Por Adriana Meyer
Tenemos una larga lista de desaparecidos en gobiernos constitucionales y seguimos pidiendo la aparición con vida de todos ellos. Que cada uno se haga cargo de los suyos, las autoridades que participaron fueron todas cómplices.
Nora de Cortiñas,
12 de agosto de 2017, Plaza de Mayo,
acto por la aparición con vida de Santiago Maldonado.
Aquella fría tarde terminó de hablar Andrea Antico, una de las cuñadas de Santiago, y una militante que ofició de locutora daba por terminado el encuentro cuando Norita empezó a moverse sobre el improvisado escenario hasta que logró acercar su pequeña humanidad a uno de los micrófonos, mientras desde abajo gritaban su nombre para que la dejaran hablar.
“Aparición con vida ya”, pidió que gritaran junto a ella, y siguió “aparición con vida de Jorge Julio López ya, de todos los desaparecidos durante los años de gobiernos constitucionales, le decimos al Gobierno que las desapariciones son responsabilidad del Estado y de cada gobierno que participó en ellas, es un crimen de lesa humanidad que no prescribe, es un reclamo que no abandonamos, no olvidamos y no nos reconciliamos, tienen que renunciar la Bullrich y Noceti, que aparezca ya Santiago”. El testimonio, subido a la red de redes, muestra el cierre del acto con el cartel que sostenía Vanesa Orieta –de pulóver rojo y crema, con el gesto adusto– al costado izquierdo del escenario. “Todos los gobiernos torturan, matan y desaparecen en ‘democracia’”, podía leerse escrito con aerosol negro sobre una gran tela blanca. A su lado, el imprescindible Carlos “Sueco” Lordkipanidse, sobreviviente de la ESMA y militante por los derechos humanos.
Norita de Cortiñas, otro faro imprescindible, había estado en enero de 2017 en la Pu Lof de Cushamen, cuando la comunidad mapuche fue reprimida a balazos de plomo. Por eso, cuando desapareció Santiago ella ya sabía de qué hablaba. “Hay un desprecio hacia las comunidades por parte del Gobierno, hasta el presidente dio respuestas hirientes hacia la familia y todos nosotros. Basta de negacionismo, la desaparición de una persona es el crimen de crímenes, se priva a la persona de todos sus derechos, la familia no sabe nada, pensamos que estaba erradicado, pero a este Gobierno [de Mauricio Macri] le molestan las palabras derechos humanos, hay amenazas en los colegios y en las fábricas para que no se hable de Santiago. Yo personalmente vi el lugar donde levantaron a Santiago, es un lugar a la orilla del río donde él no pudo cruzar, lo arrinconaron y lo golpearon, no pudo hacer nada”, dijo un jueves en la tradicional ronda a la Pirámide de Plaza de Mayo. “En esta plaza pedimos cada jueves por López, por Iván Torres, porque Santiago no es el primer desaparecido, Argentina fue condenada por la desaparición de Iván en 2003, en un gobierno constitucional, y ahora en este caso no quieren acatar lo que dice la OEA y la CIDH, basta de hostigamiento a sus padres diciéndoles que está en tal o cual lado, como nos hacían a nosotras, la ministra se ofendió porque le dijeron que eran épocas parecidas a la dictadura, pero a nosotras esta metodología infame nos hace volver al pasado”.
La ministra era Patricia Bullrich, y vaya si se ofendió. “Váyanse a la mierda, les contesté a todos; lo tomé por un brazo a [el ex ministro de Justicia Germán] Garavano y le dije: ‘Terminemos con esto’. Y así nos fuimos a otro piso y dejamos la reunión”, describe Bullrich en su libro Guerra sin cuartel. Se refiere a una reunión con los organismos de derechos humanos, en los días más tensos por la desaparición de Maldonado.
“Lo único que buscaban eran dos palabras mágicas: ‘desaparición forzada’. La reunión se fue poniendo cada vez más caliente. En determinado momento, Lita Boitano, presidenta de la agrupación Familiares de Desaparecidos, dijo: ‘¡Ustedes tienen a Maldonado; entréguenlo!’”, sigue relatando en su libro la actual presidenta del PRO. El desplante de la eterna ex funcionaria resume buena parte de las respuestas estatales cuando en las calles se vuelve a escuchar “aparición con vida”. Este trabajo se propone recorrer las desapariciones forzadas en democracia, bajo la hipótesis de que las sucesivas administraciones han variado las formas, pero no lo sustancial, para evitar que sigan sucediendo.
