pibe detenidoJuan Tapia.-

El 2 de julio de 2009 Mar del Plata despertó con una temperatura bajo cero. El país se encontraba enfrentando una pandemia de Gripe A y en la ciudad costera se suspendieron las clases para evitar la proliferación del virus.

A las dos de la tarde de esa fría jornada, Emmanuel, un estudiante de diecisiete años, caminaba por la calle Martínez de Hoz casi 12 de Octubre. Metros antes de llegar a su casa, se encontró con dos jóvenes, vecinos del barrio, con los que entabló una conversación ocasional. Para sorpresa de los tres muchachos llegó al lugar un móvil policial con dos efectivos. En seguida llegaron otros tres patrulleros.

El conductor de la primera unidad le ordenó a los jóvenes que apoyaran sus manos sobre el capot del vehículo y comenzó a revisarlos. Cuando Emmanuel intentó sacar su documento, los policías extrajeron sus armas “por temor a que el adolescente estuviera armado”. Los pibes recibieron todos los insultos posibles por parte de los efectivos. Los agredieron por ser vecinos de la Villa de Emergencia “La Vía”. Los acusaron de ser unos “chorros de mierda”.

Por casualidad, la mamá de Emmanuel se encontró con el procedimiento y al preguntar qué sucedía le dijeron que era un “control de rutina”, que no tenía que preocuparse. Sin embargo, ella vio cómo los policías esposaron a los tres jóvenes y se los llevaron detenidos.

“Cuando éramos trasladados a la comisaría por calle Ayola, el que conducía la unidad detuvo la marcha y empezó a pegarme con golpes de puño en la panza y la cara. Yo estaba esposado. Luego se sumó el otro policía que le pegó a Darío y luego a mí. El conductor me tomó de la nuca, me golpeó contra la reja del patrullero que divide la unidad y me dejó lesiones. El que conducía sacó el arma y me hacía que la tocara para que él pudiera decir que yo se la había sacado. Yo sentí que en ese momento me quería matar. Luego nos amenazaron diciendo que si denunciábamos algo de lo ocurrido nos iban a cagar a palos e iba a ser peor, declaró Emmanuel tiempo después.

El informe oficial dice que las detenciones fueron motivadas por un llamado telefónico al 911. Un vecino habría denunciado que tres jóvenes se encontraban “tomando alcohol y drogándose” en inmediaciones a su casa. Por eso, el personal policial de la comisaría Tercera se dirigió “inmediatamente” al escenario y encontró a “tres sujetos” de idénticas características a las descritas en el llamado telefónico. Según el documento, los muchachos “se encontraban en forma sospechosa observando hacia el interior de los vehículos allí estacionados, los que al notar la presencia del móvil policial, comienzan a acelerar su marcha tomando una actitud evasiva con el personal”.

Las actuaciones no pudieron verificar ni el consumo de alcohol ni la ingesta de drogas por parte de los pibes; mucho menos, el comienzo de la ejecución de un delito.

Luego de recuperar su libertad Emmanuel denunció las torturas que dieron origen a la IPP 13254-09. La Fiscalía archivó la investigación por no poderse acreditar la materialidad de los hechos.

Los jóvenes fueron detenidos por averiguación de identidad.

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Eran las nueve de la noche del 27 de diciembre de 2011 cuando Miguel, veinte años, se dirigía a la casa de su novia, ubicada en el corazón del puerto de Mar del Plata. Caminaba tranquilo, en una jornada asfixiante en la que el Servicio Meteorológico había elevado a rojo el nivel de alerta por la ola de calor veraniega. En la antesala de una nueva temporada alta la ciudad se disponía a modificar su fisonomía y alterar sus pulsaciones con el arribo masivo de turistas, mientras los periódicos anunciaban un notable nivel de reservas hoteleras para fin de año.

Miguel se detuvo unos minutos en el cruce de las calles Vernet y Sicilia para mandar un mensaje de texto. En ese momento arribó al lugar el dueño de la casa frente a la que estaba parado. El hombre bajó raudo de su automóvil Ford Falcon color negro, extrajo un arma de fuego calibre 22 y lo acusó de estar robando. Le dijo que le iba a pegar un tiro y que se tirara al piso. Asustado, Miguel llamó al 911 mientras el hombre que lo apuntaba hacía lo propio y le decía: “no sabes quién soy yo, soy policía, te voy a quemar”.

