Patricia Nieto.-
Una madrugada de 2009, el teléfono de emergencias de la Policía Metropolitana recibió un llamado que alertaba un fuerte olor a podrido en un edificio. Los cuerpos de dos mujeres adolescentes estaban empacados en cajas y bolsas dentro de un tacho de basura. Tres años después, Jaqueline y Elcy, las madres de las víctimas, se han hecho amigas, casi hermanas, por una misma pregunta: por qué la justicia colombiana no esclarece la muerte de sus hijas si los hechos son tan claros.
A la espera de los cuerpos de sus hijas, Jaqueline Patiño y Elcy Correa parecían gemelas. La tarde del 5 de marzo del 2009, pegadas de la malla que las separaba de la morgue, se sentían iguales: sus almas desgarradas, sus cuerpos queriéndose morir. Jaqueline contemplaba a Elcy y veía en ella su propia angustia; Elcy se aferraba a la mano fría de Jaqueline buscando fuerzas para resistir. Un momento después, Jaqueline volvía a sus tristes pensamientos y Elcy buscaba un poco de calor en el sol que ya empezaba a ocultarse.
Lo que esa tarde era dolor había comenzado cinco días antes como uno de esos malestares propios de las madres cuando presienten las tragedias. El 1 de marzo ambas supieron que sus hijas no regresaron a sus casas al amanecer del domingo después de una noche de fiesta. Entonces, las atacó una zozobra que creció con el paso de las horas y las tiró a las calles cuando ya era pánico. ¿Dónde está mi hija?, suplicaron como madres errantes por las calles de Medellín.
Por la fatiga acumulada en casi noventa horas sin dormir, que los médicos legistas no les entregaran los cadáveres esa tarde fue como si les cortaran la respiración. Y así, medio muertas, Jaqueline y Elcy se fueron a sus casas a llorar, a mascar la rabia, a sufrir, a recordar.
Jaqueline dio a luz a su tercera hija el miércoles 19 de junio de 1991 en la Unidad Intermedia de Salud del barrio Buenos Aires de Medellín. A los dos mayores -hijos del hombre con el que se casó en la iglesia de La Floresta- los había entregado a los abuelos paternos para que los criaran, relata ella. A Caterine -la prematura recién nacida que le trajo energía para recomenzar la vida- la llevó a La Finquita, envuelta en un pañuelo que servía de pañal.
Entre los hombres que intentaban convertir a La Finquita en barrio estaba Jesús Cano, el que amó a Jaqueline desde que la vio llegar a Enciso como si fuera una exiliada. Él, que la convirtió en su mujer y adoptó a la niña que estaba por nacer, le ofreció como hogar un rancho de tablas y piso de tierra en un lote que una vez despojado de sus árboles de mango se convirtió en tierra de invasores. La nueva familia -Jesús, Jaqueline y Caterine- se sumó al barrio que estaba por nacer a pocas cuadras de la iglesia Niño Jesús de Praga.
Después de un prolongado trabajo de parto que la dejó sin fuerzas, Elcy recibió a su hija por cesárea el 14 de agosto de 1991 en la clínica León XIII de Medellín. Hija del amor y de un embarazo feliz, dice Elcy, Cindy Lorena fue acunada por tíos y tías que habían crecido sin mamá en el barrio Santa Cruz. Las niñas -ya Elcy era madre de Verónica- dieron los primeros pasos lejos de sus padres, hombres que tardaron en reconocer en ellas a su descendencia.
Cinco años después, Elcy recobró las ganas de amar y se comprometió por tercera vez. Recogió sus escasos corotos -conseguidos con sus salarios de vendedora de juegos de azar- cargó con sus niñas y cruzó algunos barrios en la misma comuna nororiental donde nació. En Caicedo, Tres Esquinas, estableció su hogar, su rutina de ama de casa.
