Ni D10S, ni demonio: humano

Por la superposición de capas de significaciones individuales y colectivas que se proyectan sobre el fenómeno Maradona, caer en el endiosamiento o la demonización no hace más que contribuir a la confusión general, analiza Ricardo Vallarino. Más interesantes que las disputas sobre los méritos de su persona son las estructuras sociales que distribuyen esos reconocimientos. Si lloramos al “dios” del fútbol, veamos los mecanismos de su iglesia y los estrechos límites de sus posibilidades.

Ni D10S, ni demonio: humano

Por Ricardo Vallarino
28/11/2020

Los obituarios son ocasiones típicas para estabilizar el sentido de una vida. La de Maradona, además, cobra dimensiones sociales y una escala planetaria. Por la excelencia de su arte –que quede claro, comparable a la de Nijinski o a la de Nadia Comaneci- el significado de su vida se vuelve contencioso. En medio de la marea feminista, la devoción maradoniana está siendo cuestionada por la contradicción de su vida. Escaramuzas por redes y medios de comunicación surgen cual remolinos momentáneos, aunque insistentes, en un torrente de lamento popular. 

Maradona solo no ha sido un feminista ejemplar, sino que es difícil negar que ha estado exento de machismo (y de otros defectos idiosincráticos elevados a expresión del ser nacional).  Pero no hubiera sido lo que es ni despertado lo que despierta sin su talento y sus logros deportivos; y aunque el hecho no lo exculpe de faltas graves o menores, nunca fue ni pretendió ser representante ni ejemplo de conducta. Dejemos por lo tanto que sus devotxs de todas las identidades sexuales, raciales y extracciones sociales lo lloren, puesto que no lo lloran por feminista ni tergiversando ninguna verdad. 

Cabe aclarar que, de la lista de ofensores a las mujeres, Maradona está lejos de ser de los primeros en la historia reciente de nuestro país, tanto a derecha como a izquierda. Además del hecho de que no podemos hablar por las damnificadas, quizás debamos aprender a que la gente se equivoca, a convivir con las contradicciones, a dejar respirar a las personas sobre el corset de absoluto y sin necesidad de salir a validar nuestras credenciales de buen o mal activista. De todos modos, la historia nos juzgará a todxs.

Se lo llama “embajador de los pobres” por su origen en Fiorito y su sensibilidad popular; anticolonialista por haber también superado de manera tanto noble como tramposa a la selección inglesa y por haberse codeado con personajes como Fidel Castro o Qadafi. Al mismo tiempo, también se lo puede señalar como el elegido, ayudado por su descomunal talento, por el azar y el imaginario capitalista para dar continuidad a las ilusiones típicas del éxito de un héroe de orígenes pobres: a falta de garantías de progreso en la ciencia, en el trabajo, en la política, cualquier hijo de vecinos pobre puede dar el batacazo en el fútbol. Maradona sería esta evidencia empírica repetida como única moneda para la perpetuación del mito del exitismo. El éxito de uno es la ilusión de millones, y el goce erótico de tantos varones heterosexuales apasionados por el fútbol es la opresión de tantas otras identidades. Todo esto es cierto sobre Maradona, y sin embargo no hay ninguna contradicción lógica. Ponerse de un lado u otro es un ejercicio fútil que no desemboca en otra cosa que la catarsis o la confirmación de la propia identidad.

Lo interesante del fenómeno Maradona no son tanto las disputas sobre los méritos de su persona sino las estructuras sociales que distribuyen esos reconocimientos. Si lloramos al “dios” del fútbol, veamos los mecanismos de su iglesia y los estrechos límites de sus posibilidades.  Esa estructura hace imposible que hoy ese reconocimiento (ese amor, esa devoción) recaiga sobre una mujer futbolista, sobre cualquier deportista trans, sobre cualquier varón que no se visibilice como otra cosa que heterosexual cis.

El fútbol es al mismo tiempo el lugar por excelencia de reconocimiento social, el emblema de la masculinidad, de unanimismo nacional. De la escasa galería de millonarios que tenemos en nuestro país, los más visibles son futbolistas. Las mujeres más reconocidas en el medio, “botineras” como mucho. Si se juzga por el estado de las instituciones futbolísticas las mujeres no son bienvenidas, y ni las personas trans, ni los varones gays existen. No es la psiquiatría del siglo XIX ni la industria cinematográfica de los años ’40 sino el estado actual del deporte más popular en un país que gusta de autodenominarse “vanguardia en derechos humanos”.

Para entender el fenómeno Maradona, caer en el endiosamiento o la demonización no hace más que contribuir a la confusión general, tanto más peligrosa por desatadas las pasiones y tanto más complejo por la superposición de capas de significaciones individuales y colectivas que se proyectan sobre él. El criterio del juicio absoluto no sólo no colabora, sino que como principio político y cultural nos ha llevado a extremos trágicos. Por un lado, encarna esencias culturales y nacionales que dan valor a expensas del apotegma: apátridas, traidores a la patria y al pueblo. Por otro, colabora a que movimientos emancipadores se constituyan en iglesias rígidas y homogéneas, como nos enseñó el siglo pasado. El feminismo y su componente LGBTIQNB+ no está exento de estos peligros. Para evitarlo sería bueno atender a que, si es inevitable erigir altares, que estos por lo menos sean efímeros, profanos, imperfectos. 

Maradona, Dios y el anticristo son nombres para la pureza conceptual tanto del lado del bien como del mal, de lo recto y de los desviado, del “nosotres” y del “elles”. El lenguaje inclusivo no nos previene de ese peligro, la causa feminista tampoco. Renunciar al juicio absoluto no implica abdicar de la aspiración de la justicia ni del sueño del mundo antipatriarcal.  Aunque estemos todavía lejos de ese sueño, la crecida de la marea se siente, y acaso sea pertinente ir preguntándonos algo central en el ejercicio del poder a medida que la vastedad y la variedad del abuso patriarcal se hunde en aguas verdes: ¿seremos capaces de perdonar?

Ricardo Vallarino
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