Por Alejandra Escobar* / Foto: Daniel Walker Getty Images
Gracias a la información de compañerxs de trabajo que viven en Sacaba nos enteramos del grado de la catástrofe que se vivía en la avenida Villazón: niños perdidos y llorando desesperados, mujeres heridas y desaparecidas, muchos hombres en pésimas condiciones. Ante la impotencia y el enojo sobre todo lo que nos narraban, decidimos organizamos desde las individualidades y colectividades urbanas a través de llamadas, “wasapeadas” y “facebookeadas” para poder colaborar con lo que esté a nuestro alcance.
Los colores y las tendencias políticas quedaron de lado; desde las calles creemos, por sobre todo, en el respeto a los derechos humanos básicos de todo ser humano. Desde el lugar del conflicto nos reportaban que el hospital estaba colapsado: no había medicamentos, las farmacias estaban cerradas. El panorama era crítico y muchas vidas pendían de un hilo.
Luego de corroborar que ningún medio de comunicación en Cochabamba estaba cubriendo las secuelas de las represión militar y policial, nos pusimos en campaña -vía redes sociales y plataformas de mensajería– para colectar medicamentos. La sorpresa fue grande: durante más de ocho horas personas de distintos orígenes nos logramos reunir y organizar para recibir donaciones, organizarlas y entregarlas a las familias afectadas por la violencia estatal.
De ida hacia Sacaba nos revisaron lo que llevábamos, al ver que eran medicamentos para el hospital nos dejaron pasar. La avenida Villazón está llena de piedra, como un rastro todavía vivo de los enfrentamientos.
Llegamos a las puertas del hospital. Hay carteles con decenas de nombres publicados en unas cartulinas pegadas en su fachada. La gente busca a los suyos, se desesperan, lloran, revisan las listas una y otra vez. Algunas personas caminan con jarritas de café y matecitos. Hace frío y la mayoría está angustiada, con la pena rebalsando sus miradas: no saben si el familiar al que buscan está detenido, en algún hospital o la morgue. Una mujer recorre la zona al borde de la desesperación: el celular de su ser querido está apagado desde las 16:00.
Pese a que existía mucho miedo a la persecución y represalias por las denuncias en contra de militares y policías, logramos realizar algunas entrevistas en audio. Muchxs coincidieron en que no hubo medios de comunicación para reflejar los hechos, en el “dizque enfrentamiento”, desde el lado de los manifestantes. Los relatos nos sorprendieron.
La marcha se convocó con el fin de llegar hasta La Paz. Según los testimonios, no existía la intención de entrar a Cochabamba para tomarla. Solo tenían planeado pasar por el centro, la avenida Heroínas, para seguir su rumbo hacia la sede de Gobierno. Su objetivo: “solicitar el respeto a la wiphala”, la consigna del derecho a una “marcha pacífica” y exigir a la Presidenta de transición que haga respetar a las mujeres de pollera, porque ellas “también son parte de Bolivia”.
Sin embargo, en el camino hacia la capital valluna se encontraron con un reforzado contingente policial en inmediaciones del puente Huayllani. Los oficiales les dijeron que esperaran entre 20 a 30 minutos, para que continúen su marcha, y que ellos los acompañarían para resguardarlos. Aguardaron pacientemente. Pero, después del tiempo pactado, la Policía apareció mucho más armada, con los militares en la retaguardia.
Según nos cuentan, “no faltó que una persona entre los marchistas que haya lanzado una piedra, de pronto por su enojo”. Estas acciones, comunes en todo tipo de protestas, incluso en las que se registraron en semanas anteriores con otros grupos sociales urbanos, provocaron una reacción desmedida del contingente armado. Pese a tener mujeres y wawas enfrente, las autoridades habían pedido que este grupo encabece la manifestación, comenzaron una persecución a plan de gases lacrimógenos, mientras la gente corría despavorida buscando refugio. Los militares lanzaban balas. De repente, muchos de los que huían comenzaron a caer tumbados.
Las personas que salen del hospital nos dicen que luego de ser atendidos se les cobra por los medicamento y los insumos, que “mejor ellos -lxs heridxs- se los consigan”. Con esta información en la cabeza, junto a lxs compañerxs que vinimos desde Cochabamba, volvemos al puente de Huayllani y llevamos varias bolsas con medicinas. En el camino constatamos la enorme cantidad de daños. Es un campo de batalla. En algunos de los lugares en los que encontraron los cuerpos sin vida montaron apachetas simbólicas. Hay muchas personas sentadas a los costados de la avenida Villazón haciendo vigilia. Cuando nos ven llegar con las donaciones logro ver una luz en sus ojos y algunxs nos aplauden y lloran. Lloran, lloramos.
Cerca del puente vemos que, en plena carretera, velan los cuerpos de los caídos. La ruta se convierte en un río de lágrimas, una mujer se desmaya por el peso de su tristeza, la gente se acomoda en círculo alrededor de las personas que han muerto.
