Por Cristian Alberti*
Esta nota fue publicada el 14 de junio de 2021
Hace 40 años que aprendemos todos los días a sobrevivir a una pandemia, a una plaga que, aunque no es como en los ochenta, sigue su curso. No me exijan fingir sorpresa ante el estado actual. La no sorpresa no me transforma en cómplice de la economía del abandono, mucho menos en negacionista, porque también aprendimos a sobrevivir ante los discursos que negaban la existencia de lo que nos mataba.
No hay sorpresa de la peligrosidad con la que se empieza a mirar a lx otrx cuando un resultado da positivo a un virus. No sorprenden los discursos de odio aunque duelan, tampoco los juicios morales aunque sepamos de sus efectos en el cotidiano. No sorprende que algunxs vayan naturalizando la violencia y hasta puedan convivir con la muerte evitable. Mucho menos se sorprendan ustedes si al leer, encuentran similitudes con lo que estamos viviendo. Sería más honesto reconocer que aprendieron a obviar nuestras existencias al costo de olvidar los saberes producidos en ese resistir para continuar con vida.
Hace 40 años irrumpía en el escenario global la pandemia del sida. Mucho ha sido transformado desde aquellos ochenta y noventa desoladores, en los que un diagnóstico era el boleto hacia la muerte. Otro tanto amerita ser revisado y las reivindicaciones de entonces podrían ser retomadas en este presente en el que el VIH y el sida parecieran haberse perdido en la agenda de los asuntos sociales, que es también la agenda de la salud colectiva.
Ese 5 de junio de 1981, cuando se dieron a conocer en la prensa gráfica de Estados Unidos los primeros casos de sida, se transformaría en el comienzo de los discursos de estigmatización, criminalización y odio hacia quienes se infectaban.
Luego de 4 años de “la peste rosa” o “el cáncer gay”, como titularon en sus comienzos a una pandemia producida por un virus que se transmitía por los fluidos corporales independientemente de la identidad sexual, se anunciaba el descubrimiento de la causa del síndrome de inmunodeficiencia adquirida o sida: el VIH. El 23 de abril de 1984, en una conferencia de prensa, se señaló la diferencia entre el virus y el síndrome, pero la prensa ya había producido un discurso impregnado de nociones estigmatizantes que fueron traduciéndose en el señalamiento de determinadas poblaciones como peligrosas.
Gay-related immune deficiency (inmunodeficiencia asociada a la homosexualidad) o New homosexual disorder worries health official (Nuevo trastorno homosexual preocupa a los agentes de la salud) eran los títulos con los que los periódicos informaban la multiplicación de casos de sida, encerrando en el discurso de la peligrosidad a una identidad sexual y no a una práctica específica que debía ser atendida.
Si con el feminismo habíamos aprendido que lo que no se nombra no existe, el sida nos enseñó que el modo de nombrar puede gestionar la muerte de aquellas existencias que se iluminan. Nombrar para patologizar a toda una cultura gay que venía conquistando el espacio público e instalando una serie de reivindicaciones, poniendo de manifiesto la posibilidad de otro tipo de ejercicio de la sexualidad, de otros modos de construir lo vincular.
Sida como síndrome de las 4 H fue otra de las canciones reproducidas por la prensa. Cada H representaba a una población que estaba siendo la más afectada por la epidemia. Una H de homosexuales, otra de heroinómanxs, una tercera de haitianxs y una última H de hemofilicxs. Cuando se descubrió que el virus habitaba la sangre y empezaron a ser posibles los testeos antes de las transfusiones, se fue retirando a lxs hemofílicxs de ese grupo del espanto.
Acostumbrados a la inmediatez del hisopado, nos puede resultar difícil pensar los años que transcurrieron entre la cobertura mediática de un pandemia, el descubrimiento de su causa y la creación de una prueba que sirva para analizar la infección. En 2020 pasamos dos meses en confinamiento mientras reclamábamos la aparición de una tecnología farmacéutica que termine con el covid. En menos de un año la vacuna para atenuar sus efectos vio la luz. No fue así con el sida. Entre el anuncio del descubrimiento del VIH por parte de Robert Gallo en 1984 y la aparición de un esquema de medicación efectivo que frenara las muertes de manera concreta pasaron diez años. Porque aunque se había vuelto a utilizar el AZT transformándolo en el medicamento más caro de la historia, no tenía los efectos esperados y, en ocasiones, intoxicaba al cuerpo haciendo que el proceso de la enfermedad se diera con mayor velocidad.
El poder de hacer esperar es un privilegio heterosexual. Los activismos de la radicalidad sexual y de la interseccionalidad fueron los que le pusieron palabras al modo de gestión política y económica que fue caracterizando a la pandemia del sida. La violencia explícita pero naturalizada que arrojaba cuerpos a la muerte era posibilitada por esa triada entre Estado, Medios de Comunicación y Laboratorios Farmacéuticos. Mientras el Estado se corría de la responsabilidad de cuidado de una parte de la población, los medios anunciaban que las muertes estaban contenidas en una cultura específica y los laboratorios no avanzaban en fármacos eficaces si no era con la certeza de un rédito económico.
