R. Menegazzo y M. Constanza para Cosecha Roja.-
El doce de junio de 2011 fue encontrada muerta en su cuarto Gia Karlotta Bernardette, de 13 años. Su padre, Edgar Haroldo Barrios Cifuentes, dijo que se había suicidado, pero la justicia sospechó e inició una investigación. En febrero, Don Edgar –como lo conocen todos- fue absuelto por el crimen de su hija, pero se lo acusa de violar a sus hijos en reiteradas ocasiones. En mayo, El Diablo –así lo bautizaron sus propios hijos- volvió tras las rejas.
La historia comenzó cuando Gia, la última hija del matrimonio Barrios Pinott, tenía tres años y fue abandonada junto a sus dos hermanos mayores por su madre. Nunca se supo por qué. La familia la dejó bajo la protección del padre, Edgar, un importador de vehículos de 53 años, con fama de prepotente y sobreprotector.
A los siete años Gia requería una inscripción de nacimiento para comenzar su año escolar. No la tenían. La niña no había sido reconocida y hasta cuando se hizo necesario comenzó a llevar el apellido Barrios Pinott legalmente. Su padre la inscribió en un colegio de monjas donde siempre tuvo problemas de bajo rendimiento. “Creímos que era un caso más de rebeldía”, narra una de sus maestras que, debido a la fama de amenazador de Don Edgar no se atreve a dar su nombre.
Sus compañeras recuerdan pocos detalles de Gia. Dicen que era una adolescente que casi no sonreía. El padre nunca permitió que las acompañara al cine, no quedaban en el Centro Comercial como todas, no la dejaba hacer tareas en casas ajenas ni salir sola de casa. El padre decía que era para protegerla, una sobreprotección que aunque llamaba la atención de los padres de familia de las demás niñas. “Nunca nos atrevimos a preguntar nada”, dice una madre de familia, “él tenía fama de tener amigos con poder”.
Sólo la madre de una de las compañeras de colegio sabía el secreto de Gia. Ella había sido amiga de la madre, y en el colegio su hija había compartido con Gia cuando llegaba desesperada. “Nunca me atreví a denunciarlo, él tenía poder y me había amenazado de muerte si hablaba”, dice la mujer.
El hermano mayor la recuerda como una adolescente enojada. La abuela afirma que ella ya advertido que la niña no debía vivir con su padre, “que no estaba bien”. Todo aquel que la conoció se reserva los comentarios: en el colegio está prohibido hasta mencionar su nombre, como si hubiese pasado mucho más que un año desde ese domingo en el que fue hallada sin vida.
“Se suicidó”, insistió Don Edgar ese día. Una doctora llegó para certificarlo, pero los golpes en el rostro y las piernas provocaron la intervención del Ministerio Público. Y así, a pesar de la negativa de Don Edgar, que afirmaba que a su hija “nadie la iba a tocar”, los fiscales ingresaron a la habitación y encontraron el cuerpo de complexión robusta y una altura mayor al promedio colgado del closet, con golpes en el rostro y moretones en las piernas. La niña tenía una toalla de baño enrollada en la cabeza y había total desorden, como si se hubiese librado una guerra y allí yaciera el perdedor.
Afuera, el padre profería insultos, fumaba sin parar y repetía que su hija se había suicidado. El cuerpo de Gia fue trasladado a la morgue donde reveló más de un detalle que se había borrado en la escena del crimen.
Gia había sufrido vejámenes toda su infancia, al punto que tenía distensión rectal. Los fiscales no vacilaron en señalar a su padre, el único hombre que la acompañaba a todas horas, quien la “protegía” de todo lo exterior.
El 17 de junio, día del padre en Guatemala, Edgar Barrios era conducido a los tribunales acusado de femicidio contra su hija. Ese mismo mes quedó en prisión preventiva. En julio los fiscales hicieron una reconstrucción de hechos. Sospechaban que la niña había sido asfixiada en un acto sexual. Había que buscar pruebas, así tuvieran que poner de cabeza la casa. Pero todo había desaparecido, hasta sus fotografías, como si quisieran borrar de la historia a la niña que hacía tres días había sido enterrada.