Mientras escribo estas líneas hay otro pibe denunciado como desaparecido, cuyo caso permitirá hacer una radiografía de cómo reacciona el poder de turno y la sociedad, ambos desconociendo que suman más de doscientas las personas que ya no están según el listado elaborado tras décadas de recopilación de datos por parte de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi), tomado de base para este libro. Desde 1996 esa organización presenta su Archivo de Casos actualizado, acto que se convirtió en un hito anual de denuncia de la real extensión de la represión estatal.
La voz de Norita de Cortiñas podría ser la de Ariel Garzi, la de Sergio Maldonado, la de Vanesa Orieta, la de tantos y tantas familiares de víctimas de la denominada violencia institucional, eufemismo de represión estatal. (Algunas de esas voces tienen otro nombre porque pidieron permanecer anónimas). “A las víctimas se las escucha”, dicen condescendientes algunos panelistas expertos en policiales antes de despacharse en televisión con teorías opuestas a aquello que dicen las víctimas en los momentos más calientes de los casos resonantes. Si acaso hubiera un norte para quienes seguimos sintiendo un dolor en las tripas ante cada desaparición, ese sería que el periodismo haga un salto de calidad al abordar estos casos, porque en la definición misma de este complejo delito surge que los agentes del Estado despliegan su encubrimiento sobre lo sucedido, siempre. Así como hay una especialización en géneros, sería deseable una en “violencia institucional”. No pocos periodistas obtienen “primicias” de sus fuentes policiales, y así consolidan y legitiman el encubrimiento.
Con el paso de los años sigue ocurriendo, casi como un modus operandi, que la misma fuerza policial o de seguridad sospechada sigue interviniendo en las primeras horas de las investigaciones judiciales, y en todos los casos encubren de variadas maneras pero con un denominador común: tapar lo sucedido, distorsionar los hechos, desviar el eje lo más
lejos posible del lugar, ensuciar al desaparecido. Otro elemento que se repite: las veces que aparecen cuerpos y pertenencias es en sitios ya rastrillados, es decir con la fuerte sospecha de haber sido plantados. Las estadísticas revelan un patrón común de víctimas, jóvenes varones pobres de barrios humildes.
“No existen los desaparecidos en democracia, eso era en dictadura…”, repetían de manera acrítica compañeros colegas fanáticos kirchneristas porque Néstor en privado había dado la orden de salir a decir eso. Pues vaya si existen, los hubo antes de aquel momento cuando el debate en los pasillos de una radio era sobre Jorge Julio López, y los hubo después. Bien informada, Cortiñas aludía al fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitido en 2011 contra el Estado argentino por la desaparición forzada de Iván Torres Millacura. Esa sentencia ordenó “iniciar, dirigir y concluir las investigaciones y procesos necesarios, en un plazo razonable, con el fin de establecer la verdad de los hechos, así como determinar y en su caso, sancionar a todos los responsables de lo sucedido”. Cuatro años después, dieciséis policías fueron acusados y llevados a juicio, resultando condenados dos de ellos como partícipes necesarios, mientras que los demás fueron absueltos. Nunca encontraron a los autores. El caso llevó al Congreso argentino a tipificar el delito de desaparición forzada, incorporándose en el Código Penal (artículo 142 ter). Aquel fallo también ordenaba que el Estado debía elaborar un listado oficial (algo que nunca sucedió por lo cual las cifras son de la nómina de Correpi y otros organismos de derechos humanos). Tampoco cumplió el Estado argentino con la parte de la sentencia que indicaba la necesidad de elaborar un protocolo específico para la actuación de las fuerzas policiales y de seguridad a la hora de abordar este delito. De hecho, el actual plan federal busca personas “desaparecidas y extraviadas”, como si fueran lo mismo.
Superado el inexistente debate sobre la pertinencia de la categoría de “desaparecido en democracia” –y con la certeza de que existe un hilo conductor en la lógica de Estado que subyace en cada una de las historias, desde las bandas residuales de la dictadura durante el alfonsinismo hasta el deshilachado pseudoprogresismo del trío Fernández, Kicillof, Berni– es posible establecer algunas diferencias, según si el hecho ocurrió en medio de un procedimiento represivo o no, si el desaparecido estuvo acusado de robar una bicicleta, se negó a delinquir para la policía o simplemente “molestaba y se les fue la mano”. Luego, como subcategorías posibles, están quienes aparecieron, pero sin vida, y solo dos que desaparecieron dos veces, en dictadura y en democracia: Jorge Julio López y Osvaldo Sivak.