En Argentina, siempre producto de la disputa por parte de los activismos y grupalidades que se habían generado, en 1990 se sancionó la Ley de Sida vigente hasta la actualidad. La misma responsabilizó al Estado del acceso a la salud para todas las personas viviendo con VIH y con sida, pero aún no había medicación efectiva.
Recién en 1994 el Dr. David Kessler anuncia que se había llegado a una eficiencia en el control de la reproducción del virus con un fármaco llamado inhibidor de proteasa. Kessler en ese entonces presidía la agencia de Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA) donde se llevaban adelante las investigaciones sobre fármacos y su posterior aprobación para su consumo y venta. El anuncio se dio luego de años de insistencias, sobrevivencia y resistencia por parte de los activismos, que direccionaron la denuncia hacia los laboratorios farmacéuticos y los Estados por dejar sin recursos económicos a las investigaciones.
Diez años más tarde del anuncio de la existencia del virus de inmunodeficiencia humana y 14 después de las primeras coberturas de los casos de sida por parte de la prensa, se modificó la prescripción y el uso de una sola terapia farmacéutica como AZT o el DDI (monoterapia) y se comenzó a trabajar con terapias combinadas, en donde los inhibidores de proteasa arrojaban efectos positivos en el control del virus en el cuerpo infectado. El daño estaba hecho, el duelo era infinito y muchas veces en soledad. Nos habían privado de la despedida, de las herencias, de la familia, del amor, de la compañía de los afectos, del derecho a decidir, de los derechos.
La ley argentina continuaba con vigencia, pero la producción de discursos estigmatizantes no se detenía, ni por el grueso de la población ni por lxs funcionarixs del mismo Estado que reconocía y se comprometía a garantizar la vida de las personas infectadas. En 1996, las organizaciones anti-sida locales, se vieron obligadas a intervenir en las “Primeras Jornadas sobre Conductas de Riesgo y Drogodependencia” ante la exposición sobre el panorama del sida de ese entonces por parte del equipo del Ministerio de Salud y Ambiente, liderado por el doctor Alberto Mazza. En su intervención, lxs activistas señalaban que la noción de riesgo con la que insistían en pensar determinadas prácticas se traducían en estigma y discriminación social. El riesgo era la situación política de desamparo en la que se encontraban las personas enfermas ante la falta de medicamentos.
Mientras este texto va encontrando palabras que intentan transmitir algo de estos 40 años de resistencias y de saberes producidos, tiene lugar la Reunión de Alto Nivel de las Naciones Unidas sobre el Fin del Sida. Porque, aunque lo hayamos naturalizado, hay sida ahora. Y seguirá habiendo sida si los gobiernos continúan irresponsables a la hora de pensar la gestión del VIH, si los faltantes de medicamentos e insumos siguen siendo la noticia que re-transmitimos desde hace más de 5 años entre activistas, sin importar qué partido político gobierna.
Aprender para no olvidar
En estos 40 años aprendimos a hablar de la muerte porque empezamos a entender que era pensar y defender la vida. Aprendimos a despedir a ese afecto que se está yendo, que su cuerpo no aguanta, que falla cada día más, que muere. Aprendimos que aprender a despedir no es ausencia de dolor y tristeza. Aprendimos a pensar estrategias para otro tipo de duelo que no es al que acostumbramos en nuestras culturas. Duelar de manera colectiva, duelar en la denuncia política de la negligencia del Estado, duelar de manera pública las muertes posibilitadas por una política económica de gestión de la vida, duelar sin poder ver al cuerpo, inventar nuevos modos y nuevas estrategias para que esa despedida sea posible, que pase por el propio cuerpo, dar lugar, hacer posible el sentir ante la imposibilidad impuesta.
Aprendimos que el tránsito de un duelo no quiere decir ausencia de fiesta, de alegría, de buen encuentro. Que la fiesta y la alegría son estrategias para poder soportar, sostener, acompañar y sobrevivir a un sistema que vende consumo y muerte. Aprendimos que al duelo, a veces, lo atraviesa la fiesta y entonces, también tuvimos que aprender a habitar y defender esa contradicción que se transformó en vital. Festejar la vida compartida, festejarnos en vida, festejar la resistencia, festejar el sexo, los excesos.
Aprendimos a leer enunciados científicos y a estar al tanto de los avances tecnológicos que frenen la pandemia, que detengan la muerte, que interrumpan la transmisión, que cortocircuiten la paranoia social, que cesen el pánico moral y sexual. Aprendimos que los laboratorios incrementan su vida con nuestra posibilidad de muerte, que no hace falta tener el virus para reclamar por el acceso universal a la salud, por el cuidado de quien enferma, por la asistencia del Estado.
Aprendimos que no hay fronteras para la muerte, que el virus es, no piensa en clases, ni en sexos, menos en sexualidades y en géneros, ni en corporalidades, menos aún en la racialización. El virus es, se transmite, circula, sobrevive yendo de cuerpo en cuerpo, no tiene moral. Aprendimos que lxs sujetxs, sobre todo aquellxs que piensan y gestionan políticas, digitan la economía, presiden laboratorios y dirigen medios, son quienes hacen moral y lucha de clases, insisten en pensar en sexos débiles y naturales, en sexualidades ilegítimas y perversas, en géneros dados por la génesis, en cuerpos y colores que importan sobre otros que no tanto, que a veces menos, que según para qué.
