Semana.-
Los carteles están desangrando a México. Y Monterrey es el epicentro de la batalla: mientras políticos, activistas y víctimas hacen todo para ahuyentar a los narcos, estos siguen masacrando.
“Alto ahí”, gritó el municipal, desenfundando su pistola. “¡Dese la vuelta! ¡Contra la pared!”, rugió y avanzó con cautela. El policía que vigilaba el Casino Royale, en Monterrey, apuntaba con su arma al enviado especial de SEMANA. Ocho meses atrás, el 25 de agosto de 2011, unos sicarios se habían tomado el edificio, hoy ruinoso y ennegrecido. Llegaron gritando y disparando, cercaron el lugar, regaron gasolina y prendieron fuego. Murieron 52 personas. Desde entonces, un par de jóvenes agentes vigilan temerosos los restos del casino… y Monterrey, hasta hoy, está de luto.
“A veces vienen e intentan entrar”, explicó más tarde el policía. El área metropolitana de Monterrey es la tercera más grande de México y el eje industrial del país. Multinacionales como Cemex y Femsa operan allí y crean más empleos, atraen más inversión y exportan más que cualquier otra región. Pero, como sus policías, Monterrey entera hoy se siente amenazada. La guerra entre Los Zetas, el cartel del Golfo y el de Sinaloa -tres poderosas organizaciones criminales- se acerca al corazón de la ciudad. Decenas de negocios han cerrado, miles de habitantes han huido y quienes deben quedarse viven en pánico. El domingo pasado, en Cadereyta, a solo 37 kilómetros, tuvo lugar la más reciente atrocidad: los cuerpos mutilados de 49 personas fueron arrojados al borde de una carretera. Cuando la Policía llegó, encontró bolsas de plástico y, en su interior, solo el torso y parte de las extremidades de las víctimas.
SEMANA viajó a esta enorme metrópoli, cuya área urbana abarca nueve municipios y se riega sobre un caluroso y árido valle entre la Sierra Madre y el Cerro del Topo Chico, en el noreste de México. Recorrió sus distritos: los más ricos, los más deprimidos y los más comerciales, todos con algo en común: el desespero ante la creciente inseguridad. En los muros del Barrio Antiguo abundan las marcas de bala y los grafitis que ilustran la violencia. Monterrey rompió con el mito de que la guerra contra el narcotráfico era un fenómeno que no llegaba a las grandes urbes. Aquí todos hablan de una ciudad que lucha para que el ‘narco’ no la devore.
Monterrey está en el estado de Nuevo León y este, por su geografía, se ha convertido en una ruta de tráfico de ilegales y droga. A comienzos de la década pasada, el fin de más de 70 años de gobierno único del PRI significó el inicio de lo que los mexicanos llaman ‘el desmadre’. Los carteles, antes controlados por agentes del gobierno, empezaron a disputarse las lucrativas rutas ilegales. Se concentraron en Tamaulipas, un estado que colinda con Estados Unidos y por el que pasa 70 por ciento del comercio terrestre mexicano. Pero luego, obedeciendo al llamado ‘efecto cucaracha’ (“atacándolas no las eliminas, sino que las llevas a otras partes”), empezaron a esparcirse en estados vecinos como Nuevo León.
En su capital, periodistas, académicos y autoridades coinciden en esta versión de la historia. Así mismo están de acuerdo con que Monterrey, otrora un oasis de riqueza y prosperidad, empezó a conocer la violencia en 2010. Los Zetas rompieron con el cartel del Golfo. “Comenzaron las vendettas y los ajustes de cuentas”, dijo a SEMANA en su despacho Jorge Domene, vocero de seguridad de Nuevo León. “Y luego llegó el narcomenudeo”. Tras los atentados contra las Torres Gemelas, la frontera gringa se había cerrado y la droga empezó a estancarse en México. “Cada gramo costaba dinero y hubo que venderla aquí”, relató Domene. Monterrey se convirtió así en una ‘plaza’: un centro de paso, venta y consumo de droga.
El negocio estimuló la corrupción policial y les permitió a los carteles armar ejércitos. “Esa es la tragedia”, dijo a SEMANA María Ángela Gutiérrez, socióloga de la Universidad de Monterrey. “La llegada del narco coincidió con un México en crisis: pobre, sin empleo y con un tejido social descompuesto”. Los más afectados son los jóvenes. Desde 2009, el gobierno de Nuevo León ha metido a la cárcel a 4.000 personas y más de 3.000 han muerto, de las cuales la mayoría son menores de 30 años. Los ‘jefes de plaza’ los usan como jíbaros, informantes, extorsionistas, secuestradores o sicarios. Y son la carne de cañón que, cuando la banda contraria quiere vengarse, termina colgada de los puentes.