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Fragmentos de la historia es lo que hoy, dos años después de su encuentro en la morgue, viene a la voz de estas mujeres que no dejan de preguntar por qué la justicia no ha esclarecido las muertes de sus hijas si los hechos, según su parecer, son claros. Sus voces, al comienzo enérgicas, se deshacen en lamentos y cada tres frases hacen vivo el sufrimiento de sus niñas. Muerden un pañuelo para que cese el lagrimeo y se embelesan en esquelas, collares, labiales, espejos, hojas sueltas que conservan como testimonio de que sus hijas existieron.
Sobre el piso de un almacén donde trabaja en las tardes después de asear casas de familia, Elcy ha dispuesto los objetos que hablan de Lorena. En un cuaderno, con letras azules y fucsia, se extendió la niña en las funciones trigonométricas; y en otro de formato amplio, escribió los usos correctos de la Gy dela Jen castellano. Quería estudiar para no ser una mediocre, dice Elcy que le repetía su hija. Lorena no regresó al colegio Javiera Londoño después dela Navidadde 2008 y se matriculó en el horario nocturno de El Sufragio para aumentar sus horas de trabajo en una carpintería. Por lijar y barnizar muebles obtenía el dinero para su subsistencia pues a sus 17 años ya había plantado su vida lejos de la familia comandada por el padrastro.
La primera vez que Lorena salió de su casa no sabía todavía caminar ni hablar. Se fue en brazos de su tía Beatriz Correa quien la albergó una y otra vez cuando Elcy perdía el trabajo y la pobreza se metía hasta debajo de las camas, cuando Elcy conseguía empleos de sol a sol, cuando a Lorena la vida familiar resultaba insoportable. Solo dos días antes de su muerte, vencida por la falta de dinero, Lorena había almacenado sus corotos -cama, computador y muñecos- en la bodega de la carpintería y se disponía a pasar algunas noches en ese refugio -antes de volver quizá a casa de Beatriz- pero no alcanzó a ver ni un amanecer allí.
De entre pruebas de español, exámenes de ciencias, reflexiones poéticas, gargantillas de conchas y semillas y fotos en blanco en negro- la herencia de su hija- Elcy rescata la fotografía más reciente de Lorena: abraza una guitarra verde y mantiene los labios apretados como decidida a no cantar. Cabello lacio de corte irregular, pulsera de plata, jeans… Elcy recuerda que tenía un piercing en la lengua y un tatuaje justo donde empieza la cadera. “Tenía piernas largas y cuerpo fuerte”, dice la mamá y se hunde en el silencio. Tal vez quiere que el teléfono timbre otra vez o que una mujer quiera probarse un vestido para salir de la escena y recuperarse de este trance.
Un vestido largo, cereza, de hombros y espalda descubiertos es el único que Jaqueline no usa. Lo demás -camisitas sin manga, pantalones de franela, chaquetas, tenis, tacones, pulseras- lo conserva en su cajón y lo saca cada tanto para cubrirse y sentir que su hija la protege, le da algo de calor, le dice que no está sola. El vestido cereza permanece en una bolsa negra y gruesa para que no lo pudran los hongos antes de que lo usen otras en su vals. Caterine bailó con su padrastro y luego fue entregada de tío en primo hasta llegar Ramón y Johny, sus hermanitos menores que la pasearon por la sala como si esa, su quinceañera, fuera una princesa y el ranchito, un palacio.
Jaqueline observa una fotografía. “Así era ella”, dice. Caterine está boca abajo sobre un tapete azul: las piernas apenas levantadas dejan ver los tacones grises con banda de satín, un jean claro traza sus piernas menudas y una blusa rosa, escasa, cubre su torso apenas despegado del suelo para que la cara sonriera en todo su esplendor. “Así era ella” ha dicho Jaqueline, y la frase se completa por si sola frente a la evidencia: fresca, suave, tierna.
Es la fotografía de los 16 años. Cuando se la tomaron, Caterine ya era mamá y su hija, Valentina, llevaba los apellidos de los abuelos para “que quedara protegida”, dice Jesús, y Jaqueline asiente. No deben crecer niños sin papá, dice él que dejó a los suyos, los mayores, pero nunca los abandonó “moralmente hablando”, explica.