En seguida llegó un auto particular Corsa, plateado y de vidrios negros, con dos hombres en su interior. Uno de ellos se puso a hablar con la persona que estaba armada. El otro agarró a Miguel por atrás, lo empujó y lo tomó del pelo colocándolo contra la pared, preguntándole si tenía droga en su bolsillo.

Luego de revisarlo y constatar que Miguel no llevaba nada, lo apoyaron contra el Corsa y le sacaron las zapatillas. Lo dejaron descalzo en la calle de tierra y le avisaron: “te vas a comer doce horas de calabozo”.

Cuando arribó el patrullero, le colocaron las esposas y lo trasladaron a la Vucetich para ficharlo. Más tarde, lo llevaron a la comisaría Quinta, donde Miguel preguntó si podía hacer una denuncia. “No podes, te vas para el calabozo”, le dijeron y lo dejaron esposado en la cocina de la seccional.

Horas después verificaron que “no tenía antecedentes ni pedidos de captura” y le dijeron que se podía ir. Miguel insistió en hacer la denuncia porque él no había discutido con nadie, como decía el parte oficial. Pero el funcionario que le dio la libertad le aclaró: “mejor tomátelas flaco, te metiste con un comisario”.

El hombre armado, dueño de la casa donde Miguel estaba parado, no era un policía. Es el secretario general de SUPETAX (Sindicato Único de Peones de Taxis), un gremio con mucha presencia en los medios de comunicación de la ciudad por sus reiterados pedidos de control del delito, más uniformados y la ampliación de las facultades policiales.

Miguel denunció la privación ilegítima de libertad y se inició la Investigación Penal Preparatoria 125-11. Pero la Fiscalía interviniente la desestimó por considerar que se trataba de un procedimiento legítimo.

Miguel fue detenido en averiguación de identidad.

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Los casos de Emmanuel y Miguel muestran el modo selectivo y discrecional en que se emplea el dispositivo más arbitrario e ilegítimo que tienen las policías: la potestad de detener a personas por “Averiguación de Antecedentes, de Identidad o de Actividades”, según se nombre en cada provincia.

A través de este instituto, se otorga a las fuerzas policiales una potente herramienta de control social sobre determinados segmentos poblacionales. Los dos casos narrados evidencian justamente que los sujetos son captados mediante este procedimiento: hombres jóvenes y pobres con dificultades para oponerse a estas prácticas. El estatus social es al parecer la condición que orienta la intervención policial.

Una investigación académica elaborada en 2008, en base a datos del Departamento Judicial Mar del Plata, comprueba esa hipótesis. Se chequearon doscientos partes policiales de procedimientos de averiguación de identidad por los que 348 personas quedaron detenidas.

De ese total, 46 tenían 18 o 19 años, 197 entre los 20 y los 30 años y 55 entre 31 y 40 años. Unas 20 personas rondaban los 50 años y sólo 10 eran mayores a 51. Es decir que en el 68 por ciento de los casos se trataba de jóvenes hasta 30 años y en el 20 por ciento tenían entre 30 y 40 años.

De los 348 detenidos 154 eran desocupados, 40 empleados, 10 albañiles, 8 jornaleros, 7 estudiantes, 5 vendedores ambulantes y 5 changarines. También había 3 bomberos voluntarios, 3 fileteros, 3 cuidadores de autos, 2 cartoneros, 2 saladeros portuarios y 2 comerciantes, 2 mensajeros, 2 amas de casa, un pintor, un plomero, un cocinero, un marinero, un promotor, un chatarrero, un fabricante de ropa, una jubilada y 90 sin actividad laboral indicada.

Como queda evidenciado, la mayoría de las detenciones fueron a personas con pocos recursos que integran las denominadas “clases bajas”. En ese proceso de definición, diferenciación, clasificación y etiquetamiento media, sin más, el carácter selectivo del sistema penal y del aparato policial en base a postulados de la criminología tradicional, de corte positivista en la que los “pobres” están más expuestos a resultar detenidos y a ser tutelados por el tribunal.

