La penas son de nosotros, los porritos son ajenos

Las declaraciones de Vidal sobre el consumo de cannabis en los sectores populares encierra la vieja idea de que la marihuana es la puerta de entrada a otras drogas, cuando en realidad esa puerta la abre el mercado clandestino. Emilio Ruchansky escribe sobre la hipocresía de los discursos de penalización del consumo que no salvan a nadie.

La penas son de nosotros, los porritos son ajenos

Por Emilio Ruchansky
02/09/2021

Cuando un pobre se emborracha con un rico, la del pobre es borrachera y la del rico es alegría”, dice un viejo refrán. Lo que dijo María Eugenia Vidal esta semana en Filo News encaja perfectamente en esta ironía popular que muestra la hipocresía de clase y la discriminación. La dirigente de Juntos por el Cambio y precandidata a diputada nacional consideró tolerable que fumen porro para divertirse o relajarse las personas de clase media porteña que viven en un barrio como Palermo (ahí cerquita de Recoleta, donde vive ella por cierto), porque se trataría de un consumo “plenamente elegido”. Todo lo contrario ocurriría con los pibes o las pibas de una villa de la Ciudad “rodeado de narcos que te ofrezcan”.  

Ese consumo de marihuana en los barrios populares, agregó la ex gobernadora bonaerense, es parte del inicio de un camino mucho más jodido y más duro, donde tienen muchas menos oportunidades de elegir”. No es la primera vez que lo dice ni es la primera persona que lo hace. El padre Pepe Di Paola y la precandidata a diputada evangélica Cinthia Hotton han hecho comentarios similares cuando se debatió la despenalización de la tenencia de drogas para uso personal en un plenario de comisiones de la Cámara de Diputados en el 2012.

De hecho, Vidal repitió otros “argumentos” utilizados aquella vez por los voceros de esas instituciones religiosas: que el país no está listo para avanzar hacia una política de drogas eficaz y respetuosa de los derechos humanos, que todo bien con la libertad de decidir sobre nuestros cuerpos, solo que esa libertad no la tienen las personas de clase baja porque su consumo de marihuana implica, en palabras de la ex gobernadora bonaerense, “un futuro sin oportunidades”. Detrás de este pensamiento, está la premisa de que la marihuana es la puerta de entrada a otras drogas más dañinas, cuando en realidad es en el contacto con el mercado clandestino donde se ofrecen esas sustancias.  

Pues bien, tenemos acá un caso de autoprofecía cumplida. Este tipo de posiciones paternalistas y perfeccionistas, compartidas también por dirigentes de buena parte del arco político, consiguen mantener el status quo injusto que describen con cierto dejo de misericordia, acompañado de un “a mí no me lo cuenta nadie” o “yo camino la villa”. Ojalá caminaran las comisarías, las alcaidías y las cárceles también. No verían más que a esas personas pobres a las que vienen a defender metiéndolas presas.

Las celdas y calabozos de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, como informó hace pocas semanas el Ministerio Público de la Defensa porteño y reconoció el propio ministro de Seguridad, Marcelo D’ Alessandro, están colapsadas. El delito que más creció es la tenencia de drogas para uso personal, mayormente marihuana, luego del traspaso de figuras menores de la ley de drogas del fuero federal a la órbita de la Justicia local. Esos pibes y pibas son en su mayoría de barrios populares y a veces terminan con antecedentes penales que les van a dificultar conseguir un empleo formal.  

El argumento que dan para mantener la penalización consiste en que sirve para ayudar a “los adictos” a realizar un tratamiento por vía judicial. Lo resumió el juez Roberto Gallardo hace algunos años cuando propuso fundar “tribunales de alta complejidad” para las personas que fuman paco. La guerra a las drogas solo genera más pobreza y violencia. Y obstaculiza el acceso a los servicios de salud públicos, que hoy son el cuarto efector de atención del consumo problemático detrás de la oferta de “tratamiento” religioso, alcohólicos anónimos y las autodenominadas “comunidades terapéuticas”.

Todos estos abordajes paraestatales están basados en la culpa y la estigmatización. Tienen en común la premisa de una “falta de voluntad del adicto” y de la supuesta pérdida absoluta de la autonomía individual. Esta deshumanización, por algo se les llama “zombis” a las personas que usan cocaína fumable, habilita una serie de recursos punitivos: legales, como denunciar penalmente a un familiar que no se quiere internar, o ilegales como mandar a secuestrarlo, servicio que ofrecen aún algunas autodenominadas “comunidades terapéuticas”.  

El punto lo dejó bien en claro en una nota de opinión el Padre Pepe, cuando se daba la incipiente discusión despenalizadora de 2012: “El encuentro con la Justicia penal es un encuentro de pésima calidad, pero un encuentro al fin. ¿No sería mejor transformar ese encuentro en uno de superior calidad? Desaprovechar la oportunidad para muchos significa la vida. Suena duro plantearlo así, pero para muchos la cárcel es menos malo que el paco en la calle”. 

El sociólogo mexicano Gustavo Ortiz Millán tiene un artículo que analiza estos discursos. Se llama El prohibicionismo, las adicciones y la autonomía individual. Advierte que la voluntad es un concepto gradual, que no se tiene ni se pierde del todo y que ha sido la patologización de las adicciones, basada en criterios higienistas, la que más daño ha producido a la hora de encarar un tratamiento o posibilitarlo.   

Los adictos no son seres completamente esclavizados, irresponsables y ajenos al control de sus acciones. Por eso es importante no ver a la adicción como una enfermedad”, dice Ortiz Millán. Y continúa: “Los adictos tienen buena parte de la responsabilidad de sus adicciones y es importante reconocer esto, les da una perspectiva de que están en un control mayor sobre su propia situación de lo que el modelo de la enfermedad les hace creer”.

La sanción de la ley de interrupción legal del embarazo mostró que ciertos referentes sociales y religiosos que dicen hablar en nombre de las clases bajas minimizan temas que afectan derechos fundamentales, como la libertad ambulatoria, con argumentos morales y moralizantes. La legalización y regulación legal del cannabis para uso adulto, acompañada de una despenalización de los delitos asociados a esta y otras drogas ilegales, es una medida urgente y necesaria para minimizar los daños del crimen organizado dedicado al tráfico de estupefacientes.   

Esta concepción fue esbozada en uno de los cinco puntos del Acuerdo por la Regulación Legal del Cannabis lanzado en 2019. Se basa en las experiencias internacionales que indican que si se toman estas medidas, como lo hizo Uruguay o más recientemente Canadá, no se dispara el consumo de cannabis y se reduce el tamaño del mercado clandestino. Como se dijo antes, las posturas discriminatorias como la de Vidal justifican la detención, el encarcelamiento y los asesinatos de cientos de personas en las disputas territoriales por la venta de drogas al menudeo. Son vidas que no parecen importarle a buena parte de la dirigencia política, salvo cuando llegan las elecciones y salen garrote en mano a pedir que se los tenga en cuenta. 

Emilio Ruchansky
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