También lamenta, Jesús no haberle puesto freno a Caterine cuando, a los doce años, pasó su primera noche fuera de la casa. No lo hizo, se justifica, para no contrariar a su suegra que lo sacaba del juego por no ser el padre biológico de la niña. “Una niña necesita la autoridad de un padre y un niño, también”, adoctrina Jesús que en otra época fue agente de policía. Jaqueline lo interrumpe: “Yo no quería que ella fuera tan cohibida como yo, que viviera una juventud tan horrible como la mía; yo quería que gozara su libertad y no fue por eso que pasó lo que pasó”. Comprometidos como abuelos, Jesús y Jaqueline leen en Valentina que su hogar saldrá del dolor y de la pobreza. Caterine, dicen ellos, vela por su hijita desde el cielo y esa protección los alcanza a ellos pues son los únicos ángeles con los que cuenta Valentina en la tierra.
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Lorena y Caterine se conocieron el día de su muerte. Ningún relato sugiere que fueran amigas. Si mucho, especula alguien, se habrían visto alguna vez en Barbacoas a donde ambas acudían en busca de farra, de rumba desenfrenada: sin horarios, sin permisos, sin prohibiciones. A Barbacoas, calle de los travestis del Centro, también le dicen El Machete por el nombre de un bar que está ahí, a una cuadra dela Catedral Metropolitanade Medellín, y que desde hace décadas es el sitio de encuentro de homosexuales.
El 28 de febrero de 2009, Caterine salió de su casa a las 10 de la noche. Jaqueline recuerda verla prepararse aún antes de que Valentina se durmiera. Se vistió con sus jeans ceñidos, una camiseta azul -le parece- y unas botas reebok negras y moradas que estrenó sobre el cemento agreste de las escalas que dan acceso desde su casa, ya para entonces de adobe y baldosa, hasta las calles asfaltadas de Enciso. Corrió por callejoncitos retorcidos, venció aceras, pasó rosando con su olor a los muchachos que se apiñan en los rincones a beber cerveza y a fumar porros lejos de los ojos de la ley. Dicen que alcanzó un autobús con destinola Avenida Orientaly que, seguramente, de un salto cayó a Barbacoas, donde los amigos ya la extrañaban.
De Caterine se ha dicho que pasaba por El Machete los fines de semana. Allí se reunía con amigos que jamás le negaban una charla, un trago o un abrazo. Le gustaban los hombres y allí, en ese espacio de gays, hallaba a los que se desvanecían ante sus encantos de niña hecha mujer. De alguno de ellos, Caterine esperaba obtener solo protección pues a los 17 años estaba decidida a no saber más de eso que llaman amor. De tal certeza, sacaba el valor necesario para no herirse pese a caminar por el filo del puñal que son a veces las relaciones afectivas, pasionales, pasajeras.
Elcy vio a Lorena por última vez la tarde del 28 de febrero de 2009. Comieron arepa de queso y tomaron Milo en una cafetería vecina del Parque del Periodista, también en el Centro. Como cada vez que se encontraban, y más un día después de que Lorena almacenara sus cosas, construyeron castillos en el aire. Lorena guardaría casi todo su salario mientras pudiera dormir en la carpintería y Elcy escondería algo de sus escasos ingresos. Con los ahorros, comprarían ladrillos y cemento y levantarían una casa en el lote que el papá de Elcy le dejó como herencia en Santa Cruz. La casa sería pequeña: una habitación para dos personas -Elcy y Karen, su hija menor- cocina y baño en el primer piso; y una buhardilla donde Lorena crearía, por fin, su hogar.
Según se sabe, Lorena llegó a Barbacoas a eso de las 10 de la noche. Pasó las horas celebrando su vida de mujer joven, lesbiana, hermosa, inteligente, en busca de fuerzas para mostrarse en todas partes según su naturaleza. Para entonces, Barbacoas era el territorio de su libertad, en él se desplazaba ligera de recriminaciones y de allí esperaba beber la seguridad para encarar el mundo. Fuera de Barbacoas o lejos de sus amigas, el mundo se le adelgazaba hasta convertirse en una cuerda floja que no le ofrecía salvavidas.
