La Miya sabe desde chiquita lo que es comer pan duro y polenta con sal. Sabe lo que es soñar con estudiar Biología marina y que el Estado, la sociedad y todo a tu alrededor te digan una y otra vez que no vas a poder. Sabe lo que es no tener un mango. A la Miya nadie le puede venir a contar lo que es ser pobre y, encima, trava.
Por eso no la sorprende pero la llena de rabia escuchar a la ministra de Educación de CABA, Soledad Acuña, decir que para muchos chicos ya es muy tarde la vuelta a la escuela, que ya están “perdidos en un pasillo de una villa o ya cayeron en actividades del narcotráfico”.
No la sorprende porque, dice, “la derecha históricamente ha estigmatizado a los sectores populares”. Y tiene razón. El desprecio con que Acuña habla de la educación pública y de las villas no es nuevo. Todes recordamos el “caer en la escuela pública”, del ex presidente Mauricio Macri y el “nadie que nace en la pobreza llega a la universidad”, de la ex gobernadora María Eugenia Vidal. A fines de 2020, incluso, Acuña apuntó contra les docentes y contra la capacidad intelectual de los pobres. Dijo que quienes eligen esa carrera lo hacen “como tercera o cuarta opción luego de haber fracasado en otras” y que son de “niveles socioeconómicos bajos” con poco “capital cultural”.
Lo que dijo Acuña llevó a que cientos de personas compartan testimonios que rebaten el “es muy tarde”. Madres con hijes adolescentes que retomaron y terminaron el secundario en la nocturna, padres que se anotaron en una universidad después de los 50, mujeres que terminaron la escuela a los 70. No es querer es poder, ni meritocracia: es que el Estado dé oportunidades para que nunca sea tarde.
Si hay una población que históricamente fue expulsada de la educación (y de la salud y del sistema laboral) es la travesti trans.
La Miya es Michelle Vargas Lobo, una referente travesti histórica de Rosario. Nació en Comodoro Rivadavia, en la provincia de Chubut. A los 4 años toda la familia se mudó más al sur: a Río Gallegos, en Santa Cruz. “Ahí me crié y estudié hasta donde pude”.
Pudo terminar la primaria. El proceso de transición empezó en la adolescencia, pero ya desde niñe la Miya supo que no encajaba. Más bien, se lo hacían saber: el binarismo, el celeste y el fútbol para los varones, el rosa y las muñecas para las nenas. Algo no funcionaba para ella. Lo sufrió. Pero egresó.
Y después todo se complicó. “Ser puto en aquellos años era lo peor que te podía pasar. Imaginate ser travesti: directo a la hoguera”.
Aquellos años eran los primeros de la década de los 90. “En esa época, en Río Gallegos estaba de moda entre los chetos la Escuela Nacional República de Guatemala”, cuenta a Cosecha Roja. “Yo quería ir ahí, me encantaba. Pero a mi viejo no le daba el cuero para mandarme a esa escuela”.
Era la escuela donde estudiaba Máximo, el hijo del entonces gobernador Néstor Kirchner. “Me acuerdo que tuvimos una audiencia con Néstor y él me dio la posibilidad de que yo pudiera ir”, cuenta.
La felicidad de entrar a la escuela que había soñado le duró poco. “No aguanté”, dice.
La discriminación no venía sólo de sus compañeres. Les docentes le pedían que sea un poco más varonil. “Me pidieron que cambie algunas maneras porque sino no iba a poder seguir yendo a esa escuela”, dice.
Los pibes se burlaban: “No sólo se me reían porque era puto, sino porque era pobre. Se reían de la ropa, de las zapatillas. Me hicieron saber que yo no era de ese ámbito social. Fue terrible”, recuerda.
De la escuela cheta se fue directo a un nocturno. Ahí hizo tres años y después abandonó. Tenía casi 18. “Dejé porque me fui de casa y tenía que trabajar. Mi familia no se bancó mucho el tema de mi identidad y si bien no hubo una expulsión directa, por comentarios y actitudes me sentí expulsada”.
