La Curva del Diablo
En los años 40, según el libro Crónicas policiales de crímenes en Bolivia, del ex investigador Agustín Morales Durán, uno de los ladrones más famosos del país era un galán de nombre desconocido que robaba máquinas de escribir en negocios, oficinas y domicilios particulares. Tenía nacionalidad chilena, un sinfín de alias —entre ellos, Manuel Cáceres, Ricardo Aparicio y Gato Dactilógrafo— y muchos lo comparaban con Rodolfo Valentino. Por su buena presencia, sobre todo, pero también por su gran habilidad para seducir a amas de casa, empleadas domésticas y porteras de locales comerciales antes de cometer sus fechorías. En su obra, Morales cuenta que el tipo era cliente habitual de los hoteles de lujo, donde pagaba con cheques sin fondos, y que se libró varias veces del calabozo gracias a amistades con plata a las que había conquistado antes con su labia. Cuando lo interrogaban, solía decir que saldría pronto en libertad porque había llegado a un acuerdo con el diablo. Y, efectivamente, siempre le soltaban.
Hoy, siete décadas después, según algunos trabajadores de la Administradora Boliviana de Carreteras y varios oficiales de policía —entre ellos, el sargento Apaza—, el mundo del hampa realiza sus pactos con el diablo en una de las curvas de la autopista que conecta las ciudades de La Paz y El Alto. En ella, hasta hace poco, había una imagen fantasmagórica que para algunos era el mismísimo Lucifer y, para otros, el mítico Tío1, amo y señor de las profundidades. Y todavía es posible ver violetas, velas extrañas, hoja de coca, restos de cera y montoncitos de azúcar adornando este rincón despoblado e inhóspito. “Aquí no vive gente, pero vienen muchas personas todos los días a hacer ofrendas para garantizar un mejor futuro para los suyos”, asegura la experta en cosmovisión andina Yomar Ferino mientras hace un movimiento brusco para no pisar unos huevos podridos que forman parte de la macabra escena que preside la curva.
Ferino tiene veintisiete años, lleva un vestido completamente negro ceñido a la altura de la cintura y dice que entre los que acostumbran a venir acá hay de todo: comerciantes, camioneros, empresarios y desempleados. “Y también maleantes, claro”. Maleantes para los que un mejor futuro significa tener éxito en el próximo robo o que no les pillen tras cometer un asesinato. Pero a costa de pagar, a la larga, un alto precio. “Porque esto es una waca, un centro de energía cuya principal función es que se haga justicia. Y si uno pide el mal de alguien, la pacha2 se lo devuelve a uno multiplicado”, explica Ferino, que no entiende por qué muchos catalogan este paraje como “maldito”.
Hace algunos meses, el ministro de Gobierno, después de que se hallara un cadáver en los alrededores, mandó destruir parte de la waca con maquinaría pesada. Y desde entonces, según Ferino, “han comenzado los grandes conflictos para Evo Morales y su gabinete”. El ministro en cuestión, Sacha Llorenti, se vio obligado a renunciar al poco tiempo. Y otros vieron amenazadas seriamente sus carteras por un descontento social que iba en aumento. “La pacha todo lo devuelve, siempre —repite Ferino como si fuera un mantra—. Fue una tontería tratar de destruir la waca, una metida de pata”.
Otro enclave popular entre los bandidos es la cueva del Zambo Salvito, ubicada en la Villa de los Cinco Dedos de la avenida Periférica de La Paz. Salvito fue un cruel asaltante negro del siglo XIX que violaba a las mujeres y decapitaba a los hombres, que robaba en el camino que comunica La Paz con el valle de los Yungas y que fue capaz incluso de arrancarle la oreja a su madrastra de un mordisco —por no haberle querido— cuando estaba en el paredón esperando a que lo mataran. Lo que no evitó que ganara adeptos que comenzaron a ir en romería hasta los refugios en los que solía esconderse.
Según unos muchachos que jugaban fútbol al frente de su cueva cuando la visité, hace unas semanas, por aquí paran a menudo “personas raras”. Una reja impide que los alcohólicos y los cleferos se queden a pernoctar dentro, pero la medida no ha servido de mucho, ya que de vez en cuando aparece algún perro o gato degollado en la periferia de la cueva. Estos animales forman parte de las mesas negras3 que algunos delincuentes preparan para paralizar las investigaciones de los jueces y los fiscales en su contra; y causan repulsión entre los vecinos, que ya no saben qué más hacer para sentirse a salvo.
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