Foto: Rosalía Souza
Cuando el 13 de octubre de 1970 el FBI la encontró en el séptimo piso del motel Howard Johnson de Nueva York, Angela Davis mantuvo la calma, caminó erguida, con la cabeza alta y los pasos lentos. Hacía dos meses que estaba clandestina tras ser una de las diez personas más buscadas en Estados Unidos. Se la acusaba, entre otros delitos, de asesinato. Tras varios juicios, fue declarada inocente. Casi cincuenta años después, mientras caminaba en el escenario del Teatro Solís, parecía hacerlo de la misma manera.
Aquella vez, en la clandestinidad, para esconder su identidad usaba una peluca. Era negra, de pelo lacio, y cada día que se la ponía la goma le oprimía el cráneo. Con ese pelo sintético y falso que caía por sus hombros, la huella más evidente de quién era, quedaba oculta. Después de aplastar su afro que crecía con fuerza propia por encima de su cabeza debajo de una goma durante 60 días, el pelo quedó comprimido, estrujado.
Angela Davis tiene 75 años. El afro ya no es negro pero sigue estando. La acompaña un poco más gris, con un poco más de tiempo, para marcar una identidad, una lucha, una postura política, una visión del mundo. Durante los siete días que Angela estuvo en Montevideo dando charlas, recibiendo reconocimientos y encontrándose con mujeres negras de todo América del Sur, también hubo algo que quedó en evidencia y latió más fuerte: el racismo, la opresión de las mujeres afro y de las minorías, continúa tan presente como antes, como ayer, como siempre. “Hace cinco siglos la gente de color resistió a la esclavitud. Pasaron 500 años y seguimos resistiendo”, dijo en sus días en Uruguay. “El movimiento de mujeres negras logra generar esperanza para la región y el mundo. Cuando las más oprimidas empiezan a levantarse, el mundo se subleva con nosotras”.
20 de marzo
El miércoles por la noche era la primera vez que la iban a ver, aunque ella había llegado al país el día anterior. En el lobby del hotel Esplendor de Punta Carretas, donde estuvo alojada, eran 12 las que esperaban. Todas forman parte de Mizangas, colectivo de mujeres afro que, en el marco del proyecto Horizonte de Libertades, fueron las responsables de su llegada; todas son mujeres y negras, todas saben sobre Angela, su vida y su lucha. Muchas crecieron con su historia, otras la conocieron cuando se unieron al colectivo, cuando empezaron a ser conscientes de que lo que les pasaba a ellas, también le pasaba a todas.
Llegaron antes de la hora estipulada y se sentaron en los sillones grises a esperarla. Angela bajó las escaleras sola y se paró frente a ellas. Ninguna notó su presencia hasta que Agustina, 20 años, la vio. “Está Angela Davis”, dijo y no supo qué más decir. Se quedaron paradas frente a ella, como si el silencio por unos segundos fuese capaz de transmitir todo lo que sentían y no podían decir, como en un gesto de homenaje, de admiración. “Yo no sabía cómo saludarla, había crecido escuchando su historia y ahora estaba frente a nosotras”, cuenta Agustina.
Angela estaba vestida de negro. Tenía un pañuelo largo que no era amarillo ni anaranjado pero era una mezcla de los dos. En una mano tenía una libreta y una lapicera que no soltó en toda la noche, donde anotó cada línea de desigualdad e injusticia que le contaron. “Su llegada es concretar un sueño”, dice Tania Ramírez, integrante de Mizangas. “Viene a decir algo que nosotras venimos diciendo hace muchos años desde varias organizaciones sociales y que va a ser escuchado de otra forma. Angela Davis reúne todas nuestras luchas: es una mujer afro, lesbiana, feminista que además es académica, pero ha sido perseguida políticamente por pertenecer al Partido Comunista y al de las Panteras Negras”.
22 de marzo
A las seis y media de la tarde la explanada del Teatro Solís tenía el movimiento de algo importante. Había una pantalla que dejaba ver lo que pasaba en la sala principal, había gente sentada en la calle, había carteles, había voces, había risas nerviosas y otras de emoción.
Las entradas para la conferencia de Angela Davis en el Solís se agotaron en dos días. A verla llegaron colectivos de mujeres afro de todo el interior de Uruguay, de Argentina, de Brasil, de Chile, de Colombia, de Bolivia. Ese era uno de los primeros días en la historia del Solís que las personas negras ocupaban las primeras filas, que eran mayoría.
Angela salió al escenario poco antes de las siete de la tarde. Sonreía aunque no entendiera demasiado los gritos que llegaban desde el público. Sonreía, Angela, porque no hacía falta entender. Y, tras recibir el reconocimiento de Visitante Ilustre que otorga la Intendencia de Montevideo, caminó hacia la mesa, con calma, pasos largos y la cabeza en alto, como queriendo transmitirle a su gente que su lucha es también una cuestión de valores, de dignidad, de nunca bajar la guardia. Ni los brazos.
Escuchó el discurso de Federico Graña, Director Nacional de Promoción Sociocultural del Ministerio de Desarrollo Social, de la coordinadora ejecutiva de la Secretaría para la Equidad Étnico Racial y Poblaciones Migrantes, Elizabeth Suárez, de y Tania Ramírez, de Mizangas. Miró hacia abajo en actitud de escucha atenta, asintió con la cabeza cuando Elizabeth dijo que el 80% de la población afrouruguaya vive aún por debajo de la línea de pobreza y lo volvió a hacer cuando Tania le agradeció por su presencia y resistencia: “Fuiste la negra más buscada por el FBI y ahora sos la más buscada por los pueblos oprimidos. Gracias, Angela”.
