La noche anterior a la mudanza Eunice do Monte no durmió. Aprovechó el insomnio para acomodar la ropas en la habitación con iluminación artificial, cama y baño en la que solía dormir de lunes a sábados. Al fin del día siguiente se fue llevando todo. Cuatro paredes grises de cemento recién puesto la esperaban al otro lado de la ciudad. En el camino terminó de tomar conciencia. “Vivía una vida de esclava y no sabía”, se dijo a sí misma.
Por primera vez en la vida, iba a tener un lugar suyo. Desde que había salido de la casa de los padres a trabajar, a los 12 años, Eunice dejó de habitar un hogar. Pasó a vivir como profesional a tiempo completo en la casa de otros. Volvía a la casa de la madre sólo a los sábados por la tarde y domingos. Esos días cuidaba de su hijo, jugaba con los sobrinos y dormía en una habitación compartida con otras cuatro hermanas. La ausencia de cinco días no se pagaba en uno y medio, y allí Eunice era una extranjera. No participaba de los acontecimientos familiares y daba las gracias por volver al trabajo. Sentía que ese era su lugar en el mundo.
El día que entró al inmueble 17 de la calle B, en el barrio de Ibura, Recife, Eunice entendió la trampa de la vida. Lo que había preferido era hasta entonces su única opción. “La casa fue mi libertad.” A los 45 años, descubrió cómo era pagar una cuenta de agua y energía. El significado de ir una feria. “Nunca pensé que iba a ser tan bueno tener mi propia casa. Mi visión se abrió”. Eunice fue una de las 24 protagonistas de una lucha femenina histórica en Pernambuco, la de las mujeres domésticas de la Villa 27 de Abril.
Era 1989 y hacía dos años que un grupo de trabajadoras domésticas venía luchando por el derecho a la vivienda en Recife. La movilización comenzó después de los resultados de la encuesta “Cuarto de Empleada”, del Centro Josué de Castro, que mostraba una realidad donde la mayoría de esas personas vivían como Eunice, en la casa de los patrones. “Hace 40 años, la población de Brasil era 70% rural y 30% urbana. Las mujeres venían de la zona rural a trabajar en las casas de familia y se quedaban porque no tenían otra posibilidad de vivir en las ciudades”, contextualiza la educadora del Instituto Feminista para la Democracia SOS Corpo Carmen Silva.
Divididas en turnos, enfrentando el miedo de perder el empleo y sin garantía alguna, las trabajadoras domésticas iniciaron una pelea con la Compañía de Vivienda de Pernambuco (Cohab) para realizar el sueño de la casa propia. Capitaneadas por el Sindicato de las Domesticas de Pernambuco, ellas iban hacia el frente de la sede del órgano, colgaban carteles y sentaban para esperar atención. En varias ocasiones, perdieron las cuentas de las horas. Algunas fueron atendidas, otras no. Hubo días de pasar de la mañana hasta la noche sin respuesta. Hubo el día que, casi como una sorpresa, el teléfono del sindicato sonó y la noticia de que 25 de las 90 casas del habitacional popular que se construía en el barrio de Ibura iban a ser destinadas a veinticuatro mujeres y un hombre, todos domésticos.
Los metros cuadrados se dividían en un vano que acumulaba las funciones de cocina y sala, y un cuatro. El baño estaba en el exterior. No había puertas ni ventanas, pero los huecos de entrada y salida que daban acceso a tres calles sin calzado e iluminación. Las construcciones estaban alejadas a más de una hora del centro, en la frontera entre el Recife y la región metropolitana, comiendo polvo de las carretas que pasaban al lado, en la principal carretera del país. Ese lugar, en la frontera entre el tener y no tener, materializaba un sueño que va a cumplir 30 años.
Los primeros días fueron improvisados. La iluminación interna de las casas era a la luz de las velas. Sin privadas en los baños, compraban orinalesa para hacer las necesidades fisiológicas y luego corrían hasta un terreno baldío de las cercanías para tirar los excrementos. Sin puertas y ventanas, apilaban ladrillos en los agujeros como medida de seguridad y privacidad. También ponían ladrillos en el suelo, para dormir más cómodas y evitar el frío y la humedad del piso sin cerámica. En la primera noche Eunice fue a dormir en la casa de una amiga. Le daba mierdo quedarse sola. Después tomó coraje.