Esta modalidad de intervención estatal supone además un fabuloso registro de la actividad de las personas. Como indicaba el teórico Michel Foucault, “lo que caracteriza un Estado de policía es que se interesa en lo que los hombres hacen, en su actividad, en su ‘ocupación´. El objetivo de la policía, en consecuencia, es el control y la cobertura de la actividad de los hombres, en la medida en que esa actividad puede constituir un elemento diferencial en el desarrollo de las fuerzas del Estado”.

Mediante la detención en averiguación de identidad se legitima la imposición de una pena informal, que decide y administra la policía. Es la voz del representante de los taxistas que decide expulsar de su vecindario a un joven por su aspecto o el llamado del vecino molesto con un grupo de pibes que conversa en la esquina del barrio lo que habilita el nacimiento de un sistema penal paralelo: subterráneo, con razzias, privaciones ilegítimas de libertad, torturas y hasta desapariciones y muertes.

No hay olfato policial sin olfato social.

En la década del ’90, un caso paradigmático puso en jaque la vigencia de la detención en averiguación de antecedentes, identidad o actividad. Fue cuando un joven menor de edad que pretendía asistir a un recital de Los Redonditos de Ricota, en el estadio de Obras Sanitarias de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, fue detenido por este dispositivo en una razzia policial. Apareció muerto en la comisaría donde se encontraba alojado. El joven se llamaba Walter Bulacio y su caso generó que la Corte Interamericana de Derechos Humanos exigiera al Estado argentino la adecuación de su legislación nacional a los parámetros que establece el Derecho Internacional de los Derechos Humanos.

Hoy la detención de personas “en averiguación de identidad” pareciera estar en el camino de su derogación definitiva porque una oleada de resoluciones judiciales en distintas partes del país ha declarado la inconstitucionalidad de estas prácticas.

Esto es porque se viola el derecho a la libertad ambulatoria, que en modo alguno puede ser restringido por el Estado a quien ni siquiera está imputado de la comisión de un delito. Porque se vulnera el principio de inocencia al convertir a todos los ciudadanos en sospechosos de registrar pedidos de captura u órdenes de detención.

Porque las detenciones se concretan al margen de todo dispositivo legal: sin atención médica, sin poder avisar a un familiar o abogado los motivos de la privación de libertad y sin control de un juez durante las horas en que dura el encierro, lo que habilita la multiplicidad de abusos policiales durante ese lapso.

Desde el plano de la seguridad y el control del delito, la facultad de detener en “Averiguación de Identidad” no tiene ninguna utilidad práctica para prevenir hechos delictivos. No sólo se interviene restringiendo derechos a quien no han hecho nada prohibido, sino que se asigna a la policía funciones meramente administrativas, como conocer la identidad o las actividades laborales de las personas. Esa acción desvía a los efectivos de las funciones operativas relacionadas con la prevención de ilícitos y la aprehensión de posibles autores.

Desde el prisma administrativo vinculado con la identificación de personas, el Estado cuenta hoy con diversas herramientas para que, en fracción de segundos y en la vía pública, se puedan lograr estos objetivos. Mecanismos como el “Morpho Touch”, en poder de las policías provinciales desde hace años, o el más novedoso Sistema Federal de Identificación Biométrica para la Seguridad (Sibios), permiten eficientes y veloces formas de reconocer a un ciudadano, con mínimas afectaciones a sus derechos fundamentales y sin necesidad de ninguna aprehensión.

Fue en 1815 que se estableció la obligatoriedad de poseer papeleta de conchabo (trabajo) con visado oficial para poder transitar por la provincia de Buenos Aires. Aquellos ciudadanos que no tenían esos documentos, eran reputados de vagos y en consecuencia, sujetos de castigos.

Doscientos años después, pese al avance de las garantías individuales y los derechos colectivos frente al aparato represivo del Estado, la arbitrariedad y discrecionalidad policial todavía encuentra refugio en el disfraz de legalidad que implica una detención en averiguación de identidad.

*Juez de Garantías de Mar del Plata. Docente de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Mar del Plata.

 

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