Tras ese golpe en el corazón, retomamos la marcha. Algunas personas tienen heridas leves, los atendemos como podemos. Mi sobrina, que trabajó como enfermera, nos dio un curso rápido para tratar heridas y contusiones. Ayudamos a todos los que podemos. Mientras, varios compañerxs activistas con los que vinimos desde Cochabamba documentan los testimonios desde este lado, el que la televisión no muestra, el que la prensa olvida. Solo consiguen grabaciones de audio y unos pocos videos, la gente tiene miedo a ser grabada.
Entonces llega un coche policial devolviendo a un grupo de mujeres que habían sido arrestadas. Muchas llegan con heridas provocadas por los golpes. Mientras las curamos, una de ellas nos comenta que “en la cárcel” hay casi 50 mujeres y más de 100 hombres a quienes los policías están propinando todo tipo de agresiones: golpes, insultos, amenazas. Todo tipo de vejámenes. Cuando la rabia las desborda y ellas deciden reclamar, desde el espacio estrecho donde las tienen apresadas y hacinadas, les gritan que se callen, las amenazan con “meterles gas” si siguen reclamando, las silencian a la fuerza, las obligan a escuchar en un doloroso silencio “las torturas” contra los hombres, sus compañeros.
Luego las sueltan en grupos pequeños, antes de liberarlas las amedrentan y las condicionan diciéndoles que “no hablen nada”, porque si llegan a contar algo no soltarán a sus «hermanos». Hay mucha rabia e indignación en el relato de la mujer a la que atendemos por un golpe el cuello, debajo de la nuca.
Seguimos en medio de la gente. Hay tensión, miedo e impotencia. Cuando les explicamos que en la ciudad tienen la idea de que ellos están yendo hacia la ciudad con armas, un hombre mayor, de unos 50 años, nos responde en quechua:
-A nosotros nos están agarrando. “Chapareño es”, diciendo, nos empujan y (los policías y militares) nos sacan fotos con sus armas, luego dicen que (nosotros) tenemos armas. Si armas hubiéramos tenido, también habría bajas de los policías. ¡¿Cuáles armas?!- reclama, para luego romperse en un llanto cargado de indignación.
Lloramos con él. Sabemos, sentimos, intuimos que no hay mentiras en su testimonio. La gente a su alrededor, sus compañerxs, contienen las lágrimas y reclaman justicia con un nudo en la garganta.
Otro marchista también nos pide relatar lo que ha vivido. Tiene unos 60 años y le decimos que puede hablarnos en quechua, que no hay problema. Él es un testigo de primera línea. Acompañaba el primer grupo donde habían niñas, adolescentes y mujeres. Lo primero que hace es desmentir que hayan querido entrar a Cochabamba para “tomar sus calles”, como intenta hacer creer el relato oficial, sostenido en fake news.
Luego comparte su molestia por la quema de su wiphala (“wiphalay” nos dice) y el trato violento contra las mujeres de pollera. Dice que han sido testigos de cómo “las han pateado y les han hecho quitar sus polleras”. Agrega que eso de que hayan encontrado “dineros” no es verdad.
-Y si fuera así como dicen, ¿acaso moriríamos por 50 bolivianos? Nos duele porque nuestros hijos están dentro de los militares y policías.
Los testimonios y el llanto se multiplican.
Antes de irnos, buscamos un lugar para almacenar las donaciones. Hay un grupo de jóvenes de Sacaba (a quienes no pudimos contactar antes porque estaban atendiendo y acompañando a heridos en los hospitales de Quintanilla y Viedma) que también se han organizado para colaborar con los afectados. Esperanza. Coordinamos y nos juntamos. Caminamos hacia la casa donde dejaremos todo lo recolectado. Recorremos las calles y vemos la solidaridad de la gente de Sacaba: están llegando en trufis con sopitas calientes.
Al teléfono nos llegan denuncias de que hay personas a las que los controles de las fuerzas de seguridad no están dejando pasar. Traen frazadas y abrigos, están varados en el puente de Huayllani. El frío recrudeció y mucha gente pasará la noche sobre el asfalto de la avenida principal.
Personalmente nunca apoyaría un gobierno con las políticas implementadas por el Gobierno de Evo Morales. No lo haría. Pero la ancianita que llora entre las personas que se amontonan para combatir la helada en un solo cuerpo se lamenta en quechua:
-Nunca nos hubiera ocurrido esta desgracia (refiriéndose a los muertos) cuando estábamos con el «tata Evo».
Como «testigxs neutrales», muchxs hemos podido constatar el atropello a los derechos humanos de las personas que por el motivo que sea decidieron protestar.
En las ciudades hay mucha “gente educada”, fervorosos creyentes de la «palabra de Dios», con la extraña filosofía de celebrar el dolor ajeno, estas lágrimas. No puedo entenderlo.
*Esta nota fue editada por Abel Mijail Miranda Zapata en el marco de la Beca Cosecha Roja y publicada también en Muy Waso.