Por Maximiliano Manzoni
Ilustraciones: Robert Báez & Sofía Amarilla
Un video mudo en blanco y negro. En medio de la noche, dos militares arrastran, golpean y empujan a seis jóvenes a la carrocería de una camioneta sin identificación. El vehículo arranca y avanza hacia destino desconocido. Parece la descripción de otra época. Pero ocurrió el 17 de julio de 2020, a las 1:48 de la mañana en Ciudad del Este, Paraguay.
Pasó después de lo que se reportó como un tiroteo a medianoche entre marinos de la armada y supuestos contrabandistas en el río Paraná, cerca de la zona de la triple frontera con Brasil y Argentina. Durante quince minutos, militares dispararon con automáticas y no le dieron a nadie. En cambio, el suboficial Marco Agüero murió de un disparo en la cabeza.
Cuando terminó la balacera, los militares subieron a las villas ribereñas y empezaron a romper puertas de casas y agarrar a quien estuviera en la calle. Treinta marinos, al mando del capitán Walter Díaz, secuestraron y torturaron a 35 personas, entre ellas 6 adolescentes y 3 mujeres trans.
La Fiscalía y la Policía se enteraron de las detenciones 8 horas después. Las víctimas estuvieron 12 horas incomunicadas en la Base Naval de Ciudad del Este antes que pudieran hablar con un familiar o abogado.
Las detenciones, las torturas, las pruebas de parafina sin la presencia de la Fiscalía todo fue ilegal.
A Hugo Arsenio González lo sacaron de su casa. Dijo que los militares le derramaron agua caliente y alcohol en la cabeza. Luego lo llevaron al baño y, entre cuatro, comenzaron a golpearlo. “Se rompió mi vena adentro con el golpe, explotó”. Casi muere en la patrullera. “En el hospital me salvaron la vida”, relató a una radio local.
Fernando, un adolescente, dijo que les daban golpes con cachiporra en la espalda mientras estaban con el cuerpo al suelo. Otra víctima contó: “Nos pusieron hule, nos hacían atajar la respiración, me pegaban por mi cara”.
A Cris, Sadis y R, las mujeres trans, más de una decena de militares entraron a su casa a medianoche tirando la puerta de una patada, contaron a Juliana Quintana de Agencia Presentes. «Nos sacaron del cabello, a las tres. Nos metieron a una camioneta, como perros o bolsas de basura, y nos llevaron a la base naval. Ahí comenzó nuestro calvario», dijo Sadis López y recuerda que las trasladaron encubiertas en mercadería.
Las obligaban a hacer flexiones mientras apuntaban con fusiles a sus genitales. «Apenas podíamos respirar. Nos torturaban, nos pegaban con cachiporra, con palo, con sogas gruesas con las que se atan barcos. Nos decían que nos iban a hacer hombres a la fuerza», contó Sadis.
Los militares también le rompieron la boca a una niña de 2 años con la culata de un arma cuando estaba en los brazos de su padre, que fue detenido. A Carlos Antonio López, de 69 años, le pegaron un culatazo en la cabeza. Todes usaron la misma palabra para describir lo que sucedió: tortura.
Al día siguiente, tres adolescentes, de 15, 16, y 17 años mostraban sus espaldas con hematomas violetas a la cámara de un celular mientras la mujer que los grababa decía: “¿esto es el Estado de Derecho?”
“El precio de la paz”
Una sombra se extiende sobre la democracia paraguaya, la impunidad. Con niños y adolescentes muertos y hacinados en cárceles, masacres a campesinos asesinados sin investigar y un militante baleado por la policía en la sede del principal partido de oposición, todo sin resolverse.
El gobierno paraguayo no le dice ni al Comité contra la Tortura de la ONU cuantos casos de torturas cometidas por sus funcionarios registra. Lo que sabemos es que entre 2013 y 2016, la Fiscalía de Derechos Humanos, que está encargada de investigar desapariciones, maltrato, tortura, persecución, espionaje o ejecuciones sumarias por parte de funcionarios públicos recibió 873 causas contra agentes estatales. No hay datos diferenciados de las causas y ninguna denuncia tuvo sentencia.
Durante la dictadura de Alfredo Stroessner, una de las más largas de Sudamérica, el contrabando era “el precio de la paz” que contentaba a los militares con el régimen. El golpe de Estado de 1989 cambió poco la situación. Después de todo, lo dieron los mismos generales que fueron parte de la dictadura, incluyendo al consuegro de Stroessner y primer presidente democrático, Andrés Rodríguez y al general Lino Oviedo, que intentó un nuevo golpe de Estado en 1996, fue acusado de ser quién planificó el asesinato de un vicepresidente en 1999, se escondió en Argentina y Brasil vistiéndose de mujer y terminó muriendo en un accidente en helicóptero en 2013 antes de convertirse en un meme otaku por traer a la voz de Gokú a las convenciones de anime en la sede de su partido.
Con el ocaso de Lino Oviedo, los militares se retiraron de la política paraguaya pero siguieron muy pegados al tráfico de frontera. Cinco días después de las torturas, el comandante de la Armada Paraguaya, Carlos Velázquez – hermano del vicepresidente – dijo ante el Congreso que ellos sabían la ubicación de todos los puertos clandestinos que pasan mercadería de contrabando en lanchas desde o hacia Brasil, pero que “no podían eliminarlos porque son utilizados por los lugareños”, que a su vez acusan a los marinos de cobrar un peaje a cambio de permitir el tránsito en la zona. Velázquez también pidió más presupuesto. En 2020, Paraguay invierte más en militares que en todas las universidades públicas juntas.
Cuando Dante Leguizamón, comisionado del Mecanismo Nacional de Prevención de Tortura (MNP), llegó para hablar con las víctimas, se encontró con el trauma fresco en la memoria y en los cuerpos. “Algunos no pueden todavía moverse” dice Leguizamón. La médica forense a cargo de inspeccionarlos encontraba una y otra vez quemaduras en forma de dos puntos, como la mordida de un vampiro. Eran la marcas de picana eléctrica.
Un día después de las torturas, hubo un nuevo tiroteo cerca del barrio. Las familias salieron en medio de la noche a juntarse en un pasillo para protegerse del miedo. El informe del MNP se publicará en dos semanas, pero Leguizamón adelanta que lo primero que recomendarán es un seguimiento y apoyo psicológico a la comunidad.
El capitán Walter Díaz fue relevado del cargo luego de la muerte del suboficial. De las 35 personas secuestradas y torturadas, la Fiscalía imputó a 25 por violar la cuarentena, aunque hayan sido arrancadas de sus casas. Entre las personas imputadas están dos de las mujeres trans. Otras dos personas fueron imputadas por el homicidio del suboficial antes de que se sepa si habían disparado algún arma esa noche. En sus lanchas, los militares buscaban las supuestas mercaderías de contrabando: encontraron bolsas de basura.
Hasta el 24 de julio de 2020, no existe ni un solo militar imputado por torturar.