Dos casos ganaron la tapa de los diarios esta semana. El primero tuvo lugar en el barrio Quinto, en la ciudad de Luján, donde un grupo de vecinos atacó a piedrazos y quemó una vivienda para luego deportar al grupo familiar de aquel barrio. Uno de sus integrantes había sido apuntado por los vecinos como “rata”, alguien que robaba en la zona. Cuentan los vecinos que se habían cansado de llamar a la policía, que las denuncias a la justicia nunca prosperaron y que por eso mismo decidieron tomar cartas en el asunto.
El segundo hecho es un caso de justicia por mano propia: Jorge Ríos, un vecino de 70 años de la ciudad de Quilmes, ejecutó a uno de las cinco personas que habían irrumpido a mitad de la noche en su casa a robarle. Las imágenes son elocuentes: hasta donde vemos el joven estaba tirado en el piso cuando se acerca el anciano y, según parece, lo ejecuta. El fiscal tendrá que investigar qué pasó, por el momento basta decir que los peritos criminales encontraron una vaina al lado del cuerpo del joven.
No son casos aislados. Casi todas las semanas leemos en el diario noticias semejantes. El auge de la venganza privada nos está hablando de la crisis del sistema judicial: la incapacidad para agregarle certidumbre a la vida de los ciudadanos. La crisis es grave y no puede remarse con declaraciones a la altura de los fantasmas que asedian a los vecinos alertas. La demagogia política le agrega nuevas dificultades a la vida cotidiana. Lejos de abrir ámbitos de debate, exaspera a la opinión pública, parte en dos a las audiencias.
Vaya por caso las declaraciones que Sergio Berni vertió ayer en Twitter: “El uso de la legítima defensa tiene ciertos parámetros que se tendrían que contemplar en el caso del señor Ríos de Quilmes: pusieron en riesgo su vida y actuó en una situación extrema”.
No se trata de una declaración aislada, sino de una declaración que llega después de otras declaraciones, que hay que leerlas al lado de otras declaraciones similares del ministro. No es el momento de repasarlas, apelamos a la memoria del lector. Sólo decir que nos parecen muy preocupantes porque las palabras no fueron expresadas por un ciudadano común y corriente sino por el mismísimo ministro de seguridad de la provincia de Buenos Aires.
Imposible, además, no vincular las declaraciones a las palabras que utilizó alguna vez la ex ministra de seguridad de la Nación, Patricia Bullirch, para amparar las acciones del policía Chocobar o las del carnicero que embistió con su camioneta a una moto donde iban supuestamente dos personas que acababan de robarle o al médico que ejecutó a otro ladrón en la puerta de su casa. No es casual que Bullrich haya salido también ayer a defender abiertamente al señor Ríos: “Si a la gente no la protege el Estado, se protege sola, no hay otra”. “Jorge es un jubilado que vive solo, que le entraron a su casa tres veces en la misma noche e intentaron matarlo y se defendió. Es una legítima defensa total”.
El Estado tiene el monopolio legítimo de la fuerza letal y no letal, una fuerza ajustada a una forma, que debe guardar criterios de legalidad, proporcionalidad y racionalidad, y estar adecuada a determinados estándares internacionales de derechos humanos. Una violencia que el Estado confisca y traduce en justicia. Una administración que tendría como finalidad detener la violencia y agregarle previsibilidad a la vida cotidiana, evitando que la violencia escale hacia los extremos. Cuando eso no sucede el Estado puede perder el monopolio de la violencia. Eso se verifica en los castigos anticipados que ejerce la policía a través de los hostigamientos y, sobre todo, con las ejecuciones extrajudiciales. Lo hemos visto también en las últimas semanas y no solo en la provincia de Buenos Aires. Pero también lo verificamos en el auge de los linchamientos y tentativas de linchamientos, en los incendios intencionados de viviendas, en los escraches y los casos de justicia por mano propia. La brutalidad policial corre en paralelo a la bestialidad vecinal. Como le escuchamos decir alguna vez a uno de los vecinos enardecidos: “si no hay gatillo policial hay linchamiento vecinal”. Corta la bocha.
De modo que las frases del ministro son muy polémicas, generan más de un malentendido y nos devuelven a la premodernidad, cuando el Estado fallido alentaba a que los súbditos a tomar las cosas en sus propias manos. Vale la pena recordar las palabras de John Locke, en el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, escrito en 1690 donde sostenía: “Quien intenta poner a otro hombre bajo su poder absoluto se pone a sí mismo en una situación de guerra con él; pues esa intención ha de interpretarse como una declaración o señal del que quiere atentar contra su vida. (…) Eso hace que sea legal el que un hombre mate a un ladrón que no le ha hecho el menor daño ni ha declarado su intención de atentar contra su vida, y se ha limitado, haciendo uso de la fuerza, a tenerlo en su poder arrebatando a ese hombre su dinero o cualquier otra cosa que se le antoje. Pues cuando alguien hace uso de la fuerza para tenerme bajo su poder, ese alguien, diga lo que diga, no logrará convencerme de que una vez que me ha quitado la libertad, no me quitará también todo lo demás cuando me tenga en su poder. Y, por consiguiente, es legal que yo lo trate como a persona que ha declarado hallarse en un estado de guerra contra mí; es decir, que me está permitido matarlo si puedo, pues ése es el riesgo al que se expone con justicia quien introduce un estado de guerra y es en ella el agresor.”
Las palabras de un funcionario no son frases meramente declarativas sino realizativas. Berni hace cosas con palabras y sus declaraciones pueden producir efectos de realidad, no van a caer en saco roto, no se las llevará el viento. Quiero decir: no son palabras inocentes, masajean un imaginario autoritario que activa pasiones punitivas, ostentosas y emotivas. No abren un espacio de discusión sino que lo clausuran cuando interpela aquellas regiones profundas de la sociedad, esa cloaca vecinal que se dedica a glosar las noticias en los portales de noticias, o suelen usarse como separadores radiales para practicar los habituales ejercicios de indignación diaria.
La crisis policial está vinculada a la crisis de justicia. Si la justicia no juzga, no podrá detenerse la violencia, que tenderá a escalar hacia los extremos. La venganza privada y la violencia policial se caracterizan porque no tienen la capacidad de detener la violencia. Es una violencia mimética, una violencia que genera violencia.
Conviene, entonces, no subestimar las declaraciones de los funcionarios, sus palabras tienen peso propio. Son declaraciones tributarias de la imbecilidad masticada por el periodismo televisivo que agita la furia de la vecinocracia, otro guiñe a los posteadores anónimos y seriales que se dedican a descalificar las notas de todos aquellos que cuestionamos ese sentido común y una aprobación de las formas de justicia vecinal y policial que, lejos de resolver los conflictos, recrea las condiciones para sentirnos cada vez más inseguros.