En el basurero, arrugadas, encontraron dos fotos de Gia. En una se la ve con una sonrisa tímida, luciendo el traje típico de Quetzaltenango. Tendría unos cinco años. En la otra vestía de florecita, al parecer para un acto escolar.
Los fiscales también hallaron su diario. Como la mayoría de adolescentes, Gia había optado por escribir sus padecimientos y alegrías, que aunque pequeñas. Por ejemplo, vivía la ilusión de un primer amor.
En sus hojas también encontraron pistas de cómo podían hacerle justicia, lo había escrito meses atrás, sin saber que sería un mapa para los fiscales. “Mi papá vino anoche y me violó, sabe que me duele pero aún así lo sigue haciendo”. “Yo creía que él era bueno pero no, él es un diablo”.
Con evidencia clínica y testimonial, los fiscales se presentaron al Juzgado de Femicidio y la jueza dictaminó que correspondía un debate para resolver el caso.
El juicio comenzó en enero. Se presentó la necropsia, donde se evidenciaba que su muerte había sido por asfixia, pero nadie podía asegurar de qué forma llegó a este estado el cuerpo, certificaba la distensión rectal pero no podían asegurar qué se le introducía o si padecía enfermedad alguna. Una serie de “si pero no” que para los fiscales era como dar un paso adelante y dos para atrás. Los jueces vieron desfilar y escucharon más de 25 testimonios, entre ellos los hermanos de Gia. Uno de ellos reveló cómo el “diablo” (apodo que ya habían adoptado los tres), lo obligaba a abusar de su hermana.
Habló un vecino: contó que Don Edgar le había comprado un vestido de mil quetzaltes a Gia para llevarla a la tumba. Se escuchó a los clientes de Don Edgar: hablaron de su buena reputación, de su buen corazón, de su inteligencia y de su amor por sus hijos, desmedido para algunos.
El lunes 6 de febrero por la mañana, los jueces se tomaron la molestia de citar a todos los medios de comunicación para anunciar la sentencia que emitirían en el caso. “Ante una acusación irresponsable y mal planteada por el Ministerio Público, encontramos al acusado inocente”, resolvió por la tarde el Tribunal de Femicidio.
Los jueces indicaron que la investigación había sido ineficiente, que el informe de la necropsia también y, a pesar de la sospecha de otros delitos contra los otros hijos, ordenaron que Barrios quedara en libertad inmediata.
La Fundación Sobrevivientes, dedicada a la lucha contra la violencia contra las mujeres en Guatemala, se expresó así ese día: “Esta sentencia absolutoria constituye una aberración jurídica y un precedente nefasto para la justicia guatemalteca relacionada con la niñez y mujer víctimas. Peor aún, tratándose de un Tribunal especializado en Femicidios que lejos de condenar al sindicado, habiendo suficientes medios probatorios, lo absolvió, prolongando así la impunidad que campea en nuestro país. Por ello se inició proceso de antejuicio contra los tres jueces que integran el Tribunal de Sentencia”.
El Ministerio Público también apeló la sentencia absolutoria y paralelamente le empezó otro proceso a Edgar Barrios, por el abuso que también sufrieron sus otros dos hijos. Los niños, ahora adolescentes, narraron en el debate cómo llegaba a su cuarto, a media noche, se metía a sus camas y los abusaba.
“Yo me hacía el dormido pero me abrazaba y me llevaba a su cama”, narró uno de sus hijos, el mismo que cuando tenía cinco años y Gia dos años y medio, obligó a violarla.
Los viajes a la costa, que parecían tan familiares a todos los que los conocían, no lo eran para los niños. Relataron que los llevaba a un hotel de paso, los ponía bajo la regadera y hacía que se abusaran frente a él.
Por estos casos fue capturado nuevamente el 31 de mayo. Se le acusa de abusos deshonestos violentos en forma continuada y violación con agravación de la pena. La semana pasada,la Sala Quintade Apelaciones dejó sin efecto la sentencia absolutoria por femicidio que dictó el Tribunal de Femicidio en febrero y ordenó repetir el debate ésta vez se hará en Ciudad de Guatemala.
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