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Por Mariana Carbajal

Entré a un diario nacional como becaria, a los 20 años. Cuando el subdirector, un periodista de renombre, salía de su oficina para recorrer la redacción, yo miraba de reojo para donde rumbeaba: siempre buscaba una espalda femenina para apoyarse y sobar con sus manos pegajosas. Dos periodistas, unos pocos años mayores que yo, solían ser sus víctimas preferidas. A veces me tocaba a mí. ¿Qué podía decir, aunque me desagradara, si sucedía a la vista de todos? Se aceptaba sin comentarios, más que algunos chistes entre colegas masculinos –lo supe ahora– que hacían apuestas a ver a quién (le) tocaba ese día.

No era una mano indeseada en el culo. Pero tenía el mismo efecto de invasión en mi cuerpo, incómodo, perturbador. Pensé que esas cosas ya no pasaban, que tenían que ver con un contexto de otro tiempo, más de dos décadas atrás. Pero esta semana, cuando empecé a indagar sobre el acoso sexual en el ámbito de los medios, a partir del caso de Ari Paluch, supe que seguía vigente: que hay editores –algunos periodistas de la tele—que apelan a la misma treta para toquetear a jóvenes colegas en redacciones de portales de noticias. Y gozan de la misma impunidad, a la vista de todos.

No es la única situación de acoso sexual que escuché por estos días. Los relatos son variados. Lo más llamativo tal vez es que no necesité hacer una investigación exhaustiva. Apenas tuve que preguntar en un par de chats que comparto con periodistas y comunicadoras para que me empezaran a llegar mensajes de audio con experiencias espantosas. Una conocida me dijo que era tan horrible lo que le había pasado que no podía grabar un audio y cuando le ofrecí que lo escribiera o me lo contara directamente, se dio cuenta de que tampoco podía ponerlo en palabras. Todavía.

Escuché otras situaciones al final de una conferencia de prensa, cuando nos estábamos despidiendo entre colegas y salió el tema. Las historias propias o de compañeras y amigas caían en cascada. También en una radio, mientras esperaba para hacer mi columna semanal, las productoras escupieron las propias.

Es tan común que quienes trabajamos en medios hayamos padecido episodios de acoso sexual que parecen plaga. Los relatos involucran a periodistas famosos, más progres y más fachos, a escritores consagrados, a colegas menos conocidos, a jefes de redacciones o gerentes de áreas. El acoso sexual es otra cara de la violencia machista, que extiende su mano –nunca mejor dicho—al ámbito del trabajo y tiene como contexto favorable la precarización laboral que enfrentamos actualmente y que afecta con más fuerza a las mujeres, y particularmente a las más jóvenes, en un marco de creciente desempleo y cierre de medios. Otro tema, claro, es lo que sucede frente a las pantallas y micrófonos.

Hace dos años un gerente de Sistemas de uno de los portales de noticias más visitados del país le tocó el culo a una periodista, cuando salía de su oficina. Ella no pudo reaccionar en el momento. Llegó a su escritorio casi temblando y le contó a un colega. Resulta que esa redacción y todas las oficinas del medio están repletas de cámaras de seguridad por la obsesión vigilante de su mandamás. Con lo cual, alentada por su amigo, la colega dio a conocer el episodio a sus superiores y se pidieron las grabaciones de la oficina del acosador. Buscando la escena denunciada se encontraron con una situación más abusiva aún: a otra periodista la había obligado a sentarse en sus rodillas y todo estaba ahí grabado. El gerente terminó despedido. Pero resulta que este año, la colega a la que le había tocado el culo, se lo cruzó en un pasillo de la misma empresa periodística de donde lo habían echado. Al verlo tuvo un ataque de pánico. Se enteró de que lo habían vuelto a contratar tercerizado. Y cuando fue a quejarse a sus superiores, le dijeron que como ella no lo había denunciado en la justicia no podían no volver a tomarlo como empleado. Le resultó tan insoportable la posibilidad de volver a verlo que decidió renunciar y se quedó sin trabajo.

Las historias que fui juntando en estos pocos días involucran a varones con posiciones de poder y también a compañeros de trabajo sin otra jerarquía que su ostentación de machos. Me contaron que un periodista que sigue temas policiales, y hace poco se cambió de canal, le sacó una foto con su celular, disimuladamente, a una compañera de su nuevo trabajo, cuando ella se agachó y su escote dejó ver sus pechos abundantes. Para jactarse de los paisajes que disfrutaba ahora le mandó la foto a camarógrafos de su antiguo canal, que se la reenviaron a sus colegas del nuevo: la cofradía de machos en acción. Cuando se enteró del uso pajero que se hacía con su imagen, la colega se sintió muy incómoda, violentada. Este tipo de conductas también implica violencia laboral porque crea un ambiente hostil de trabajo. ¿Cómo se puede trabajar con dedicación si se sabe que la mayoría de nuestros compañeros se están relamiendo con una foto robada donde se asuman nuestras tetas? ¿Me habrá sacado otras? ¿Seguirá acechándome con la cámara de su celular?

Una comunicadora y actriz muy joven me contó que hace cuatro años, cuando tenía 24, conoció, en un taller de arte donde ella trabajaba a un escritor consagrado, que además es guionista de cine. El escritor le empezó a preguntar por su carrera, por sus sueños. Fanfarroneó con las dos películas cuyo guión había escrito. Hasta que un día le dijo que estaba trabajando en otra y que el director buscaba a una actriz y que él podía recomendarla para el papel. La invitó a hablar del proyecto a su oficina. Ella dudó en ir, lo consultó con amigas. El lugar de encuentro le resultaba inquietante. Pero él insistió.

