Al Líder lo conmueven los tipos comunes que se levantan todos los días antes de que amanezca para ir al trabajo. Basta con subir al subte un lunes a las siete de la mañana y ver las caras de desgano. La frustración de los tipos que se van a entregar como vacas al matadero a trabajos insoportables. A veces, cree el Líder, esos tipos desearían quedar atrapados en el subte con tal de no sufrir los maltratos del jefe. El encierro bajo tierra los pondría a salvo. Sentados, si es que tienen la suerte de sentarse en la hora pico, parecen muertos vivientes. Inmóviles, incapaces de pronunciar una palabra, dejan que la mirada se pierda en la nada. Algunos son tipos que se rompen el lomo y no llegan a fin de mes. Son bastardeados por sus patrones y la única forma de rebelarse es quejarse en silencio. Esos tipos lo saben: nunca tendrán un auto o una casa. A lo sumo, si son oficinistas, podrán sacar un crédito, hacer méritos o, en el peor de los casos, chuparle las medias al superior para conseguir un ascenso. La rutina los carcome. Es un virus que un día, sin que se dieran cuenta, se les metió en el cuerpo. Trabajan por inercia. Pasan todo el día cumpliendo órdenes. Todo para que un día los devoren las fauces que convierten a los útiles en prescindibles. A la vuelta del trabajo, después de un día agotador, llegarán a sus casas y no le dirigirán la palabra a sus esposas o a sus hijos. Callados, sentados a la mesa ante un plato de comida, se reirán con el programa de Tinelli o se indignarán con la protesta sindical del día que paralizó el tránsito en la ciudad, sin pensar que el próximo desocupado dispuesto a cortar la calle podría ser él. A estos tipos, el Líder los admira. Se pregunta cómo hacen para estar mansos en lugar de estallar o volverse locos. Incapaces de rebelarse, van resignados al ostracismo, silenciosos, ensimismados; convertidos en ladrillos de carne y hueso que pronto serán polvo y escombros pisoteados por la suela del zapato lustrado de sus jefes. A estos tipos derrotados les han quitado hasta la posibilidad de fantasear, por ejemplo, con ser millonarios de un día para el otro, conocer Europa, o enfiestarse con dos vedettes famosas que lo dejen seco. Ellos ya están secos, pero de agotamiento. Estos tipos, se imagina el Líder, ni siquiera saben que esas fantasías sólo pueden ser cumplidas por sus patrones. Estos tipos son los mismos que engordan las colas de los bancos. Porque un poderoso no pierde el tiempo en esperar. Basta con observar quiénes están en la cola para darse cuenta de que la mayoría son laburantes. Algunos irán por la migaja, otros por un cheque que quizá rebote por falta de fondos. Unos tantos rezarán por un mísero crédito. Los más viejos esperarán que otra vez no les cambien la jubilación por billetes falsos. A muchos de ellos les tocará un buen cajero. Pero no todos los empleados bancarios son buena gente. Están los que se ponen la camiseta del banco y le cuidan el bolsillo al patrón. Se deben sentir importantes retando al cliente, negándole el préstamo porque falta una firma o metiéndole, como sea, una tarjeta de crédito a alguien que no la pidió. El Líder detesta a los empleados que lo miran a uno de arriba abajo, esos tipos que pierden el pelo por el estrés pero se creen galanes porque tocan cientos de fajos con guita que no es de ellos y que nunca lo será. Esos bancarios con ilusiones de banquero que hablan banalidades con su compañero o critican por lo bajo mientras uno espera, harto, que llegue su turno. Al Líder lo enfurecen las publicidades de bancos, esas que muestran a la familia feliz que puede viajar porque existe una tarjeta de plástico que es mágica. No sólo pueden viajar: también pueden cenar en los mejores restaurantes, comprar electrodomésticos con cuota fija y sin interés y ropa de moda. Esa tarjeta de plástico que parece mágica pero no lo es. Porque un día, esa tarjeta mágica te hace volver al mundo real y quedás en la lona. Mejor dicho, debajo de la lona, consumido por una bancarrota. El compre ahora y pague en seis meses es un espejismo, como lo fue la plata dulce y el deme dos. Hay discursos que se construyen con frases pegadizas, como las de la publicidad. Hay que pasar el invierno. Les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo. A vos no te va tan mal, gordito. El que apuesta al dólar pierde. El que depositó dólares tendrá dólares. Hay frases políticas que llevan a otras frases, menos políticas y más furiosas, pero tan pegadizas como las otras. Qué se vayan todos. Chorros, devuelvan los ahorros. Piquete y cacerola, la lucha es una sola. El Líder prefería otra frase, brutal y directa: arriba las manos, carajo. Sin el carajo, asegura el Líder, no tiene la misma fuerza. El carajo dignifica.
Muchas veces, sentía el impulso de zamarrear a los zombies de los subtes y de las colas de los bancos. Hubiese deseado gritarles, despertarlos de su letargo, invitarlos a la revolución que estaba por planear. Creía que muchos de estos tipos, en el fondo de sus almas, estaban dispuestos a hacer lo que él, tarde o temprano, solo o acompañado, iba a hacer: robar un banco.
“La paciencia es la pasión domada”, decía el Líder. Era su frase de cabecera. Ignoraba que el pastor protestante estadounidense Lyman Abbott, autor del libro Cómo triunfar, había dicho esas palabras. El Líder creía que esa especie de declaración de principios era del millonario Rockefeller.