La Miya no parece guardar rencor: insiste con que en aquellos años no había información ni herramientas para entender lo que le estaba pasando. “Se hizo lo que se pudo”, dice.
Con el secundario a medias y “patinando la calle” (el único trabajo que consiguió fue el de prostituta), anduvo de acá para allá. Entre los 18 y los 21 años vivió en Chile. En 2001 volvió a la Argentina y se instaló en Rosario.
Siguió como trabajadora sexual y en 2013 volvió a las aulas para terminar el secundario. Se anotó en el EEMPA 1147. De a poco, empezó a dejar la calle. “El estudiar me dio ganas de buscar otros rumbos”, dice.
Egresó en 2015, con 34 años y un promedio ejemplar. Y hasta fue abanderada.
No dejó pasar mucho tiempo y se anotó en el Instituto de Educación Superior N.º 28 “Olga Cossettini”. Quería hacer el profesorado de Matemática. Aprobó el curso de preingreso, pero no pudo seguir con los estudios: ya no trabajaba en la calle, atendía en un call center y la plata no le alcanzaba.
Consiguió otro trabajo en una granja del barrio. Y así fueron sus días durante dos años: a la mañana temprano entraba al call center hasta las 15 y de ahí se iba a la granja hasta las 23.
“Hasta que en 2017 dije: no quiero más esta vida de vivir para trabajar. Yo quería estudiar. Y no es lo mismo estudiar a los 20 que a los 40. No quería que se me pasaran más los años”, cuenta.
En 2018 se anotó en la carrera de Enfermería, en la Facultad de Medicina de la Universidad de Rosario. Hizo los dos primeros años y en 2020 la agarró la pandemia. Sin wifi ni computadora en su casa, le fue imposible cursar de manera virtual.
“Además, yo vengo de la militancia y el trabajo social. Y entendí que en ese momento mi objetivo era otro: ayudar a las personas, repartir alimentos. Y puse mis energías ahí”.
Retomó los estudios el año pasado. Rindió las materias que le quedaban del segundo año y este año va a arrancar el último.
Como se reconoce una “acumuladora de títulos” y fan del estudio, no perdió el tiempo: ya se anotó en la Facultad de Derecho para arrancar este año, de a poco, mientras termina Enfermería.
“Es mentira lo que dice Acuña de que a las personas pobres no les gusta estudiar. No tenemos las posibilidades, que es diferente”, dice. “A mi siempre me gustó estudiar. En su momento no tuve esa oportunidad porque el sistema educativo no contemplaba las identidades travesti trans, era un sistema muy exclusivo en aquellos años. Hoy hay un cambio cultural dentro del sistema educativo”.
Si hay algo que la Miya le recrimina al Estado y a la sociedad es que le sacaron sus sueños. “Yo también tenía sueños. Quería estudiar biología marina, en Puerto Madryn, pero la vida me llevó para otro lado”, dice.
Para ella, estudiar en la universidad no sólo es un logro y un desafío personal. “Es una manera de demostrarle a la sociedad que nosotras, las travestis y trans, también podemos estudiar”, asegura y cuenta que, como ella, muchas otras compañeras están estudiando.
Lo difícil no es tanto anotarse en una carrera y arrancar, dice. “Lo difícil es sostenerla”. Por eso, también la indigna el discurso de la meritocracia. “Conozco un montón de compañeras que quieren estudiar y no pueden sostenerlo en el tiempo, porque tienen que salir a buscar el mango para ir a comer, para pagar el alquiler, para bancar a la familia”.
Como militante social, la Miya cree fundamental el acompañamiento estatal con programas como Conectar Igualdad o las Becas Progresar.
No es casualidad que haya elegido carreras en dos lugares donde históricamente la comunidad LGBT+, y especialmente las travestis y trans, son expulsadas: la salud y la Justicia.
“Esas estructuras tienen que empezar a romperse desde adentro, donde podés dar una batalla real”, dice. “Una travesti, una trans, ya interpela con su cuerpo. A veces no necesita decir nada. Con estar ahí, ya está dando una batalla”.