“Cuando estemos vacunadas hacemos una fiesta. Ah!! ¿Y sabés qué quiero hacer? esa cata de vinos con Mati en tu casa que venimos posponiendo desde hace mil”. Ana hace planes para el futuro y adentro mío empieza a crecer una presión torácica. Me imagino gente junta y me angustio.
Sigue: “Tenemos que hacer esa reunión con la gente del primario y el reencuentro con los chicos de comunicaciones, del club, ¿te acordas?”. Imagino gente sin barbijo, gente saludándose, gente que no mide bien los dos metros, ¡gente que al día de hoy calcula mal los dos metros! ¿Cómo puede ser que a esta altura de la pandemia no sabe cuánto son dos metros? Gente que se besa en el cachete como si fuera 2018, gente usando mal el barbijo, así, que le tapa solo la boca, usando mal el barbijo y abrazándose, medio que bailan y transpiran y quizás ahí también se contagie, ¿eso está claro si contagia?
Ok. Tengo ansiedad social. Hace dos años le hubiera respondido a Ana “Dale, yendo” o me hubiese hecho la joven diciendo: “Yen1000” o “Sí a todo”. Ahora cada una de sus ideas me preocupa y transito la zozobra. ¡No quiero ir! “Tomemos un café de media hora al aire libre, ¿o sabes qué? Ni salgamos. Un zoom. Se escucha bárbaro”, son mis nuevos planes.
Ana no quiere. Negociamos. Almuerzo al aire libre. Somos 4 en la casa de uno que tiene patio. Me siento en una punta y solo hablo con Ana que la tengo cerca. Cuando la charla se pone grupal me confunde, veo a todes re adaptados a la situación y un poco me asusta que me haga mal tanto ruido. Pasa un rato y me repongo pero no me levanto de la silla. Todes entran y salen de la cocina de la casa buscando mayonesa o un tenedor. Desde la tierra lejana en la punta de mi sillita se divisa una fiesta clandestina.
Digo que tengo que terminar un trabajo y me voy. La dueña de casa me quiere dar un abrazo y salgo casi corriendo. Llegando a la esquina confirmo que he perdido mis habilidades sociales: no era como andar en bicicleta.
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Volver. ¿Para ser mejores? ¿Para ser mujeres? ¿Con la frente marchita? ¿Con el alma aferrada? ¿Con miedo al encuentro con el pasado que vuelve? Si veinte años no son nada, un año y cinco meses es realmente un soplo de la vida.
Volver. ¿Se puede volver? ¿Se retoma en el exacto mismo punto desde donde se dejó o es otra cosa? Y si es otra cosa ¿se llama volver? Volver: al futuro.
Hago la segunda peor cosa después de googlear síntomas que es preguntarle a otres que no tienen la menor idea si les pasa lo mismo que a mí. “Esto cambió para siempre”, dice Pablo, un recién vacunado con Astrazeneca: “Yo nunca más voy a un boliche o viajo en subte. No solo por el covid, sino por todas las enfermedades. Antes tenía mínimo tres gripes por año, siempre resfriado o con dolor de cabeza. Ahora nada. Es un montón. Yo ya cerré acá en casa”.
Sin duda hubo (o hay) algo tranquilizador en esa idea de reducción del universo al hogar. La rebaja del otre a la mínima expresión, sin cuerpo, consiste en unos textos por whatsapp o algunas apariciones en formato digital de las que se puede escapar muy fácilmente.
Desarrollamos una administración individual eficiente, con orden de prioridades y depuración de vínculos. Están aquelles elegides, el núcleo duro, a quienes vimos incluso en el peor momento de la cuarentena, cuando la palabra plan le quedaba muy grande a esos encuentros: vueltas manzanas en pleno invierno con barbijo y miedo, idas a una fábrica de pastas a comprar canelones antes de las 19 horas y charlas a dos metros de distancia en el escalón de entrada de un edificio ante la mirada juzgona de vecinos que solo salían a comprar comida en una ciudad totalmente cerrada.
Fue tan claro ese amor que asumimos el riesgo. Pero, ¿qué pasa con todas esas otras personas? Esos vínculos circundantes forjados en colas de máquinas de café, tiempos muertos de oficina o coffee break de un taller de cerámica, que hicieron florecer desde conversaciones intrascendentes a incipientes amistades temporales. Insisto: ¿Qué sucede con esos vínculos? Sé todo de la hija de quien trabajaba en el escritorio de al lado. ¿A dónde va esa construcción afectiva? Y la pregunta que le sigue es por lo que pasó en todo este tiempo sin ese contenido de baja intensidad, por lo sucedido en este último año y cinco meses en que sólo estuvimos en contacto con la soledad total y/o el primer cordón de vínculos. Quizás con cierto exceso de concentración en nosotres mismes y hacia nuestras propias cuestiones personales, íntimas, sin esa perspectiva necesaria de lo otro y su contraste.
Laura sufre porque perdió la “gimnasia social”: “No sé cómo es hablar con tres personas a la vez, no me acuerdo la dinámica de la charla grupal”. Le resulta impensable hacer dos planes sociales el mismo día, la capacidad de logística también se vio afectada y teme que no vuelva nunca. “No estoy tranquila cuando estoy con gente. No me relajo nunca. Hago planes y acepto invitaciones porque temo que sea peor seguir guardada. Pero para pasarla bien me falta muchísimo”.
Me angustio con Laura y pregunto: ¿Puedo volver a aprender a estar con gente? ¿Cuantos encuentros más dura la incomodidad? Y lo que es peor: si es tan incómodo, ¿debería insistir? ¿Habrán alcanzado un año y cinco meses para que dejemos de querer abrazar, para que dejemos de sentir esa necesidad?
Ana me propone otro plan al aire libre. Le digo que sí. No sé cómo volver a un pasado que no existe más pero sé cómo subir a una bici y pedalear.