Tanto Maldonado como los cuatro militantes del MTP que fueron desaparecidos, y siguen sin aparecer sus restos, durante la represión con que fue recuperado el cuartel de La Tablada, caso también con sentencia en la Corte IDH contra Argentina, ocurrieron en el contexto de la represión a la protesta. (Más allá de que fue instalada la idea de que Santiago no fue desaparecido sino que quedó atrapado en un pozo, la actividad estatal posterior negó que faltaba una persona, no la buscó sino que encubrió, por lo tanto técnicamente eso conforma una desaparición).
Un año después de la represión en el Cuartel de La Tablada, desapareció el albañil Andrés Núñez ya durante el inicio del menemismo y tres años más tarde el estudiante Miguel Bru. Pero la primera desaparición de este último período de democracia fue tan solo catorce días después de la asunción de Raúl Alfonsín: José Luis Franco, de 23 años, desapareció en la ciudad de Rosario.
Entre los “aparecidos”, es decir los casos de desaparición forzada seguida de muerte, están Luciano Arruga, Santiago Maldonado, Luis Espinoza y Facundo Astudillo Castro (este último en curso con esa calificación legal).
Algunas mujeres desaparecidas por la trata de personas también integran el listado, como Marita Verón, cuando hay pruebas de connivencia de las fuerzas policiales o de seguridad.
Otros casos emblemáticos casi desconocidos son el del niño del basural del Ceamse, Diego Duarte, cuya historia fue plasmada en el libro de Alicia Dujovne Ortiz; Facundo Rivera Alegre, el rubio del pasaje en Córdoba que tiene una obra de teatro protagonizada por Martín Slipak; Daniel Solano, el laburante golondrina salteño desaparecido en Río Negro cuyo padre Gualberto Solano, ya fallecido, se encadenó y acampó años frente a la policía igual que la madre de Iván Torres, María Millacura, en Comodoro Rivadavia; Sergio Ávila, el estudiante universitario desaparecido en Neuquén en una bailanta custodiada por personal en actividad del Ejército; Jonathan “Kiki” Lezcano, asesinado por policía de CABA, desaparecido dos meses, apareció como NN en Chacarita y César Monsalvez, un chico de 13 años desaparecido en 2013, cuyo cuerpo mutilado fue identificado seis años más tarde.
Las desapariciones en democracia no reconocen grieta ideológica o partidaria, esos remanentes del nunca desmantelado aparato represivo –aquella consigna de los años 80 incumplida– contaron con el poder suficiente a lo largo de 38 años para seguir perpetrando tal nefasta metodología aplicada de manera masiva durante la dictadura, con el efecto sobre el inconsciente colectivo de que podemos desaparecer aunque gobiernen funcionarios elegidos por el pueblo. Como dice el colega Ricardo “Patán” Ragendorfer al referirse a los crímenes de lesa humanidad perpetrados por oficiales de uniforme, “es la única actividad ilícita no remunerada de las policías y fuerzas de seguridad de nuestro país”.
¿Hay que decirles a nuestros hijos que se cuiden de la policía? Este libro parte de la certeza de que en este país no existe la “policía del cuidado”, tal como la describieron durante los primeros días de la cuarentena de 2020 por la pandemia de covid-19 dos investigadores del Conicet (1), para quienes “a veces la vigilancia y el control son prácticas de cuidado, y no siempre las políticas que involucran a las fuerzas de seguridad son fascistas o suponen violencia institucional”. Para los autores del artículo de opinión, el coronavirus era una oportunidad y un desafío para la conducción política porque “es posible la apertura de una nueva forma de estatalidad que asuma un modelo policial centrado en el cuidado”. Luego
de instar a “cuidar a quienes nos cuidan”, consideraron que era posible “crear un lazo social de cuidado que permita revertir el desprestigio social que tienen las fuerzas”. Los hechos demostraron que no sucedió esto sino todo lo contrario: según cifras de Correpi, hubo 411 muertes a manos de la policía, el 70% de ellas durante la primera fase del ASPO (Aislamiento Social Preventivo Obligatorio). La respuesta policial a tan idílica propuesta fueron balas, golpes, secuestros y desapariciones, acá cerquita en espacio y tiempo.