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Sin ver los rostros ni besar las manos de sus hijas muertas, Jaqueline y Elcy las dejaron en el cementerio San Pedro después de funerales cortos. Se fueron a sus casas a levantar los calvarios para emprender el novenario y así acompañar las almas de sus hijas en su tránsito a la vida eterna. Y, también, a tratar de recordar de uno en uno los momentos de una semana de dolor y sin tiempo. Sólo ahora, dos años después, y con la ayuda de algunos documentos es posible reconstruir una cronología aproximada de los hechos:
Sábado 28 de febrero. Lorena y Caterine- cada una según su camino- llegaron a la calle Barbacoas en busca de un rato de felicidad.
Domingo 1 de marzo. Antes de las dos de la mañana, Lorena, Caterine, otra amiga y Sergio Hurtado tomaron un taxi rumbo a la parte alta del barrio Boston. La amiga, quien reconstruyó esta escena, se despidió de los tres pasajeros y se quedó un poco antes del destino final. A la casa de Sergio, un pequeño apartamento en el segundo piso de un edificio vecino del viejo colegio San José dela Salle, llegaron más de diez mujeres con nombres corrientes como decir: Natalia, Juliana o Sandra. Casi a las tres de la mañana, Lorena habló por teléfono con su mejor amiga y le dijo que en unos minutos saldría para la carpintería.
Domingo 1 de marzo. Jaqueline y Elcy llamaron a sus hijas por teléfono celular y ninguna respondió. Fue un día de espera y algo de angustia.
Lunes 2 de marzo. Elcy buscó al dueño de la carpintería y él le contó que la niña no había llegado aún. Jaqueline llamó de nuevo al teléfono celular de Caterine pero estaba fuera de servicio. Elcy llamó a Sergio Hurtado, el amigo con el que según averiguó se fue Lorena la madrugada del domingo. Él le dijo que ella había salido de su casa como a las tres de la mañana y le prometió llamar a otras amigas para indagarles por Lorena. La angustia se convirtió en desesperación.
Martes 3 de marzo. Jaqueline se acercó a las autoridades y denunció la desaparición de su hija, tal y como se lo aconsejó Jesús que ese día amaneció con los nervios de punta. Elcy buscó al papá de Lorena y llamó a la casa de Sergio más de diez veces pero nadie respondió.
Miércoles 4 de marzo. La desesperación de Elcy ya era pánico. Salió de su casa con una fotografía de Lorena en la mano. Sin peinarse y mal vestida llegó a la carpintería. El dueño, un viejo amigo, le propuso ir a la casa de Sergio Hurtado para preguntarle personalmente por Lorena.
Un poco antes de las 11 de la mañana, a punto de llegar, el carpintero advirtió que un tumulto, en el que sobresalían varios policías, estaba en el edificio de Sergio. Elcy, a punto de tirarse del carro, llamó la atención de un agente. El hombre se acercó y ella, mostrándole la foto, le dijo que estaba buscando a su hija. El agente se llevó las manos a la cabeza. Elcy comprendió el mensaje y se sentó en la acera a llorar, a maldecir.
En minutos llegaron muchas amigas de Lorena que Elcy no conocía. Un poco más tarde, los agentes les preguntaron si alguien más del grupo de Barbacoas, por ejemplo, estaba desaparecido. Habían encontrado otro cuerpo. En la tarde un grupo de agentes visitó a Jaqueline en su casa de La Finquita para decirle que habían encontrado muerta a su hija.
Jueves 5 de marzo. La ciudad se enteró, por la radio y los periódicos, que dos menores de edad desparecidas desde el fin de semana anterior habían sido encontradas muertas en el barrio Boston. Sus cuerpos, desmembrados, estaban empacados en dos canecas dispuestas en un balcón y en varias cajas y bolsas negras guardadas en los armarios del apartamento donde residían Sergio Hurtado, su padre y uno de sus hermanos. En la madrugada del día anterior, el teléfono de emergencia dela Policía Metropolitana recibió una llamada que alertaba sobre un olor fétido en un edificio. Una vez en el lugar, los agentes llamaron a la puerta pero no los atendieron. Desde afuera vieron como un hombre los miraba desde el interior mientras que otro se escapaba por la ventana. Entonces ingresaron por la fuerza y comenzaron el operativo.
