandaloso el fracaso de la guerra contra las drogas.
En materia de control social, intervencionismo geopolítico (Plan Colombia, Plan Mérida, Afganistán, Panamá, etc.) y creación de un extraordinaria economía informal de 3.2 billones de dólares en donde se lava el 5% del PBI Mundial y el 7% del PBI regional -unos 400.000 millones de dólares-, la guerra claramente ha triunfado en sus ultrafinalidades.
Pero para evitar todo ello no basta la despenalización, hay que empezar a legalizar como Uruguay, algunos estados de Estados Unidos y Canadá (a partir de julio). Así como nuestras dictaduras aceptaron el régimen prohibicionista, es hora de que nuestras democracias humanicen sus políticas de drogas.
OBSERVACIONES MARGINALES A LA HORA DE DESPENALIZAR:
- La despenalización de las personas que consumen sustancias prohibidas no debe depender de la droga que consuman: es una política de respeto a la libertad, privacidad y autodeterminación personal (Art. 19 CN). Un criterio diferente sería discriminatorio. El encierro y el estigma no son respuestas sanitarias para nadie.
- Son falsas las afirmaciones que suelen producirse respecto de que Arriola aplica sólo al consumo de cannabis. El fallo remite en gran parte a lo dicho en Bazterrica, en el cual lo incautado era tanto cannabis como cocaína; y, como ya hemos dicho, el respeto por las libertades individuales es absolutamente independiente de la sustancia consumida y hace a determinadas conductas que realizan las personas que consumen, siempre y cuando no se afecte el límite constitucional de afectación de derechos de terceros.
- La protección constitucional a la libertad individual es enteramente aplicable a otras conductas que hacen al consumo personal de sustancias prohibidas, como el autocultivo. Así lo reconoce la jurisprudencia que ha aplicado los mismos conceptos vertidos en “Arriola” a los casos de cultivo de cannabis para consumo personal, declarando inconstitucional su punición. Tanto para las personas que cultivan para uso medicinal, como para uso adulto, el riesgo de ser penalizadas por autoabastecerse de la sustancia sin acudir al narcotráfico, además de ser una pésima política sanitaria y de seguridad, es anacrónico en comparación a diversas legislaciones internacionales y regionales, violatorio del artículo 19 de la Constitución Nacional, y es inhumano.
- La técnica legislativa usada a fin de despenalizar debe contener términos claros y taxativos. Ciertas formulaciones que dejan a discreción de policías, fiscales y jueces la oportunidad de evaluar cantidades, calidades, niveles de psicoactividad u otras circunstancias no resultan aconsejables y violentan principios básicos en materia penal y constitucional.
- Y finalmente, hay que desmitificar otro de los conceptos arraigados en nuestra cultura prohibicionista: la suposición de que los índices de consumo se dispararán producto de la despenalización y que ello haría colapsar nuestro sistema sanitario. Ello fue estudiado y descartado ampliamente en la realidad de más de una treintena de países que actualmente no penalizan a las personas que consumen como Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Jamaica, México, Paraguay y Uruguay en nuestra región. Las estadísticas demuestran la independencia entre el consumo y la amenaza de sanción penal. En ciertos países hasta se ha demostrado una baja en el consumo como en el caso de Portugal.
*Director del Área de Política de Drogas de la Asociación Pensamiento Penal