Una de las víctimas del control de la prohibición de circular durante la cuarentena fue el joven Astudillo Castro. Al finalizar el 2020, su madre Cristina Castro escribió un mensaje en las redes sociales dirigido al policía que detuvo a su hijo, sin nombrarlo. “La tristeza es causada por la inteligencia, cuando más entendés ciertas cosas más desearías no comprenderlas, yo estoy orgullosa del hijo que crié, siempre apostando a los derechos humanos, a la vida y la libertad, brindo por más personas como Facundo y menos como vos”.
Algunas desapariciones no llegan a la prensa, a la denuncia, no sabemos sus nombres y apellidos. El aparato represivo del Estado, tanto en dictadura como en democracia, suele estar al servicio del poder económico que detentan los grandes empresarios. Según la leyenda que circula hace siglos en las provincias del norte, “el Familiar era el perro del diablo, negro como la muerte y feroz como todo el mal del mundo. Sus ojos desprendían llamaradas de fuego y sus garras tenían la fuerza de mil hombres. Poseía un hambre que solo se saciaba con la entrega de un peón al año”. Así lo refleja el documental Diablo, familia y propiedad. Los crímenes del Ingenio Ledesma, del realizador Fernando Krichmar, basado en las muertes no esclarecidas en la empresa de la familia Blaquier. “El dueño del ingenio es todo poderoso y sus riquezas son ilimitadas porque tiene un trato con el ‘Familiar’, llamado así por el lazo de sangre que forma con el patrón y su filiación con el mismísimo diablo. El ‘Familiar’ le concede entonces fortuna, prosperidad y una gran producción de caña y azúcar siempre y cuando el patrón lo alimente con la vida de algún obrero, algunas zafras alcanza con una sola muerte, en otras para aplacar su hambre harán falta varias. Los obreros aparecen descuartizados en el campo como víctimas de un festín satánico en el imaginario de sus compañeros y en ocasiones desaparecen, siendo aplastados por un imparable trapiche, cayendo en una caldera o en un tacho de cocimiento lleno de miel en estado de ebullición sin dejar nada que enterrar del difunto”. A finales del siglo xix en Tucumán, los peones quedaban capturados de por vida por sus deudas, entonces la única forma que tenían de dejar el ingenio era fugándose. Los patrones tenían hombres armados que trataban de impedirlo; cuando agarraban algún fugitivo lo mataban para dar el ejemplo. Para que eso funcionase en la psicología de los peones
se crea el mito, en las noches de luna llena sale el Familiar y hace desaparecer al peón más rebelde. “Durante los 70, el mito cobra peso no como una realidad, sino como una explicación metafórica a los sucesos que directamente afectaron a los trabajadores del azúcar. Así, la personificación terrenal del ‘Familiar’ pasó a ser la Triple A y sus agentes o las fuerzas militares de Videla en su Proceso de Reorganización Nacional secuestrando, torturando, asesinando y desapareciendo a los revoltosos que estaban en contra de la patronal”, explica el profesor de historia Sebastián Márquez (2).
Suele decirse que Felipe Vallese fue el primer desaparecido en un gobierno civil, previamente a la dictadura que comenzó en 1976. Apenas llegaba a los 20 años, en 1959, cuando Vallese participó de una de las huelgas emblemáticas del movimiento obrero en la Argentina: la del frigorífico Lisandro de la Torre, con toma incluida. Como escribió el periodista Juan Pablo Csipka en una nota inédita donde entrevistó a Ítalo Vallese, “el sueño desarrollista de Arturo Frondizi empezaba a desmoronarse y el Plan CONINTES (Conmoción Interna del Estado) daba pie a la represión de los conflictos sociales. Así, varios de los líderes de la huelga fueron llevados al Buque Granaderos, donde hubo simulacros de fusilamiento. Había entre los detenidos dirigentes de la UOM como Augusto Vandor y Lorenzo Miguel; Susana, la hija del general Valle (líder del alzamiento de 1956), el sindicalista de la carne Sebastián Borro; Vallese (obrero metalúrgico) y un joven trabajador del frigorífico, quien años más tarde descollaría al frente del gremio cervecero: Saúl Ubaldini”. El 23 de agosto de 1962 el padre de Vallese cumplía años, pero los hermanos Felipe e Ítalo no llegaron al festejo porque fueron detenidos por la Policía Bonaerense. El relato de testigos indica que Felipe resistió con todas sus fuerzas la detención y se necesitaron varios hombres para desprenderlo de un árbol de la vereda de la calle Canalejas 1776, que hoy lleva una placa en recuerdo del episodio. “Los hermanos coincidieron en la comisaría 1ª de San Martín. Un par de celdas de por medio, pudieron
dialogar. Felipe Vallese había sido picaneado y estaba maltrecho por la tortura. Ítalo fue liberado por el juez Luque, al igual que otros detenidos en el operativo del 23 de agosto. El joven metalúrgico no estaba entre ellos. Los testimonios recogidos permitieron comprobar que luego de su paso por la 1ª de San Martín, Vallese fue llevado a la comisaría de Villa Lynch. Allí también habrían seguido los apremios, y hasta ahí llegó su rastro. Fernando Torres, abogado de la CGT interpuso un hábeas corpus. Los responsables del operativo debían dar explicaciones, sobre todo por haber actuado fuera de jurisdicción. Juan Fiorillo fue señalado como el jefe del operativo de la calle Canalejas. Al parecer, los policías seguían la pista de Alberto Rearte, militante de la JP. En su búsqueda de testimonios hicieron el operativo del 23 de agosto”.
