Celia Delgado*
Viernes. 10 de la mañana. Junio. Frío, muy frío.
Llego a la sala de juicio, subsuelo, poca luz. Nunca se sabe si es de día o de noche ahí adentro.
Sebastián espera sentado, solo, en medio de un cordón de sillas desocupadas. Sus manos apretadas, una a la otra. Me mira, sonríe y dice:
-Hola doctora, ¿cómo anda?
Nos saludamos y entramos a la sala. Va a ser juzgado. Voy a defenderlo. La acusación: tentativa de robo y amenazas.
Veo su expresión. Me hace preguntas, una y otra vez lo que ya hablamos diez veces al menos:
-¿Voy a ir preso?, ¿Cuánto me van a dar?, ¿Qué tengo que decir?
Inaugura otras:
-¿Me saco la gorra? ¿Estoy bien así?
Me cuenta de sus últimos trabajos, todos en negro, me interroga:
-¿Cómo voy a probarle al juez que estoy trabajando si estoy en negro?
Continúa:
-Volví a mi casa, con mi señora y mi hijita, estamos bien.
Llega el fiscal, se acerca a nosotros. Sebastián empalidece. Nos saludamos y le digo:
-Doctor, intentemos aplicar un criterio de oportunidad. Mi defendido tiene 21 años, trabaja, tiene familia a cargo.
Me contesta con un no rotundo y dice:
-Es un hecho violento, usted sabe doctora cual es nuestro criterio cuando hubo violencia en el hecho.
Insisto, insisto, insisto.
Llega el juez. Se sienta en el estrado. Nos interpela con la mirada. El Fiscal sale de la sala, nos pide que aguardemos. Va a hablar con la víctima.
En menos de dos minutos regresa y con asombro, casi perplejo nos dice:
-El señor no quiere continuar con la causa, no tiene ningún problema en concederte un criterio de oportunidad. Lo único que pide a cambio es entrar a la sala y decirte unas palabras.
Sebastián me mira. Decimos SI al unísono.
A los pocos minutos entra un señor mayor, como de 70 años. De traje, camisa, corbata, zapatos negros brillantes. Toma asiento junto al fiscal. Este le da la palabra y comienza. Le habla a Sebastián, le dice un montón de cosas hermosas, le dice que quiere una vida mejor para él, que no le guarda ningún rencor ni pretende vengarse, le dice que no lo quiere preso ni sancionado, no le interesa. Incluso llega a decir que no quiere recibir la reparación que Sebastián le ofreció. Nos cuenta que después del hecho quedó con miedo. Que después se le fue y algunas veces ese miedo le vuelve cuando sale a caminar con su nieto y se imagina que puede volver a suceder. Le pide a Sebastián que intente ser mejor y que le prometa que no lo va a lastimar.
Mientras habla busca la mirada de Sebastián. Su tono es amable y pausado. Por momentos se emociona.
Termina, silencio.
Sebastián levanta la cabeza, pide perdón. Le dice que se quede tranquilo, que no tenga miedo, que su vida empieza a ser distinta en algunos aspectos. Le promete que va a intentar ser mejor y que no va a lastimarlo.
El hombre pide permiso para levantarse. El juez asiente con la cabeza. Se dirige hacia Sebastián, ambos de pie, le extiende una mano, se las toman con fuerza y el hombre pega un tirón y estrecha a Sebastián contra sí, abrazándolo fuerte.
Lloro. Miro al juez que también llora. Miro al fiscal que también llora.
Somos espectadores, no hacemos ni decimos nada.
Ellos salen juntos de la sala.
Horas más tarde, cuando aún me encuentro emocionada, un compañero de trabajo, defensor experimentado, me recuerda una escena cinematográfica en la que un abogado pregunta a otro:
-¿Qué es lo que ama del derecho? Que a veces, ocasionalmente, uno es parte de la justicia que se realiza.
*Defensora oficial e integrante de la mesa nacional de la Asociación de Pensamiento Penal.
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