Una mañana de invierno Ana Zabaloy estaba dando clases a los chicos de la escuela rural José Manuel Estrada cuando un fuerte olor invadió el aula. Los chicos lo identificaron enseguida.
—Seño, es el veneno del mosquito —le dijeron.
Desde la ventana de la cocina, la maestra y directora vio un tractor fumigando el campo vecino. Estaba apenas a unos 20 metros de distancia de la escuela. Todavía no lo sabía: el olor que sentían era del herbicida 2,4-D, uno de los componentes del agente naranja que los militares estadounidenses lanzaron en Vietnam. En ese momento, la maestra recibió un llamado y como adentro no tenía buena señal se acercó hasta el mástil. Sin querer respiró el aire contaminado. Durante varias semanas estuvo con parálisis facial y tos. Ese día entendió el daño que provocan los agrotóxicos y se convirtió en una de las referentes de la lucha contra las fumigaciones en los pueblos y las escuelas rurales.
Durante seis años Ana fue directora y maestra del único curso de la Estrada, que incluye a chicos de seis a doce años. En ese tiempo vio cómo afectaban las fumigaciones a sus alumnos: mareos, dolores de cabeza y de panza. Chicos con problemas respiratorios y digestivos y mamás que perdían los embarazos. La maestra recordaba especialmente el caso de una nena que había venido con su familia de Paraguay. “Yo los vi llegar y eran unos gorditos rozagantes, sanísimos, pura vida. Después de cuatro años de vivir en un establecimiento de cría de ganado porcino donde fumigaban muchísimo con avionetas sobre el techo de sus casitas, vi cómo se iba deteriorando su salud”, recordó en un documental del colectivo Huerquen. La nena llegó a tener una sinusitis crónica con sangrados constantes.
—Las docentes rurales somos testigos directos del costo humano de este sistema basado en transgénicos y venenos —repetía.
Ana era docente y psicopedagoga. Aprendió a ser maestra en escuelas rurales, donde también terminó su carrera. En enero de este año, cuando la gobernadora María Eugenia Vidal promulgó la ley que habilita a fumigar con agrotóxicos en zonas cercanas a escuelas, viviendas y cursos de agua, la exdocente publicó una carta abierta en la revista Cítrica: “Es tristísimo y terrible, pero no es casual: es un plan para dejarle el territorio libre al agronegocio”, dijo.
Meche Méndez, enfermera del Garrahan, la conoció una tarde de 2014 en San Antonio de Areco. Ahí visitó la escuela, a unos 20 km del casco urbano, y escuchó las historias que contaban los chicos. A partir de ahí nació un vínculo entre ellas. “Tuvimos el honor de escuchar tu voz amorosa y contundente en el Hospital Garrahan; en los ateneos que, sobre esta problemática, venimos realizando con la Junta Interna de ATE desde el año 2011 y exponer allí también las obras de tus alumnos”, escribió ayer en una carta que publicó la agencia Pelota de Trapo.
Ana ya estaba enferma. Tenía un cáncer que había logrado controlar frenar durante más de una década y que se volvió incontrolable después de las fumigaciones. “No tengo la certeza que tu recaída se deba a los venenos que hicieron incorporar a tu cuerpo de manera prepotente; pero sí, sin duda, tengo la certeza que esos tóxicos/venenos que largamente está ya comprobado que aumentan el riesgo de enfermar y morir a las personas expuestas no debieron estar ahí: solo así podríamos no asociarlos”, escribió.
Ana murió el domingo a la hora de la siesta. “¿A quién le cobraremos las vidas que este modelo se sigue llevando?”, se pregunta Meche.