Nada más se supo de Felipe Vallese y su familia comenzaba el calvario de la búsqueda. “Nos llegaron muchas versiones, desde que estaba vivo en neuropsiquiátricos, fuimos a Open Door, en Córdoba, y ahí no estaba, hasta que su cuerpo se encontraba en un cementerio”, rememoró su hermano Ítalo. Hacia 1968 se hizo una exhumación en el cementerio de Merlo, donde para mayor seguridad, se hizo una vigilia de cinco días hasta que llegó la orden judicial (¿les suena Sergio Maldonado y su esposa custodiando el cadáver de Santiago porque no confiaban en nadie?). Pero ese cuerpo no era el de Vallese. En 1965 los abogados Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde detallaron los pormenores del caso en el libro Proceso al Sistema. El oficial Juan Fiorillo dirigió el operativo en el que, en jurisdicción de la Federal, la Policía Bonaerense tomó prisionero a Vallese. Fue uno de los 39 policías detenidos por el caso, pero siguió sirviendo en la fuerza. En los 70, el comisario Fiorillo integraría los “grupos de tareas” de los que él había sido un pionero. Revistó en la Triple A y, ya en la dictadura, fue ascendido, quedando como su superior inmediato Miguel Etchecolatz, mano derecha de Ramón Camps. En los momentos más duros de la represión estuvo a cargo de la Unidad Regional de La Plata. En la comisaría 5ª de la capital bonaerense habría supervisado las torturas. Además, habría estado implicado en la desaparición del periodista Edgardo Sajón, vocero de Alejandro Lanusse. Catorce años después, en noviembre de 1976, Fiorillo participó en el operativo de cuatro horas en el que la casa del matrimonio Mariani-Teruggi, en La Plata, fue rodeada, atacada y saqueada. Allí fueron asesinados Diana Teruggi y cuatro de sus compañeros de militancia, pero la menor Clara Anahí, de 5 meses, fue sustraída con vida de la casa e introducida en el auto de Fiorillo, según la declaración de un ex policía que fue parte del procedimiento. Daniel Mariani no estaba en la vivienda, pero fue secuestrado y asesinado meses después también en La Plata.
El comisario retirado, que ya había estado detenido por la desaparición de Vallese, volvió a estar preso en mayo de 2006 e iba a ser juzgado en 2008, junto con otros represores, militares y policías, por secuestros, torturas y desapariciones ocurridas en el centro clandestino que funcionó en la comisaría 5ª de La Plata. Estaba imputado también por el
secuestro de Clara Anahí Mariani. Pero murió en mayo de ese año. En Fiorillo se encarna esa herencia represiva de los sicarios de Estado que hasta hoy persiste.
Sin embargo, con el equipo de investigación –que integran los periodistas Daniel Satur, Juan Pablo Csipka, Gioia Claro y Soledad Segade– encontramos antecedentes previos que demuestran que Vallese no fue el primero en ser “chupado”, palabra que usan las y los sobrevivientes de la última dictadura militar, por el aparato represivo del Estado.
