La saga de Antonio Gil, construida a retazos por la cultura popular, cuenta que murió el 8 de enero de 1871 a cuatro leguas de Mercedes, Corrientes. Sus verdugos fueron un grupo de policías que lo debían trasladar a los tribunales de Goya, pero que decidieron ejecutarlo en el camino. A Gil se lo acusaba de desertor y matrero, pero en el fondo su delito era otro: los peones y campesinos de la zona lo conocían como a un justiciero que protegía al débil, aliviaba al enfermo y vengaba a los humillados. Sus enemigos lo consideraban un temible expropiador y un curandero capaz de enamorar o paralizar con la mirada.
El relato sobre su muerte repite que lo colgaron de los pies y lo degollaron con su propio cuchillo. Si la historia hubiese sido actual, tendría dos finales posibles. Con suerte, engrosaría la lista de víctimas del gatillo fácil. Sin ella, sería señalado como responsable de aumentar la inseguridad: un delincuente más abatido durante un intento de fuga.
Antonio Gil nació en un tiempo en el que los peones rurales que escapaban de la ley, los gauchos alzados, eran símbolos de resistencia contra la injusticia y representaban los sueños de libertad de muchos. El asesinato no hizo más que transportar la leyenda a otro plano. Mezcla de culto guaraní y católico, su imagen se erigió como la de un santo hacedor de favores.
La leyenda sostiene que las últimas palabras de Antonio Gil fueron la base de su primer milagro. “Vos me estás por degollar-le dijo a su verdugo- pero cuando llegues esta noche a Mercedes te van a informar que tu hijo se está muriendo de mala enfermedad. Como vas a derramar sangre inocente, invocame para que se cure, porque la sangre del inocente suele servir para hacer milagros”.
La figura no dejó de crecer hasta convertirlo en un santo popular que no necesita ser reconocido por ninguna iglesia.
Cada 8 de enero, los velorios frente al árbol donde fue degollado se convirtieron en un centro de reunión de sus seguidores. En las últimas décadas los altares y los fieles se multiplicaron en todo el país, de la mano de los viajeros y de la inmigración del Litoral. Hoy es un boom: los fieles que se dan cita para homenajearlo promediaron las 200.000 personas tan sólo en Mercedes. Es que a cada favor recibido por el Gaucho corresponde cumplir una promesa. Muchos de los devotos como agradecimiento prometen ir a bailar chamamé o compartir un asado y un vino frente a su tumba. Otros se proponen realizar actos solidarios en honor al Gaucho, como forma de emular sus prácticas.
Al Gauchito se lo invoca por cuestiones de salud, trabajo, necesidades materiales o para tener fuerza de voluntad y protección en momentos difíciles. A diferencia de los santos de la iglesia oficial, a él se puede recurrir por aspectos considerados superficiales o incluso pecaminosos para los mandatos eclesiásticos. Algunos de sus devotos, sin embargo, alertan sobre pedirle ayuda en las cuestiones de amor. “Es que él- apuntan -era de andar siempre solo”. Los viajeros y los ladrones también suelen ponerse bajo su protección. Se dice que los primeros lo invocan porque Gil mismo era un eterno nómade. Entre los segundos, hay quienes opinan que Antonio –que robaba a los ricos y repartía entre los pobres-también era de ese gremio. Otros piensan distinto: “El Gauchito –suelen decir- no le pide el currículum a nadie para protegerlo o hacerle un favor”.
Con los años y las crisis recurrentes, dejó de ser patrimonio de los nacidos en la zona de Corrientes y de la población carcelaria para convertirse en culto de miles de personas en todo el país. Algunas de la razones de ese crecimiento se explican en el libro “Símbolos y Fetiches religiosos en la construcción de la identidad popular”, coordinado por Ruben Dri. Allí, el teólogo escribe que, a través de los santos populares, “la imaginación popular crea, dibuja, proyecta un espacio utópico que le permita vivir, que le de fuerzas para soportar las pesadas contradicciones de la vida” .
Si el del Gauchito fue construido por esa imaginación popular, los materiales de los que está hecho son los que sus seguidores tienen a mano. Los ejemplos son miles. En Florencio Varela vivió un hombre llamado Juan Carlos, un devoto que quizás resuma como nadie el espíritu del gaucho.
Hijo de una familia de vendedores ambulantes, Juan Carlos solía contar que un día soñó con Antonio Gil, y que al despertar hizo una estatua con papel mashé. Alrededor de su altar construyó un comedor popular. Lo hizo con las cosas que juntaba en el barrio: cada uno ponía un poco de lo que tenía, que a veces era nada. Cuando eso no alcanzó, se hizo piquetero.
Como muchos seguidores de Gil, Juan Carlos decía que el Gauchito ayudaba a quienes peleaban por conseguir lo que querían. En el fondo, sabía lo que Fernando Pessoa escribió hace mucho: que la fe es una intuición de la acción.