La periodista Ingrid Beck fue una de las expositoras en el debate por la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo. Contó cuatro historias de mujeres de clase media sobrevivientes de abortos clandestinos. Y también contó cómo hoy las hijas adolescentes de esas sobrevivientes dan la batalla por el aborto legal, seguro y gratuito.
Aquí reproducimos el discurso completo:
Laura tiene 16 años y quedó embarazada porque falló el preservativo. Ni ella ni su novio están preparados para tener un hijo. Cuesta pero conseguimos un teléfono de un médico que hace abortos. La acompaño al consultorio. El médico pone fecha para unos días más adelante, pero la intervención no será en el consultorio, sino en su casa, en el Tigre. El consultorio está vigilado y hay riesgos de que caiga la policía en cualquier momento y nos lleve presos a todos. Para llegar a esa casa hay que cruzar el río Capitán en lancha. Las condiciones de asepsia de la habitación donde se realiza el procedimiento son más que dudosas. Las paredes están llenas de manchas de humedad, la sábana que forra la camilla está sucia, en el baño hay algodones con sangre. La espera en el muelle para volver se hace eterna. Laura no se siente bien, está aturdida. Laura sobrevive, por suerte.
La historia de Mariela es distinta: ella quiere tener un hijo. Está preparada para ser mamá. Es un deseo muy fuerte, compartido con su marido. Cursa su embarazo con alegría. Está en la semana 18. Suena mi teléfono y es Mariela, que llora desesperada del otro lado: “Se va a morir, cuando nazca se va a morir”. Recibió el diagnóstico. Síndrome de Meckel, una enfermedad autosómica recesiva: no sobrevivirá fuera del útero.Para Mariela es una obviedad que su obstetra interrumpirá el embarazo. En su cabeza no cabe la posibilidad de seguir hasta la semana 37 y ver crecer la panza con la certeza de que no va a tener un hijo. Aunque todos le pregunten si va a ser nena o varón, cómo se va a llamar, esa realidad no va a cambiar. La respuesta de su obstetra y de su genetista es la misma: “No se puede interrumpir el embarazo, pero, bueno, en algunos casos, se muere antes de la semana 37 y ahí sí hacemos la intervención”. Mariela está desesperada porque sabe que no va a tener un bebé y desesperada porque la condenan a seguir con ese embarazo inviable. Esgrime el código penal, el riesgo psíquico para la salud de la madre, pero choca siempre con las mismas paredes. Otra vez, lo que la salva de la locura es la red de mujeres solidarias: un dato de un médico que puede ayudarla. Ingresa a una clínica privada con un diagnóstico falso y tiene un parto inducido en una habitación y sin anestesista. La clínica es legal, pero el procedimiento es clandestino. Por eso no puede usar la sala de partos. Mariela sobrevive. Por suerte.
Sandra está embarazada por segunda vez. Tiene un hijo de dos años y está muy ilusionada con este segundo embarazo. Resuelve hacerse el estudio genético porque tiene más de 30 años. El resultado es malísimo: el feto tiene una alteración genética que se llama trisomía 17, síndrome de Edwards. Igual que en el caso de Mariela, si el embarazo llega a término, el bebé no sobrevivirá más que unas horas fuera de la panza. Desesperación. Así describe Sandra la sensación. Está en la semana 13. Su decisión es clara: abortar antes de que el feto se siga desarrollando.
El obstetra supone que su creencia está por encima de los derechos de esa mujer desesperada. Le recomienda continuar con el embarazo. ¿Qué clase de castigo me están imponiendo?, se pregunta Sandra.
Finalmente, le recomiendan a un médico que atiende en varias clínicas privadas y hospitales públicos. El consultorio es moderno, tiene tecnología de última generación. Su método, dice el médico, es único en el país. En la ecografía le detecta a Sandra un fibroma y les explica a ella y al marido que si no es él quien hace la intervención, probablemente ella muera. Todo a cambio de unos miles de dólares, claro. Sandra no tiene miles de dólares y no quiere abortar con ese médico. Empieza un derrotero por distintos consultorios, todos dudosos. Todos, clandestinos. Pasan los días y la desesperación crece. Si quiere hacérselo en un hospital público, uno de los pocos que realizan interrupciones de embarazo, necesita una presentación judicial. No tiene tiempo. Vuelve al primer casillero: el genetista. El último estudio revela que el ritmo cardíaco del feto se detuvo. Sandra piensa que ahora sí podrá abortar con las condiciones mínimas de salud garantizadas. Le recetanmisoprostol. Tiene que tomar las pastillas en su casa y, recién cuando empiece el sangrado, ir al sanatorio para que él termine el procedimiento. Obedece. Empieza el sangrado en su casa. Es hora de ir al sanatorio. Llega a la guardia con una hemorragia imparable, perdió mucha sangre. La internan, le dan anestesia, esa pesadilla termina. Sandra casi se muere. Sobrevive, por suerte.
Lucrecia está separada y tiene una hija. Hace un año quedó embarazada de una relación casual, porque, otra vez, el método anticonceptivo falló. Su ginecóloga no tiene miedo. Le receta misoprostol, por el que paga alrededor de 3.000 pesos. Todo transcurre según lo previsto y Lucrecia acude a su clínica privada para el control posterior. La encargada de realizar la ecografía la maltrata, le pregunta por qué está ahí… “Un aborto espontáneo”, miente Lucrecia. “Últimamente vienen muchas como vos acá por abortos espontáneos, qué raro”, le dice la ecografista. Lucrecia se siente sospechosa. Lo único que quiere es salir de ahí, rápido. Lucrecia tuvo suerte.
Los casos que acabo de contar son distintos: pero tienen varias cosas en común: son historias reales, de mujeres que no pertenecen a sectores vulnerables, que pudieron elegir y que sobrevivieron, porque tuvieron suerte. Son las experiencias de cuatro amigas cercanas, que representan las experiencias de miles de mujeres sometidas a estas situaciones. La práctica clandestina nos afecta a todas: quienes pertenecen a los sectores más vulnerables corren muchos más riesgos; quienes tenemos más recursos económicos también estamos condenadas a la clandestinidad y al peligro.
Laura, Mariela, Sandra y Lucrecia tienen otra cosa en común: son madres de hijas que hoy son adolescentes. Ninguna quiere que su hija pase por una experiencia como la de ellas. Las cuatro son mamás de esas pibas que todos los martes y los jueves ponen el cuerpo acá, en avenida Rivadavia. Ustedes seguramente las ven cuando vienen a trabajar. Son esas chicas que se fabrican artesanalmente los pañuelos de la campaña por el aborto legal. Son esas jóvenes que no pueden creer que el aborto no sea legal. Son aquellas que a muchas y muchos adultos los están haciendo cambiar de opinión. Porque a veces es bueno cambiar de opinión. Ellas son las que están llevando adelante esta batalla por la ampliación de derechos. Las que les están pidiendo a ustedes, legisladoras y legisladores, que voten por el aborto legal, seguro y gratuito para vivir en un país mejor. Muchas de ellas votan el año que viene por primera vez. Escúchenlas. Sus argumentos son mejores que los míos. Tenemos mucho para aprender. No quieren tener suerte, quieren tener derechos.