A primera vista, Monterrey da la impresión de ser víctima de una exageración. A diferencia de Ciudad Juárez y Nuevo Laredo -capturadas por la mafia-, aquí hay policía, el comercio fluye y la vida diurna es agitada. Sin embargo, el poder de las mafias se descubre en los detalles. El centro antiguo solía ser una ‘zona rosa’ con restaurantes y discotecas. Hoy, está vacío hasta los viernes en la noche. “Era difícil caminar por la cantidad de gente”, dijo a SEMANA José Carranco, que trabajaba en la zona. Ahora no solo las vías están solas, sino también los locales, cuyos dueños se rehusaron a pagar extorsiones y prefirieron huir antes de correr con la suerte de Pablo Martínez, jefe de seguridad del Café Iguana. “Cuando lo mataron, sentí que esta ciudad había cambiado”, dijo Carranco, que trabajó con él. Un sábado de 2011, unos sicarios se bajaron de un carro, le dispararon y escaparon. Luego, cuando los enfermeros atendían el cuerpo, regresaron para llevarse el cadáver y desaparecerlo.
Los traumas de este ataque se sumaron a los que dejó el incendio del Casino Royale. Samara Pérez se encontraba allá con su hijo de 18 años. “Me había invitado”, dijo entre lágrimas a SEMANA. “De repente, vi a unos hombres que empezaron a gritar e insultar y de repente la sala estaba llena de humo”. Samara se encerró en un cuarto que la protegió de las llamaradas. Más tarde, se enteró de que su hijo había muerto. Así, de golpe en golpe, Monterrey se ha ido hundiendo en la angustia. “Hasta nos han dado clases de cómo reaccionar ante hechos violentos”, le dijo a SEMANA Martha Rivera, una maestra que hace un año, durante una balacera a pocos metros de su primaria, se tiró al suelo con sus alumnos y empezó a cantar con ellos. Por su acto heroico, Shakira le dio un premio en Cartagena durante la Cumbre de las Américas. “A mis niños les ahorré una experiencia traumática, pero son excepciones”.
Desde que la guerra contra el ‘narco’ comenzó oficialmente en 2006, más de 50.000 personas han muerto y más de 18.000 han desaparecido. Y mientras la lucha armada le cuesta al Estado millones de dólares, víctimas y victimarios están en el olvido. Las primeras carecen de apoyo psicológico y financiero. Y los últimos -en muchos casos pobres o migrantes forzados a trabajar para los carteles-, si no son ejecutados brutalmente, permanecen excluidos de la sociedad: escondidos en sus barrios, hacinados en cárceles y muy lejos de una reconciliación. “En México no hay quién se encargue de las víctimas”, dijo a SEMANA Consuelo Morales, directora del movimiento Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos en Monterrey. Entre sus registros, Morales tiene casos de crueldad inédita y de abusos de la autoridad por parte del Ejército, la Marina y la Policía. Para la drogadicción, que en esta ciudad se ha convertido en un camino al crimen, no hay políticas de salud pública, sino que permanece como un problema de seguridad. “A nadie le preocupa atajar la raíz del problema: que es el abandono de la niñez”.
En esta última batalla, Monterrey se defiende como puede. La Policía destruyó los templos de la Santa Muerte que los capos habían erigido a las afueras de la ciudad. En 2011, el gobierno fundó una ‘fuerza civil’ especializada. También ha invitado a políticos como Sergio Fajardo para aprender de las experiencias de Medellín. El caso más exitoso es el del rico distrito de San Pedro, cuyo alcalde, Mauricio Fernández Garza, ha logrado resultados contrarios al resto de la ciudad. Este controversial funcionario, frentero, multimillonario y extravagante, llenó titulares poco después de llegar al cargo, pues declaró que tenía un “grupo rudo” que le hacía tareas de inteligencia. Lo acusaron de fundar grupos paramilitares, pero pronto pudo demostrarles incluso a sus críticos más acérrimos que se trataba de una unidad estandarizada de inteligencia. En un despacho lujosamente decorado, Fernández Garza le dijo a SEMANA: “Aquí hemos hecho lo que en el resto del país nadie ha hecho: atajar el problema con profesionales de Policía y con políticas sociales serias”. Y añadió: “Claro está que eso solo se puede hacer con lana (dinero), pero hay que tener la voluntad”.
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