Si en 40 años hemos aprendido a intervenir en la producción del conocimiento y a denunciar la vulneración de derechos, en los últimos 5 años aprendimos que, en algunas gestiones más que en otras, los faltantes se hacen la norma, cuando debería ser la paradoja de aquellos gobiernos que tienen como objetivo la ampliación de derechos y el empoderamiento ciudadano.
También aprendimos que con VIH se puede vivir. Que una persona que toma su medicación y tiene las condiciones de vida garantizadas para que pueda sostener la adherencia al tratamiento, adquiere un estado de indetectabilidad del virus y en ese estado no hay posibilidad de transmisión. Aprendimos que esa misma medicación que tomamos quienes vivimos con VIH, la pueden tomar con la misma rigurosidad quienes no se encuentran infectadxs para prevenir futuras infecciones. Aprendimos que es imposible hacer activismo anti-sida reclamando sólo la accesibilidad a la medicación. Porque para fortalecer el sistema inmunológico e indetectabilizar el virus en la sangre, también son necesarias políticas de salud colectiva que garanticen la atención de una manera integral y sin discriminación, que eliminen las desigualdades económicas, sociales y culturales, que posibiliten el acceso al trabajo, a la vivienda, a una alimentación nutritiva y a la educación.
Aprendimos que Indetectable = Intransmisible y que los desarrollos de tecnologías novedosas están arribando a una vacuna preventiva de un 97 por ciento de efectividad. Y aprendimos también que estos avances no son los únicos que necesitamos, que se puede más.
Aprendimos que la medicación nos permite aumentar años y calidad de vida y que evita las muertes. Aprendimos que acceder a nuestras pastillas es un derecho, que de 1990 al 2021 fue mucho lo transformado y es urgente la necesidad de una Nueva Ley de VIH. Aprendimos que el sida y el VIH se fueron perdiendo de la agenda pública, que los tiempos del Congreso no se interpelan ni tensionan con algunas muertes del presente y que un proyecto que busca garantizar la vida puede perder estado parlamentario más de una vez.
Aprendimos que muchas veces esos proyectos duermen en los cajones de la comisión de Salud de la Cámara de Diputados. Ese aprendizaje anestesia a algunxs y provoca rabia, a otrxs nos hace pensar intervenciones, alianzas y estrategias que permitan despertar al proyecto antes de año nuevo para que no se caiga dormido y que otros virus vuelvan a ser un asunto parlamentario. Aprendimos a insistir y responder que si no quieren más nuestras denuncias y exigencias, la acción más efectiva para que ese deseo sea satisfecho es que luchen con nosotrxs por la cura.
Decía Gregorio Baremblitt que para poder pensar en una jerarquización de prioridades, lo primero que una comunidad debe hacer, es recuperar y revalorizar el saber espontáneo que tiene acerca de la enfermedad y de la cura. Y podemos agregar de su tratamiento.
¿Cómo hacer? parece ser la pregunta que insiste, que no descansa ni se duerme. Cómo hacer para recuperar saberes que nos permitan un presente más amable, arribar a las curas y a los finales reales de las pandemias. Cómo hacer para romper el individualismo y para trabajar sobre la fractura en la trama colectiva, en los lazos sociales. Cómo hacer para desactivar la violencia que viene incrementándose, para gestionar la fiesta y los buenos encuentros sin desatender el panorama de muerte.
Cómo hacemos para duelar. Cómo hacemos para evitar que la muerte de una nueva población sea naturalizada y desnaturalizar las muertes por sida. Cómo pensar 40 años después de 40 años. A veces las bodas pueden ser como los duelos, pero al revés, puede haber fiesta y también despedidas y tristeza. Puede haber bodas de sangre como dijo Federico. Hay bodas doradas, de plata, color esmeralda, de arcilla, de arroz, bodas de diamante. Imaginemos entonces si esas bodas son rojas como el sida, bodas de un rojo carmesí. Porque son 40 años, ¿cómo hacer para que estas bodas de rubí no sean con el olvido?
*Activista pro-sexo. Licenciado en Comunicación Social por la Universidad Nacional de Rosario. Docente en Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales (UNR). Maestrando en Epidemiología, Gestión y Políticas de Salud (UNLa). Doctorando en Ciencias Sociales (UBA). Publicó “Discursividades víricas: hacia una genealogía sobre los posicionamientos teórico políticos suscitados por el VIH/sida” (2020) perteneciente a la colección Apuntes Feministas de UNR Editora.
Referencias
Baremblitt, G. (2005) Compendio de Análisis Institucional y otras corrientes, Teoría y Práctica. bUENOS aIRES: Ediciones Madres de Plaza de Mayo
Talavera, J. (Diciembre de 1996) La impaciencia de las y los pacientes. LA HORA Lésbica, gay, travesti, transexual, N° 7. http://americalee.cedinci.org/wp-content/uploads/2017/06/LaHoraLesbica_n7.pdf