El médico y político rosarino Juan Ingallinella, militante en el Partido Comunista, fue detenido por la policía el 17 de junio de 1955 y murió al ser torturado sin que nunca apareciera su cuerpo. Una foto de Lenin colgaba de un cuadro en su consultorio en Rosario, donde atendía en forma gratuita a pacientes sin recursos y los ayudaba también con medicamentos, ropa y calzado (3). A principios de 1944 la policía rosarina detuvo y torturó a tres comunistas. Ingallinella manejaba una pequeña imprenta clandestina, de modo que denunció el hecho en un volante y señaló a los oficiales responsables. Un día después del intento de golpe contra Juan Domingo Perón, el 17 de junio de 1955, una comisión policial llegó a su domicilio y lo llevó a la División Investigaciones de la Jefatura de Policía junto a varias personas. Los detenidos fueron liberados, pero Ingallinella no volvió a su hogar. Sus camaradas y su esposa Rosa Trumper reclamaron por él, pero la policía afirmó que había salido por sus propios medios de la jefatura. El 27 de julio el ministro de Gobierno, Justicia y Culto de la provincia de Santa Fe, Rafael César Tabanera, informó: “[…] habiendo llegado a establecer, en el día de hoy, por manifestaciones de empleados policiales complicados en el encubrimiento del delito, y que se encontraban preventivamente detenidos e incomunicados, como así también por otros indicios, que desgraciadamente el doctor Juan Ingallinella habría fallecido a consecuencia de un síncope cardíaco durante el interrogatorio, en el que era violentado por empleados de la Sección Orden Social y Leyes Especiales”. La violencia había sido ejercida con una picana eléctrica, admitido por la propia fuerza que se negó a entregar el cuerpo.
En 1972 el escritor Osvaldo Soriano pasó una semana con los testigos y protagonistas del crimen. “Rosa Ingallinella ve pasar los días limpios de rencor para con los asesinos a los que de vez en cuando ve por la calle o en la ventanilla del banco donde cobra su jubilación de maestra. Tiene el rostro severo pero dulce, repudia pero comprende, sube a la tribuna del Partido Comunista y arenga con voz firme aunque a veces quebrada. Con ella está la hija que hace 17 años presenció el drama, las nietas que solo conocen la imagen de aquel médico de barrio dicharachero y nervioso”, escribió (4). Ingallinella ya había sido detenido e interrogado varias veces, aquella noche se preparaba para ocultarse cansado de la rutina represiva, pero tenía como paciente a una niña en grave estado. Cuando llegaron los cuatro policías, él se estaba bañando. Lo esperaron. “No lo torturen”, rogó su suegra mientras el médico se vestía. Al día siguiente cuando Rosa fue al Departamento Central a llevarle comida le dijeron que ya lo habían liberado, ella se enojó. “Se habrá ido con una amiga, ¿no le parece?”, la provocaron. El periódico Acción publicó la noticia “sobre la desaparición de un profesional”.
Francisco Lozón (hijo), Félix Monzón, Domingo Desimón y varios encubridores son los acusados por la Justicia. “Ellos se desahogaron con Ingallinella, lo golpearon y le aplicaron picana eléctrica según confesaron más tarde. No tenían intención de matarlo, ni de arrancarle confesión alguna. Era lo de siempre: el ensañamiento feroz de un grupo de psicópatas contra un hombre indefenso. Tan indefenso se sintió Ingallinella esa noche que su corazón no soportó la bajeza y la convirtió en crimen. La única manera de dar al absurdo una dimensión histórica”, concluye Soriano.
Se sabe que en los pasillos del departamento de policía hubo corridas y búsqueda de un médico. “Según relató más tarde el abogado Guillermo Kehoe, apoderado del Partido Comunista, detenido también esa noche, torturado con picana, los hombres que lo violentaron le dijeron: ‘Con vos no es la cosa. Lo peor es para Ingallinella’. Esa noche hubo sesenta detenidos en Rosario. Todos, menos Ingallinella, recuperaron la libertad. Nunca se supo dónde fue sepultado el cadáver del médico comunista”, reza la crónica de Soriano.
El caso repercutió políticamente, trascendió los límites de Rosario y los policías fueron condenados a penas que fueron de 2 a 20 años, cumplieron los dos tercios y salieron todos por buena conducta. El 28 de febrero de 1964 Kehoe fue baleado junto a Adolfo Trumper, cuñado de Ingallinella, al salir del palacio de Tribunales y murió.
