Cosecha Roja.-
El miércoles, el día que se cumplía un año desde la desaparición Candela Sol Rodríguez en la provincia de Buenos Aires, Ana Carolina Quispe Marca, boliviana, 17 años, buena alumna, volvía casi en silencio a casa en el barrio porteño de Lugano. Faltaba desde el jueves pasado al terminar una clase de educación física, y apareció el miércoles a sobre las 16: 30 de la tarde, mientras se realizaban las entrevistas para esta nota. Las circunstancias no están claras, y el juez de la causa ordenó que declarara en la Brigada Antisecuestros. Solo algunos medios alternativos, Télam y Canal 7 habían tratado el tema.
—Profe, se me van a manchar las zapatillas-, se quejó Ana ante su tutora, Marcela Velo, señalándose las zapatillas negras con la base de los resortes de un rosa eléctrico.
Era jueves 17 de agosto. Había lloviznado toda la mañana y la clase de educación física estaba a punto de suspenderse. Las chicas no tenían ropa deportiva: calzaban jeans, blusas y zapatillas nuevas. A las 12: 45 del jueves pasado fue la última vez que su tutora –profesora de geografía y de historia- la vio. No notó nada extraño. “Estuvo trabajando lo más bien, nada que pudiera prever que estaba planificando escaparse con alguien”, dijo la mujer.
Ana Quispe es callada pero lúcida, siempre laboriosa y dispuesta. Después de la clase de gimnasia, salió con sus amigas –otras chicas de la colectividad boliviana– y cruzaron el Parque Avellaneda. A mitad de camino, ella se separó tomando un rumbo que no era habitual, aunque el destino final sí lo fuera: dijo que iba a buscar a sus hermanos, que cursan la escuela primaria.
Fue la última vez que la vieron. No llevaba su DNI ni su celular, apenas cuatro pesos, la tarjeta SUBE –había rechazado la plata que le ofreció su padre– y la netbook otorgada por el gobierno. Sus padres hicieron la denuncia en la comisaría 40, y la fiscalía Nº 10 comenzó la pesquisa.
La comunidad escolar –el centro de estudiantes, compañeros, maestros y directivos– y los vecinos del barrio se mostraron activos, acompañando a los padres. Hubo marchas el viernes y el lunes, pidiendo por su aparición. El domingo por la tarde, los investigadores recibieron una pista que orientó la búsqueda: un llamado telefónico corto, en el que la voz de Ana –angustiada– les decía que estaba bien, pero que no regresaría. Eso, sumado a ciertos indicios de rigidez en la crianza, alentaban la idea de que Ana se había ido.
En la tarde de miércoles, antes de que Ana apareciera, Alberto Quispe atendió a Cosecha Roja. No quiso decir una palabra. El comisario de la 40 estaba a su lado. Tampoco lo hicieron en la seccional, aunque cuando un joven falta de la casa, el silencio policial suele alternarse con la versión de la fuga con su pareja o problemas insalvables en la intimidad familiar. El problema es que si se trata de una acción del crimen organizado, se pierde un tiempo precioso: en casos como esos, las primeras 24 horas son vitales para llegar a buen puerto.
No hay demasiados detalles acerca de cómo apareció Ana, ni que hizo durante la semana en la que faltó de su casa, aunque se sabe que está bien. No los dan en la fiscalía que investigó el caso. Sin embargo, Cosecha Roja pudo saber que Alberto Quispe, su padre –que trabajaba en un taller de costura– se presentó en la comisaría 43 –y no en la 40, donde se había radicado la denuncia original– junto con su hija y con Alfredo Ayala, un dirigente boliviano señalado por varias organizaciones como el mandamás de los talleres clandestinos. Y que por eso, el juez interviniente ordenó que Ana se trasladara a declarar en la Brigada Antisecuestros. Cuando Cosecha Roja lo consultó por la aparición de Ana, Alberto Quispe se limitó a decir: “estuvo con dos señoras”.
El club
El caso de Ana Quispe reeditó otros casos, algunos no resueltos, con esas mismas coordenadas: son adolescentes, casi niñas, y bolivianas. “Hay un tema preocupante y es que ya van una serie de desapariciones de chicas de la comunidad boliviana”, dice Facundo Lugo, miembro de la organización La Alameda, que lleva varios años denunciando el trabajo en talleres clandestinos y redes prostibularias, y conteniendo a sus víctimas, que suelen ser bolivianas.
“Intervenimos en otros casos de chicas desaparecidas, muchas de ellas de la comunidad boliviana, y en algunos pudimos ayudar”, integrante de la Asociación que tiene su sede principal enfrente del Parque Avellaneda. Es una plaza caliente, con zonas denunciadas como liberadas por la comisaría 40, y la proliferación de puntos de venta de drogas y talleres clandestinos.
