Por Lucía L.
Hay años plagados de primeras veces.
A los doce empecé a elegirme la ropa a la hora de ir de compras.
A los doce di mi primer beso y por esos años también, desconcertada y primeriza ,me llegó la menstruación.
A los doce aún, a veces, jugaba a las muñecas con mi hermana menor y sentía esa tensión urgente entre abandonar la niñez y adentrarme en la pubertad.
A los doce empecé a pelearme con mi mamá por exigir privacidad, el sueño de un cuarto propio, y a enojarme con mi hermano porque me hacía pasar vergüenza delante de mis amigas.
A los doce, una se debate cosas en secreto porque no sabe si es la única persona en el mundo que lo siente o le pasa y todo está lleno de pudor.
A los doce, una se siente rara y a veces tonta. Y se es inocente y arrogante al mismo tiempo con la fuerza del drama y la fragilidad de no tener ninguna certeza.
Y algunas tardes de domingo, paseando en el auto familiar o mirando por la ventana, una se imagina que es la protagonista del videoclip de una canción muy triste. Y las amistades parecen que van a durar toda la vida aunque baste un cambio de colegio para no saberse más.
A los doce años nadie debería tener una cicatriz atravesada en la panza. A los doce años, ni a ninguna edad, se puede obligar a alguien a parir.
A los doce años el adolecer debe ser fugaz, libre de clandestinidad y muerte.
No hay cuerpo de doce años que aguante lo que la han obligado a sufrir.