Natalia Springer. El Tiempo.-
A las 4:52 a.m. entró la primera llamada de varias que se surtieron antes de que la Policía la encontrara a las 6:22 a.m. Rosa Elvira Cely apenas había conseguido sobrevivir, pero no estaba lista para rendirse. Fue brutalmente violada, asfixiada, golpeada, apuñalada, sodomizada, torturada y, al final, la arrojaron al barranco, pero ella tuvo el valor suficiente para guiar a las autoridades hasta el lugar en el que se encontraba y resolver el crimen del que había sido víctima.
La ambulancia, asignada por la línea 123, nunca llegó. Y, cuando por fin apareció una ambulancia solicitada por los policías que la atendieron, uno de los miembros del personal de atención le preguntó: “Señora, ¿usted tiene seguro?”. “No”, respondió Rosa. Y es entonces cuando la lógica de mercado que gobierna el sistema de salud en Colombia y que no honra la vida, sino que trafica con ella, decidió sobre su opción de sobrevivir. Rosa estaba muriendo, pero no fue llevada ni al Hospital San Ignacio, a pocas cuadras de donde fue atacada, ni al Hospital Militar, asiento de uno de los mejores equipos de trauma complejo del mundo, capaz de salvarles la vida a los soldados víctima de minas antipersonales. No. La enviaron a un hospital desbordado por la demanda de servicios, a 25 minutos de camino, en donde, según se registra en los protocolos de atención, revelados por Noticias Uno, fue recibida por los médicos a las 10:04 a.m., y a las 11:30 a.m. estaba “pendiente de camilla”, hasta que entró en paro cardiorrespiratorio. La enviaron a un hospital para personas como ella: pobre.
Antes de morir, Rosa dejó rastros suficientes para identificar a uno de sus atacantes. Javier Velasco Valenzuela, el presunto responsable, pagó tres años de condena por el homicidio de una mujer, y tenía dos procesos pendientes por violación. Uno, desde noviembre del 2007, por abusar de sus hijastras, y otro, desde agosto del 2008, por abusar de una mujer que lo identificó y lo denunció. Pero solo hasta mayo de este año, cinco años después, no se emitió una orden de captura, que, por supuesto, no se hizo efectiva. Estaba tan tranquilo que la Policía lo capturó mientras departía en un negocio, muy cerca de donde vivía Rosa. No tenía razones para huir. Como señalé en una columna anterior, la impunidad estaba prácticamente asegurada.
Pero Rosa Elvira no murió en vano. Se cercioró, antes de perder la conciencia, de exponer a su asesino, al sistema de “reacción inmediata” que jamás reaccionó, al aparato de salud indecente que estratifica la vida, a la justicia que le garantizó a su asesino la impunidad. Nos expuso a todos como sociedad. A todos, dueños orgullosos de una Constitución magnífica, que solo existe en el papel, pero cuyos fundamentos no son los estándares con los que se legisla, ni los que guían nuestras aspiraciones como sociedad.
Por lo menos dos mujeres han tenido que morir y tres más han sido violadas antes de que las autoridades detuvieran a este criminal. Rosa no es la primera víctima del empalamiento en un país en el que el ultraje sexual ha sido arma de guerra. No hay condenas, apenas la promesa de que se formará un equipo especializado en estos crímenes.
Recordemos que en este país se legisla con afán para los victimarios. Que las víctimas esperen. Pero su valentía encendió, por fin, en todas nosotras, la indignación para trazar la línea y no guardar ni un minuto más de silencio, para gritar: “¡Basta ya!”. A ver si entendemos de una vez por todas que la defensa de nuestros derechos la tenemos que asumir nosotras, con Rosa, la mujer valiente, en nuestro corazón.
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