El caso más crudo ocurrió hace tres semanas. Lisbeth Muñoz cursaba el primer año del colegio secundario y vivía con su familia en la villa 1-11-14. El jueves 2 de agosto no volvió de la escuela. Esa noche, a las 22, empezó la búsqueda oficial de Lisbeth, cuando sus padres hicieron la denuncia en la comisaría 34. Pero no duró mucho: a las 2 de la madrugada del viernes, un paseante vio como su cadáver de 14 años, semidesnudo, ultrajado y amoratado, era arrojado en Villa Lugano desde un auto claro en movimiento. Los investigadores pensaron en un ajuste de cuentas, pero su familia, en apariencias, no tenía deudas con nadie. Durante el funeral, los vecinos de la villa cortaron la avenida y pasearon el féretro de la niña hasta la capilla del barrio.
La adolescente L.F. –su nombre se mantiene en reserva– desapareció de su casa en Mariano Acosta el 17 de febrero pasado. Tenía 15 años y casi no salía: era tímida e introvertida. No manejaba redes sociales, ni tenía celular hasta unos días previos a su desaparición. Bailaba danzas tradicionales. En su casa se vivían situaciones de violencia diarias, sus padres estaban separados pero había una denuncia penal contra el padre por violencia hacia su madre.
L.F. Comenzó a frecuentar pibas más grandes (de 20 a 24 años) que se juntaban en las cercanías de la casa de su padre. Según la pesquisa, cuando desapareció, estaba con una chica de 20 años que es la “novia” de un dealer peruano del Bajo Flores. Fue vista por la zona de Liniers-Mataderos, y en la 1-11-14, en una zona donde se vende droga. La Justicia cree que fue cooptada o entregada a una organización narco.
Facundo Lugo, sabe por experiencia que “la comisaría 40 siempre busca llevar el tema hacia la hipótesis de que se fue con el novio, o con una amiga”. Y aunque reconoce que muchos de los casos se originan puertas adentro o con la pareja, y terminan con impulsos propios de la edad, las comunidades vulnerables como las migrantes son un blanco apetitoso para las mafias organizadas: redes de trata –con fines de explotación sexual o laboral– o de narcotráfico.
“Nosotros, cuando patrocinamos o asesoramos a familiares, apuntamos a que en un principio se investigue la hipótesis de trata, porque hace a la seriedad de la investigación. Después, si aparece una pelea familiar, o con el novio, queda descartado lo más grave que es la hipótesis de trata”, dice Lugo. Porque muchas veces “los reclutadores se hacen pasar por novios, o chicos interesados, y el fin último es la explotación o la venta de drogas. Ha pasado”.
Muchas veces, el caso está atravesado por más de una variable. L.C., que desapareció a principios de este año en circunstancias similares a las de Ana Quispe: se ausentó de un día para el otro, peleada con su padre –que atendía una verdulería–, porque tenía algunas materias bajas y como castigo le había quitado su teléfono celular. Las organizaciones y los vecinos se movilizaron, los abogados de La Alameda se pusieron en contacto con el comisario y el fiscal. Incluso se contactaron con un hombre mayor que había sido pareja de L.C., pero no tenía nada que ver con su ausencia. Unas semanas después, la detectaron trabajando a destajo en un taller clandestino. La Justicia lo allanó y L.C. fue rescatada. “Eso es lo peligroso en el relato de la discusión familiar: esta chica se había ido de la casa por la pelea con su padre, pero terminó reclutada en un taller clandestino”, explican desde la ONG.
De las chicas que reaparecen, como L.C., no quedan muchas huellas virtuales porque las organizaciones y los organismos estatales consensuaron un criterio: cuando la chica o el chico aparece sano y salvo, se elimina con la mayor eficacia posible su derrotero digital para no prolongar el efecto estigmatizante. “Cómo en los medios nacionales muy rara vez salen, no quedan casi registros”, dice Lugo.
Tal vez por eso el rastro virtual de Gladys Cordero Quispe, de 14 años, se pierde en septiembre de 2011. Gladys se fue de su casa el 20 de junio de 2011 a comprar pan en una zona cercana al Parque Avellaneda, y nunca volvió. Vestía un jogging gris con rayas rosas en los costados y una campera rosada. Sus padres denunciaron la desaparición en la seccional 40°, difundieron la noticia en las radios de la comunidad boliviana y pegaron carteles con su foto por la zona donde vive. El rostro y los datos estuvieron publicados en el sitio del Consejo de los Derechos de los niños, las niñas y adolescentes del gobierno de la ciudad –donde funciona un archivo de niños desaparecidos–, y su desaparición fue investigada por la fiscalía 48, que subroga Eduardo Cubría, el hijo de la jueza federal. En ninguno de los tres organismos dieron detalles de qué sucedió con ella. En la fiscalía, afirmaron que ya no entendían en la causa pero dejaron entrever que la pesquisa sigue abierta.
De Sandra Janet Mamani Llanos tampoco se sabe mucho. Tenía 14 años, desapareció el 15 de agosto de 2011 cuando iba con su hermana para la escuela, y apareció un mes después en Guaymallén, provincia de Mendoza. La causa, instruída por la fiscalía 46 continúa abierta. La justicia quiere saber cómo llegó hasta allí y qué tipo de organización la tuvo cautiva.
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