Sonrió tímida. Les dio la mano a sus compañeras. Se paró y se plantó frente al micrófono. “Buenas tardes. Muchas gracias”, dijo en un español torpe. Y después habló durante casi dos horas sobre racismo, vulnerabilidad, democracia, el sistema carcelario, Palestina, Israel, sobre la conciencia medioambiental, el imperialismo y el colonialismo, el feminismo y el feminismo afro; habló sobre desigualdad y sobre los desaparecidos en la dictadura uruguaya, habló de José Mujica, con quien cenó después de la conferencia. Habló de todo, Angela, pero sobre todas las cosas, les habló a sus hermanas negras, al igual que lo hizo en la cárcel de Nueva York, donde todas las presas eran afro o latinas. Les dijo, sonriendo y con el puño en alto, que gracias por estar, que gracias por haberla liberado al grito de Free Angela en 1972, que su lucha empezó hace cinco siglos y tiene que continuar, que el racismo “está vinculado al patriarcado, a la discriminación y a la homofobia”, que va más allá de un país o una región, que para combatir al racismo no es posible tener una visión simplista del asunto, que hay que empezar por cambiar las estructuras. Angela Davis las miró a los ojos y les dijo, que antes que nada, tenían que seguir soñando. “Thanks you, muchas gracias”.
23 de marzo
Un pasillo quedó libre para dejarla pasar. Otra vez de negro, con un pañuelo amarillo y la misma libreta, Angela ingresó a la sala de la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo a una de la tarde. Hacía cuatro días que recorría Montevideo de un lugar a otro, pero no había rastros de cansancio ni en su rostro ni en su cuerpo ni en su andar. Se sentó en la mesa junto a una representante afro uruguaya, una argentina, una brasileña, una colombiana y una chilena. Todas contaron sobre la realidad del racismo en sus países. Todas dejaron en evidencia que ser mujer no es lo mismo que ser mujer negra, que la opresión y la desigualdad se acentúan cuando se trata de ellas, que las mujeres blancas no tenemos demasiada idea de qué hablan cuando dicen que han sufrido por ser afrodescendientes. Y tienen razón. Angela las escuchó y anotó en su libreta. Después les dijo que ella no podía darles consejos. Les pidió disculpas porque, tras cuatro días en Uruguay había recibido tanta información que no ha podido procesarla.
“Estuve en Brasil ocho veces -dijo- y estoy impresionada por el poder de las mujeres afro. Estoy un poco familiarizada con la situación de Colombia pero es la primera vez que escucho sobre mujeres afro en Argentina: realmente tenés razón sobre su invisibilización; en Chile estuve dos veces y no pude conocer a ninguna persona negra, allí realmente no reconocen a los afrodescendientes”.
Dijo que siempre se ha sentido incómoda con la identidad de afro americana: “Más allá de su lucha, la gente en Estados Unidos asume que los únicos negros en todo el hemisferio son los que viven allí. Creo que es momento de tender lazos de solidaridad con el resto de Latinoamérica”.
Recibió el premio Amanda Rorra, que reconoce a mujeres afrodescendientes y después durante 45 minutos firmó libros, se sacó fotos y se abrazó con todas las mujeres que quisieron acercarse. Todas querían saludarla y agradecerle, todas querían decirle que su lucha es la misma. Angela les dio la mano, les dijo thanks you, sisters.
Desde las cinco de la tarde, 18 de julio, la principal avenida de Montevideo, estuvo cortada. Frente a la explanada de la Universidad de la República había un escenario y a las seis y media, Davis volvió a encontrarse con la gente que la esperaba. Allí fue reconocida como Doctora Honoris Causa de la Universidad de la República, en un acto que, por primera vez en la historia de esa institución, se celebra en las calles. Es que ahí es donde a Angela le gusta estar: cerca de la gente, hablándole a sus hermanas, sin levantar la voz pero diciendo que la educación impulsa siempre el deseo de libertad. Como en los días anteriores, hubo líneas de su discurso que se repitieron: Palestina, los refugiados, las fronteras, Marielle Franco, la homofobia, el capitalismo racial, la desigualdad, el alzamiento de las mujeres negras.
Después del discurso llegó la fiesta. Rubén Rada le cantó a Angela, que miraba al escenario sentada en las escaleras de la Universidad, con sus “hermanas” negras, que la rodeaban, que le explicaban, que le cantaban, que la abrazaban. En ese último abrazo, ya de noche, también estuvo la síntesis. Angela Davis había dejado un mensaje. El mismo que intentan gritar las mujeres afro uruguayas cuando una es golpeada solo por ser negra, cuando el asiento del ómnibus a su lado siempre queda vacío, cuando en un aeropuerto las detienen solo a ellas, cuando una mujer trans y negra es enviada a la cárcel sin ninguna explicación, cuando se cree que el negro es el primer sospechoso; ese mismo mensaje que las personas blancas pensamos que ya no es válido, que es pretérito, arcaico, con el que Davis nos golpeó fuerte en la cara. Ese que dice que los derechos humanos no pueden, nunca, verse limitados por la piel, el género o la clase.
*Esta nota fue realizada en el marco de la beca Cosecha Roja.