Las trece almas de doña Anita
A doña Anita, un yatiri de Jesús de Machaca, su pueblo, le cambió la vida a los quince años. El yatiri, que además era su padrino, le “pasó la mano” y le conminó a dedicarse, como él, a servir a los que más lo necesitan. Si no lo hacía así, le irían mal las cosas, le dijo. Pero Anita no fue consciente de su misión hasta años más tarde. Y desde entonces se ha dedicado a echar las cartas y a ayudar a los desesperados a través de limpias, mesas rituales y sus trece almitas, trece ñatitas que descansan en un pequeño cuarto de su domicilio de La Paz que algunos han bautizado como el “Templo de la Muerte”.
El lugar, que queda en el callejón Chango Juan López, muy cerca de la avenida Buenos Aires, pasaría desapercibido si no fuera porque cada día se agolpan en la puerta decenas de personas —mujeres en su mayoría— buscando acabar con su mala fortuna, con la infidelidad de su pareja o mejorar sus finanzas. Se paran frente al santuario haga sol o llueva y desde muy temprano. Porque doña Anita, con sus dos trenzas colgando hasta la espalda, sus lentes de alambre y ataviada casi siempre con un gorro de lana y un mandil a cuadros, reparte ficha a sus clientes a las siete de la mañana y atiende después respetando estrictamente el orden de llegada. Los martes y viernes se ocupa de frenar las maldiciones y de rebotar la magia negra. Y el resto de la semana lee la suerte, da consejos y explica a los nuevos “creyentes” cómo comportarse frente a las calaveritas.
Entre sus fieles, doña Anita dice que hay médicos, arquitectos, profesores, amas de casa, gente pobre y gente rica. Y además, policías, abogados, jueces y fiscales. “No te puedo dar nombres —me advierte—, pero sí te diré que muchos de ellos vienen a veces por aquí para consultar por los crímenes que no han podido resolver por cuenta propia”. “También, las víctimas —añade acto seguido—. Aquí hay una ñatita que se llama Ángel muy conocida por su efectividad con los pedidos imposibles. Y cuando se trata de homicidios lo mejor es ponerle a ella una velita para lograr que se esclarezcan”.
En el “Templo de la Muerte” hay velas para conseguir de todo: unas con forma de corazón para humillar a los que han lastimado a alguien; las azules son para que los mentirosos callen; las que tienen forma de sapo, para los negocios; las brujitas (de color negro), para combatir maleficios; las tranca, para parar a los que buscan hacer daño; y las blancas, para tener buenos resultados en los estudios. “Y aunque no me crea —acota la vidente— no me visitan sólo los colegiales y los universitarios. También atiendo a los que quieren aprobar sus exámenes en el Colegio Militar o en la Academía de Policía”.
Cuando la devoción a las ñatitas no alcanza para resolver entuertos, entran en juego las artes adivinatorias de doña Anita, que dice haber solucionado casos que traían de cabeza incluso a la policía. A la vidente le viene ahora a la memoria solo uno: el de Wilder Blanco, un alférez de la Fuerza Naval asesinado brutalmente a golpes en 2006 cuya familia estaba destruida porque los investigadores no lograban encontrar el cuerpo.
En aquella ocasión, recuerda Anita, “se personaron en mi casa varias mujeres. Ya no recuerdo muy bien si eran amigas o familiares de Blanco. Pero sí te puedo decir que preguntaban insistentemente por él y que les di la pista para encontrarlo: les dije que estaba muerto, que lo habían arrojado por un barranco”. Días más tarde, el cadáver de Blanco apareció donde ella había dicho, al fondo de un precipicio. Y poco después citaron a doña Anita a los tribunales para que explicara cómo había sabido de aquel fatal destino. “Pero no quise testificar —aclara—. Porque era algo que no me correpondía”.
Para tranquilidad de doña Anita, no siempre le vienen a molestar con hechos de sangre. A veces, sólo quieren averiguar quién les robó la cartera o el auto. “Y las ñatitas cumplen, claro que cumplen. Si no lo hiciesen, el templo estaría siempre vacío”, se ríe.
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