Viernes 6 de marzo: Jaqueline y Elcy enterraron a sus hijas en el cementerio San Pedro. Allí las dejaron sin haber visto sus cuerpos, sin haberlas abrazado como última señal de afecto.
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A la espera de que la Fiscalía 9 seccional, Unidad de Homicidios, avance en las indagaciones Elcy y Jaqueline se han hecho amigas, casi hermanas. Aunque nunca se visitan y pocas veces se ven, piensan la una en la otra todos los días. El dolor de Elcy es la angustia de Jaqueline, y la necesidad de Jaqueline no deja dormir a Elcy. Será esa solidaridad tan básica, lo único edificante de esta historia porque lo demás es tristeza y desconcierto.
Lorena y Caterine estarían hoy en sus veinte años. ¿Cómo sería mi hija ya con veinte años? Se pregunta cada una pero la respuesta no alcanza a llegar antes que la idea del sufrimiento que les fue infringido en sus últimos momentos y aún después de muertas se haga presente. Entonces el llanto es otra vez incontrolable y éste da pie a la pregunta por la justicia. ¿Qué tenemos que hacer, dice Elcy, para que el fiscal recuerde que tiene el deber de investigar los asesinatos atroces de dos niñas que empezaban a vivir?
La última diligencia encargada por el fiscal a un investigador tiene fecha del 21 de abril de 2009. Desde entoncesla Fiscalía ha informado, cada vez que se le pregunta, que el caso sigue vigente, activo y en indagación. Y aclara, cuando rompe un poco el hermetismo frente a delegados de las organizaciones de mujeres, que en tanto no se determine la causa de la muerte de Lorena y Caterine no será posible avanzar en la investigación. Medicina Legal ha dicho que no murieron por sobredosis de alcohol o de drogas, pero no pudo establecer las causas de las muertes mediante procedimientos científicos.
Frente a explicaciones de este tipo, quizá ajustadas al derecho pero que no beben en las necesidades del alma humana, se fortalecen otras voces: “Es que si me dicen quién fue y dónde está ese asesino, yo lo mato y me voy orgulloso para Bellavista, a pagarlo”, se oye decir en los barrios donde crecieron Lorena y Caterine; allí donde las quisieron porque fueron las niñas de la cuadra, primero; y, después, frutos en flor que no nacieron para morir así.
Jaqueline y Elcy no han perdonado, como suelen hacerlo tantas madres ofendidas en Colombia. Tal vez sientan que lo pueden intentar cuando se haga justicia, es decir cuando el Estado condene y castigue al asesino. Por ahora solo pueden sentirse como madres huérfanas de sus hijas que solo encuentran un poco de paz cuando se escuchan la una a la otra, esa otra que sabe perfectamente a qué sabe su dolor.
Patricia Nieto Nieto. Doctora en Comunicación de la Universidad Nacionalde La Plata– Argentina; Comunicadora – Periodista y Magister en Ciencia Política de la Universidadde Antioquia; y Especialista en Literatura Latinoamericana de la Universidadde Medellín. Ha sido galardonada con el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolivar en 1996, el Premio Latinoamericano de Periodismo José Martí en 1992 y el Premio Nacional de Cultura en 2008. Se ha desempeñado como Redactora en el Periódico El Mundo y la Revista La Hoja; Corresponsal en la Revista Cambio 16; Colaboradora en las Revistas Semana, Cromos y Soho; y el periódico El Espectador. En la actualidad es Editora general del sistema informativo De la Urbe dela Universidad de Antioquia, institución donde también se desempeña como docente e investigadora.
Crónicas de Mujeres Encontrar valor para continuar viviendo
Producción: Corporación Vamos Mujer
Coordinación General: Sandra Valoyes Villa
Revisión de Textos: Patricia Nieto Nieto
Ilustraciones: Lina Rada Betancur
Auspicia: Cordaid
2011
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