Miguel Prenz – Cosecha Roja.-
–Yo era muy amigo de Sergio… es más, el martes que lo mataron iba a ir a arreglarle el lavarropas a la casa.
Detrás de la reja azul desde la cual atiende la agencia de quiniela, Ricardo habla de Sergio Bernal, el diariero que el 15 de julio pasado fue asesinado de tres tiros por su vecino, Oscar Hernández, en el partido bonaerense de Vicente López.
–Sergio era un tipo excelente, muy entrañable, servicial. Tenía un corazón enorme. El tipo que lo mató era todo lo contrario.
Como Ricardo es técnico en refrigeración y sabe de electricidad Sergio Bernal le pidió el año pasado que fuera a su casa para ayudarlo a detectar una fuga eléctrica que había en el baño de su casa y ponía en riesgo de electrocución a la familia. Tras revisar la instalación, Ricardo llegó a la conclusión de que la fuga provenía de la casa de Oscar Hernández. Le tocó timbre al médico, le explicó el problema y le pidió por favor que hiciera revisar su instalación porque los Bernal corrían peligro. “Por mí, que se mueran todos”, le respondió a los gritos Oscar Hernández y cerró de un portazo.
–Sergio hizo una denuncia municipal y llamó a Edenor para que lo intimaran a este tipo. Y la cuadrilla de Edenor encontró lo que yo me imaginaba: un cable que iba por la pared de su casa estaba mal aislado y electrificaba el baño de Sergio. Este tipo no convivía bien con nadie, se peleaba con todo el mundo, no respetaba a nadie. La señora que vivió antes en la casa de Sergio todavía es vecina del barrio y cuenta que Hernández y su familia son tan agresivos que hasta la golpearon una vez.
La agencia de quiniela está en la entrada de la galería comercial contigua a la estación Aristóbulo del Valle de la línea Belgrano Norte. En el fondo está el puesto de diarios de Sergio Bernal. Son unos ochenta metros de peluquerías, tiendas de ropa, relojerías, negocios de accesorios para celulares y santerías. Los clientes son pocos y algunos locales tienen menos mercadería que otros en la vidriera, como el que exhibe cuatro carteras de cuero negras cubiertas de polvo.
Frente al puesto de diarios de Sergio Bernal, naranja, cerrado por duelo, pasa una abuela de cuento nacional y popular, el pelo blanco despeinado, la mirada entre dulce y pícara, los anteojos redondos sobre la punta de la nariz. Arrastra un changuito con las compras del supermercado.
–Sergio era un pan de dios –dice–. Trabajó hasta el domingo que se casó. Me acuerdo que ese día pasé temprano por acá y le dije “¿qué hacés acá si te casás en un rato?”. Y él me dijo que antes tenía que hacer el reparto. Todos los vecinos fuimos al casamiento.
La abuela, que no quiere dar su nombre, dice que también conoce a Oscar Hernández, que fue a su casa varias veces para que la esposa del médico le tomara la presión a su marido.
–Después nos compramos el aparatito para tomarnos nosotros solos la presión y no fuimos más. La mujer de Hernández decía que era enfermera y él decía que era médico, pero no psiquiatra. Una vez me hizo una receta y el sellito no decía que era psiquiatra.
Oscar Hernández, dice ella, es un buen hombre o, al menos, lo parece.
–Ayer mi hija me decía “¿viste, mamá? Hernández nunca fue buena persona”. Y me contó algo que yo había olvidado. Una vez, cuando mi hija era chiquita, estaba jugando con una amiga en la vereda de Hernández y él salió como loco y las sacó corriendo con un palo en la mano.
–Hay vecinos y periodistas que dicen muchas taradeces sobre el doctor Hernández –dice, escobillón en mano, la setentona de pelo enrulado que vive al lado de la casa del homicida–. Él vive en el barrio hace treinta y cinco años, yo hace cincuenta y nunca tuvimos ningún problema. Es un excelente hombre y un excelente médico. Es médico nuclear, atendió a conocidos míos y los curó.
Los Beltrán viven frente a la General Paz en una casa de altos gris celeste que está sobre la de los Hernández, amarilla con puerta color ladrillo. Allí la policía encontró un consultorio con material ginecológico -lo que echó a rodar el rumor de abortos clandestinos- además de siete armas largas, dos revólveres, dos pistolas y una colección de cuchillos de combate.
–Hernández es un tipo que se dedica mucho a lo físico, siempre se lo ve corriendo y andando en bicicleta –dice Carlos, que tiene un kiosco en el barrio desde hace cincuenta años–. A Bernal lo veía cuando le compraba el diario. Había una situación tensa entre ellos y terminó como tenía que terminar: de la peor manera. Se nota que ese día Hernández se levantó con los cables pelados y por esa discusión de las esposas y los perros, y si no era por eso iba a ser por cualquier otra cosa, no tuvo mejor idea que hacerle cirugía mayor al diariero.
Ríe.
–Hernández trabajó un tiempo en Platense, acá a unas cuadras –dice Carlos–. Se encargaba de la revisación médica para la pileta en verano.
–Hernández trabajó en la pileta, pero hace mucho no tiene nada que ver con el club –dice un cuarentón pelado del otro lado de la reja que impide ingresar a la sede de Platense–. Ese tipo no está bien de la cabeza.
En el año 2000, uno de los chicos que asistía a la colonia de vacaciones murió de meningitis. Se sospechó que había contraído la enfermedad en la pileta del club hasta que se comprobó que había sido en otro lugar. Mientras se determinaba cuál había sido el foco infeccioso, comenzó a investigarse también cuán eficiente era el control médico de las instalaciones.
–Hernández se debe haber sentido tocado por eso y un día, de la nada, vino al club y le pegó al que era presidente. Lo sentó de culo de una piña.
Foto: Mario Sayes / Infojus Noticias
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