En la prehistoria de estos sucesos encontramos al albañil anarquista español Joaquín Penina, fusilado en forma clandestina el 9 de septiembre de 1930 en las barrancas del arroyo Saladillo, también en Rosario. Había viajado a Argentina por presuntos problemas con la dictadura de Primo de Rivera, y según otra versión escapando del servicio militar
obligatorio en su país. El cuerpo de Penina nunca apareció, aunque dos años después una investigación del diario Democracia averiguó dónde fue sepultado como cadáver NN. “Este secuestro inauguraría la tradición argentina de las desapariciones forzadas de personas, que alcanzaría su más brutal expresión en los años 70”, puede leerse en Wikipedia. Pero la enciclopedia libre ubica esta desaparición como ocurrida durante la dictadura del general José Félix Benito Uriburu, de 1930 a 1932. En cambio, las primeras desapariciones durante un gobierno elegido en las urnas, más allá del fraude patriótico consumado en ese comicio, tuvieron lugar siete años más tarde. Las historias del herrero Miguel Arcángel Roscigna y sus dos compañeros anarquistas, Andrés Vázquez Paredes y Fernando Malvicini, fueron relatadas por el escritor Osvaldo Bayer en Los anarquistas expropiadores (5). “El 31 de diciembre de 1937 termina la pena que sufren Roscigna, Paredes y Malvicini. Esa fecha está subrayada en la agenda del comisario Víctor Fernández Bazán”, escribió Bayer sobre ese verdadero “pesado” de la policía federal. “Ya está todo arreglado, el Uruguay ha rechazado el pedido de extradición pero ya hay un arreglo tácito entre las dos policías. En Montevideo les aplicarán el edicto de ‘indeseables’ y los expulsarán hacia Buenos Aires […] En el vapor de la carrera no los dejarán ni moverse. Y de la dársena, directamente al departamento central. Los jueces Lamarque y González Gowland que entienden en la causa del asalto al Rawson y del asalto a La Central van a tomarles interrogatorio al propio Departamento, porque de allí no los sacan. Cuando por falta de pruebas se los sobresee, empieza para Roscigna, Vázquez Paredes y Malvicini el camino sin retorno. Cuando el secretario de la Comisión Pro Presos, Donato Antonio Rizzo, y la hermana de Roscigna van a inquirir al departamento de policía sobre el paradero de los tres anarquistas, un oficial les responderá que han sido trasladados a La Plata; en La Plata les informarán que están en Avellaneda, en Avellaneda que están en Rosario, en Rosario que están en la comisaría de Tandil, y así sucesivamente […] Hasta los grupos libertarios de Barcelona envían dinero para que se continúe con la búsqueda. Se tiene la certeza de que han sido asesinados pero no se quiere abandonar la esperanza. Hasta que –pasados varios meses de la desaparición– un oficial de Orden Social se sincera con la Comisión Pro Presos y les dice en tono confidencial: No se rompan más muchachos, a Roscigna, Vázquez Paredes y Malvicini les aplicaron la ley Bazán, los fondearon en el Río de la Plata”. Sigue el autor de La Patagonia trágica: “hasta hoy no ha podido ser dilucidado este oscuro episodio. Nunca fueron encontrados los cadáveres, tal vez tampoco nunca se conozca la verdad”. El comisario Bazán fue premiado por Juan Domingo Perón en 1947 al nombrarlo subjefe de la policía federal. “Fernández Bazán será el único funcionario peronista que a su muerte ha sido elogiado por La Prensa de Gainza Paz, que en la necrológica hará también el elogio de la ley Bazán”. Ayer como hoy, no es un policía en particular, es el manual oculto marcado con sangre en las entrañas de la institución, es el sistema y la estructura del aparato represivo del Estado, y no hay grieta. Como bien afirma Cortiñas, cada gobierno tuvo los suyos.
1 Gabriela Seghezzo y Nicolás Dallorso: “Elogio de la policía del cuidado”, Página/12, 28 de marzo 2020.
2 Sebastián Márquez: “El ‘Familiar’ en los ingenios azucareros: El mito, su origen y vigencia”, La Historia en Disputa, 18 de noviembre de 2018.
3 Osvaldo Aguirre: “El crimen de Ingallinella”, Todo es Historia, junio de 2005, núm. 455.
4 Osvaldo Soriano: Artistas, locos y criminales, Buenos Aires, Norma, 1997
5 Osvaldo Bayer: Los anarquistas expropiadores, Buenos Aires, Planeta, 2009.