– Imaginate lo que es eso para una chica de 24 años que quiere ser actriz. Era un tremendo director. Me dijo que no quería hablar en mi trabajo para que no se confunda nada, que así me mostraba el guión y podíamos hablar más tranquilos.

Y fue.

– Ya había tenido situaciones de castings en lugares muy extraños, o en una charla de café en un bar con un tipo que quería ver cuán dispuesta estaba yo por esa promesa de papel. Cuando llegué a su oficina me sentí muy incómoda porque él hablaba de todo, de una millonada de cosas, menos de mi personaje, que era lo que yo quería escuchar. Tocaba temas sexuales. Yo trababa de llevarlo a la película. Le contaba de mis profesores de teatro, lo que había hecho. Y él siempre volvía a lo mismo: a cuestiones sexuales que me incomodaban. Yo estaba en una silla, cerca de la computadora, porque supuestamente me estaba mostrando el guión, porque como yo dudaba me quería convencer de que había intercambiado mails con el director, que ese papel era para mí. Y de pronto se me tiró encima y me besó y ahí me levanté y me fui.

La voz se le quiebra. Todavía revive la angustia de aquella vez. Se siente culpable por haber ido a su oficina, aun con las dudas que tenía. Lo que más le duele es que se aprovechó de sus sueños para llevarla a su guarida y así atacarla. Si no hay consentimiento, es violencia sexual. Siempre.

Otra colega que tenía a cargo una oficina de prensa institucional, un día le indicó a un periodista que tenía que desgrabar un audio para subir una nota a las redes.

– Me manda el audio desgrabado con el asunto: “Me debes tres petes”.

Una amiga me cuenta que a los 24 años entró a la redacción de una agencia de noticias y los editores de la sección de al lado se habían impuesto un concurso: a ver quién se la levantaba primero.

– No me hicieron nada pero era muy perturbador entrar todos los días a la redacción. Yo procuraba no levantar la vista del teclado, hacer un mínimo contacto con el entorno.

Una periodista tuvo problemas con un conductor conocido de televisión cuando la llamaron para formar parte de un programa. La estaban probando como columnista, de modo que no tenía garantizado el lugar.   

– El conductor tenía muy buena onda con todos pero a mí me invitaba insistentemente a tomar café. Yo le decía que sí, que algún día íbamos a ir, y cuando empezó a ser más punzante le dije que fuéramos antes del programa, que era temprano. Él quería ir después, se ofendió y a partir de ahí me empezó a hacer la vida imposible, en el aire y fuera del aire, tanto que tuve que irme del programa.

Me llegaron relatos de otras provincias. Siempre el denominador común es la juventud. El acosador se aprovecha no solo de los sueños, también de la vulnerabilidad y la indefensión de sus presas: sabe que no lo van a denunciar. Si él es el que manda. O apela a la coerción y la amenaza para silenciarlas.  

En general, los varones no tienen que pasar por este tipo de situaciones. Somos las mujeres las que las sufrimos mayoritariamente. ¿A cuántas le han tocado el culo en su lugar de trabajo sin su consentimiento? ¿Cuántas han recibido comentarios sexuales sobre su vestimenta cotidianamente? ¿O sobre sus curvas? ¿A cuántas la jornada laboral se le ha vuelto intolerable después de rechazar los avances de algún superior?

El acoso sexual no está tipificado en el Código Penal. Hubo varios proyectos en el Congreso para convertirlo en delito. Pero no prosperaron. La mayoría de las normas que se aprobaron en el país –a nivel municipal, provincial y nacional– castigan esa conducta sólo en la administración pública con sanciones que pueden llegar a la cesantía o la exoneración del funcionario o el empleado público. Existen regulaciones en las provincias de Santa Fe, Chaco y Buenos Aires y también en el ámbito porteño y nacional, entre otras jurisdicciones.

¿Cuál sería el mejor camino para prevenir y sancionarlo? Hay que tener en cuenta la dificultad de la prueba en materia de Derecho Penal y que ante la duda siempre se resuelve en favor del acusado. No siempre hay testigos o cámaras. Los sindicatos deberían tomar el tema como prioritario. Es fundamental pensar en herramientas de carácter persuasivo. Tal vez haya que avanzar con una legislación que prevea una sanción económica, como reparación para la víctima, y que no solo pague el acosador sino que sea solidariamente responsable el empleador o el superior jerárquico que hizo la vista gorda. ¿Billetera matará acosador? Habrá que analizar el tema en profundidad. La impunidad es la peor respuesta.

Después de la denuncia contra Paluch, aparecieron otras en su contra. Varias. Estaban silenciadas. Pero resulta que era vox populi. Las mayorías silenciosas que apañan estas conductas –como en el caso del bullying escolar—termina siendo cómplices. Si todos tuvieran una mirada censuradora del acoso sexual en los lugares de trabajo seguramente habría menos manolargas. Tal vez, ojalá, este sea un momento de inflexión, que marque un cambio. Después de las grandes movilizaciones convocadas con la consigna Ni Una Menos, muchas mujeres –y varones también—empezaron a desnaturalizar las violencias machistas, a identificarlas, a denunciarlas. La sanción a Paluch es necesaria. Pero también es imprescindible que la “tolerancia cero” a este tipo de conductas se extienda y no se acaben solo en su figura.