Una vez, el Líder leyó en la sección Internacionales del diario que un japonés se hizo pasar por un inspector de sanidad y convenció a 17 empleados de un banco para que tomaran una supuesta medicina. Les dijo que era el único modo de salvarse de una epidemia. Lo hizo desarmado, aunque la persuasión puesta al servicio del mal puede dañar casi tanto como un arma. Al rato, los empleados cayeron como naipes y se retorcieron en el suelo. Gritaban del dolor. El tipo les había dado veneno. Con paciencia, esquivó los cadáveres y vació las cajas de atención al público. Se sacó el pasamontañas para cubrirse la nariz: el olor era insoportable. Se fue en silencio y por el apuro tuvo que pisotear varios cadáveres. Las suelas de sus zapatos estaban llenas de vómitos. Es así: el vómito es el último grito del envenenado. Es como si en ese vaho sofocante se le fuera el alma. En Japón suelen pasar ese tipo de cosas. El Líder vio por televisión la noticia de un ladrón que robó 500 mil dólares. Salió favorecido por la ley del menor esfuerzo: aprovechó que el terremoto y el tsunami habían inundado un banco de Kesennuma, al noroeste de Japón. La fuerza del sismo había abierto la bóveda. En medio del caos, el tipo manoteó los billetes que flotaban en el agua turbia.
Qué hijos de puta estos japoneses, pensó el Líder. A él jamás se le ocurriría envenenar a las víctimas o aprovecharse de una tragedia para robar un banco. A lo sumo, él era capaz de dar un sopapo. O de apoyar el chumbo en la espalda. Es simple: si el rehén se pone pesado, implora por sus hijos o se hace pis de los nervios, lo calmás con una palmadita o le hablás en voz baja. Tranquilito que todo va a estar bien, se le dice. A veces es mejor ponerse firme, pegar un grito seco, amenazante, o llevar el fierro a la cabeza de la víctima. De ese modo, los otros sabrán que la cosa va en serio. Pero hay límites. El Líder no es un santo de estampita ni se perfuma con agua bendita del Vaticano. No es un caballero francés con bombín, bastón y frac blanco. A no confundirse. El Líder puede llegar a ser un hijo de puta con todas las letras. Un agresivo que está obsesionado con la guita. Pero también es cierto que sólo mataría si se viera acorralado. Si su vida o la de los suyos dependiera de su dedo en el gatillo. El Líder es el típico ladrón con códigos que trata de respetar una máxima del delito: la plata manchada con sangre no tiene valor. Es cartón pintado.
Por eso el Líder se ríe de los periodistas que se burlaron de los ladrones que no hace mucho robaron las sacas de un banco, pero sólo se llevaron papeles y cartas. Qué idiotas, pensaron los giles. No se llevaron plata. Pero los giles son los que piensan eso. Se llevaron algo mucho mejor que el dinero: la información. La información es poder. Estos tipos tienen los nombres, las direcciones, los datos de miles de personas. Ellos sabrán qué hacer con eso.
Al Líder jamás se le pasó por la cabeza contarle a una mujer que estaba por asaltar un banco. Como buen lector de las novelas policiales francesas, había aprendido la máxima de los detectives: “Cherchez la femme” (“busquen a la mujer”). Cuando se busca a una banda, no hay nada mejor que una amante despechada dispuesta a delatar al hombre que la traicionó.
Sólo se lo confesó a su psicólogo:
–Estoy por afanar un banco.
El tipo se inclinó sobre su silla y sonrió.
Pero su paciente le aclaró que hablaba en serio.
El psicólogo nunca llegó a creerle del todo. O le creyó pero prefirió hacerse el distraído, quizá porque no quería quedar enredado en un asunto complicado. ¿Violaría el secreto profesional para abortar el robo del siglo?
–La gente se tiene que identificar con nosotros. El tipo laburante, el que no llega a fin de mes, el que está cansado de que los bancos le metan el dedo en el culo. El oficinista que es forreado por su jefe y sabe que nunca tendrá un auto o una casa. El tipo que no consigue laburo o el viejito que es bastardeado en los bancos por cajeros que inútilmente les cuidan el bolsillo a sus patrones. Tenemos que pensar en esos tipos. Que una vez que trascienda el robo, estos pobres digan: los chorros son geniales. A esto, lo llamo sensación de clamor popular.
Para el Líder, la mejor forma de robar un banco era combatirlos con las mismas recetas, aunque los bancos son como las víboras: inmunes a su veneno. El Líder había pensado ejecutar un golpe perfecto.
A su favor, podría decirse que él pensaba repartir el botín por partes iguales. Pero era su proyecto y no permitiría que alguien se lo arruinara o cambiara. Además, pensaba, no cualquiera estaba capacitado para sumarse a su plan. Los débiles y torpes eran prescindibles. Aunque antes que un traidor talentoso, prefería un subordinado fiel e inútil. Podía aceptar ideas o sugerencias. Estaba dispuesto a ceder un poco. Las cosas iban a hacerse a su antojo. Ahora, todos tendrían que obedecerle. Acaso sin saberlo, el Líder se estaba convirtiendo en los patrones o en los gerentes de banco que tanto odiaba.
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