Por Dalia Cybel
A los cuatro años no sabía leer ni escribir pero tenía novio. Era un compañerito de la salita roja de un jardín de Caballito. La relación se basaba en llorar: alternados o al unísono. A pesar de la ansiedad de mi abuela ese fue el único. Nunca llevé compañía a las reuniones familiares aunque con el tiempo acumulé muchísimo conocimiento en app de citas y probé la textura de todo tipo de sábanas: lisas, estampadas, con puntilla, almidonadas. A veces, ni siquiera llegué a sentirlas en el apuro de la ropa a medio sacar.
En la adolescencia aprendí a distraerme con detalles insignificantes para atravesar citas aburridas. De los cuartos de los pibes recuerdo más las manchas de humedad, azulejos craquelados y posters con esquinas combadas que la torpeza de los cuerpos. Fui criada en el paradigma del amor eterno.
Crecí en un sistema que me decía que no podía sentirme realizada porque me faltaba esa pareja estable. La falta me colocó varios casilleros detrás del resto del mundo hecho para dos. Conocidos y amigos quisieron arreglar encuentros como si fuera un ítem a tachar en el camino a la felicidad. Yo seguía los consejos.
Tuve muchas primeras citas. En una quedé atrapada en el baño de un shopping. Tuve que salir arrastrándome por el piso delante del personal de seguridad con una camisa blanca que había comprado para ese día.
Decidí dejar de escuchar a mis amigos y amigas. Terminé la facultad, conseguí un trabajo que me gustaba, dejé la casa de mi familia y me mudé con mi mejor amiga. Algunos meses después me enteré de que un chico con el que había salido hace un tiempo comenzaba a convivir con la novia. Ese día escribí en mis redes sociales:
‘“No me molesta no cumplir mis sueños, me molesta que los cumplas vos”. Sentía que en el juego de la vida siempre me tocaba la tarjeta volver al inicio en vez del pozo ganador.
Hace una semana me encontré viajando en el mismo vagón de subte con uno de mis compañeros de unas noches de verano. Después de contarme de su reciente noviazgo me preguntó: “¿Vos cómo estás? ¿tu vida amorosa es como se ve en Instagram? ¿tan sola?”.
En la época del “Amar garpa” y “Más amor por favor” el sistema meritocrático y voluntarista encontró para la soltería explicaciones similares a las que da para la desocupación: falta de esfuerzo, predisposición, búsqueda, empeño o aptitudes. Una falla propia que podía ir desde falta de humor o paciencia hasta la belleza.
Después de años decidí dejar de postergar cosas por no tener una compañía sexoafectiva. Recorrí museos, planeé vacaciones e hice banderade ir al cine sola. El último tiempo entendí que en la espontaneidad de la cita a ciegas siempre pervive la imposición de andar en pareja. Esa rutina tiene tiempos rígidos y marcas pautadas: presentaciones reglamentarias por Whatsapp, edades y profesiones, bares de cerveza artesanal, chistes de política nacional y algunos besos que terminan -en mejor de los casos- en anécdotas que comparto la mañana siguiente con mis amigas.
También entendí que no alcanzaba con ser consciente y lograr, en base al “yo me quiero”, una superación personal. No, la simple consigna querete a vos misma en la tapa como un desodorante que no deja rastro no me hizo sentir más fuerte.
A las mujeres cis nos criaron en un sistema patriarcal que gira en torno al amor romántico. Que nos califica y clasifica. Bajo este paradigma el príncipe azul vendrá solo si logramos ser más flacas, más tetonas, más exitosas laboralmente, más eficientes en el hogar y menos demandantes de la libertad que es siempre ajena y nunca propia.
En un sistema de exigencias que jerarquiza los vínculos de pareja yo estaba fumando un cigarrillo electrónico del amor. ¿Cómo reivindicar un placer propio, pero no individual? Un placer que no sea masticable, finito, identificable. Aún no tengo una respuesta fija sino soluciones laxas que varían en torno a mis mejores amigas, mi gata y un centenar de libros feministas.
Por ahora, a la pirámide de vínculos hegemónicos le opongo la comunidad de afectos. Algo así como un sindicato del amor o un álbum de figuritas donde agrego todo lo que me hace bien. Una comunidad de afectos que forma una red, una telaraña flexible, que rompe la competencia y cambia la lógica del empleado del mes por un rizoma de vínculos afectivos, heterogéneos y desordenados.