Que vívía como esclava no es una exageración de ella. Cuando empezó a trabajar no había salario. Los patrones le daban un jabón, pasta de dientes, muda de ropa usada y una lista de obligaciones. “Nos daban ropa y zapatos que no querían más. No tocábamos el dinero”, dice Eunice.
Hacía sólo 68 años que Brasil había abolido la esclavitud, pero se perpetuaba de otras formas. Hasta hoy más del 80% de los trabajadores domésticos brasileños son mujeres y, entre ellas, casi siete de cada 10 son negras. Hay 7,2 millones de trabajadores domésticos en Brasil, el país con más puestos en esa profesión. Siete en cada dez de ellos no tienen registro profesional.
“Existe una comprensión, que viene del régimen esclavócrata, de que el trabajo físico y el doméstico no son dignos. En ese sentido, ocurre una super explotación de la mujer negra, con largos y extenuantes regímenes de trabajo”, dice la profesora del posgrado en sociología de la Universidad Federal de Pernambuco (UFPE) Liana Lewis.
Esta herencia sería la explicación para que, hace apenas cinco años, Brasil equiparara los derechos laborales de las domésticas a los de las otras categorías, por medio de la Enmienda Constitucional 72 (conocida como PEC de las Domésticas). “Hay un cuño patriarcal y racista que explica esa demora. Las domésticas sostienen la posibilidad de realizar varios otros trabajos”, defiende la investigadora del SOS Cuerpo Rivane Arantes.
La lucha de las domésticas comenzó en 1936, cuando Laudelina de Campos Melo fundó la Associación de Trabajadores Domésticos de Brasil. Laudelina, que empezó a trabajar como doméstica a los 7, tuvo una actuación fundamental para que en 1972 la ley 5.859 reconoceriea el trabajo doméstico como función y establecer la firma de la cartera profesional.
En 1988, la Constitución Federal trajo el derecho al salario. Eunice y sus compañeras usaron sus primeros recibos para acceder a la vivienda: el cálculo de pago de los inmuebles de Villa 27 se hizo sobre la base de esos salarios. Cada mes, eran descontados el 10% para costear esas casas sin puertas ni ventanas.
María José Barbosa había regresado a Recife hacía unos meses. Nacida en el sitio Brejinho, en la zona rural de Caruaru, había hecho una gira por Brasil para acompañar a los patrones militares. Vivió en Manaus, Brasilia, São Paulo. En todos estos lugares siempre estuvo en la casa de los demás. Cuando volvió no tenía alternativa a permanecer así. Fue escuchando radio entre unos quehaceres y descubrió la movilización de las domésticas recifenses. Cuando las casas de Villa 27 de abril salieron, ella fue una de las contempladas.
“Nuestra casa parecía la de los Flintstones. No tenía muebles. Mi cama era una pila de ladrillos con un colchón de resorte encima. Mi guardarropa, una caja de cartón.”
A la precariedad se sumaban otras dificultades. Los habitantes de las otras 65 casas miraban atravesados aquel grupo de mujeres. De todas ellas, sólo una era casada. “El resto era todas madres solteras. Comenzaron a decir ibamos a robar al marido de las demás residentes. Y yo decía ‘mi dios, ¿como voy a vivir en un lugar así?’. Pero vinimos y nunca robamos el marido de nadie”, cuenta Eunice.
A los 57 años, María José está orgullosa de la casa que divide con la hija, el yerno y el nieto recién nacido. Hizo ocho reformas hasta dejar el inmueble como quería. Aumentó los espacios, construyó habitaciones, agregó rejilla, cerámica, losa, caja para aire acondicionado y ahora está levantando un segundo piso. “Es una sensación de libertad que no se puede evaluar. Usted trabaja todos los días de su vida y, de repente, llega, abre su puerta y puede quedarse desnuda dentro de casa. ¿Eso tiene precio? No tiene, es muy bueno.”
El matorral comienza a tomar cuenta de la acera de la casa número 17 de la calle B. En la puerta gris corroída por la herrumbre, espera sonriente Eunice. Adentro, el mueble caoba de madera con recuerdos de la familia, al lado de un rack del mismo color, un sofá de cuero anaranjado con cojines florales cubiertos por plástico y un aparador donde reposa una biblia católica abierta en Cânticos 4, rellenan la sala.
De la puerta hacia adentro, los 25 inmuebles de los trabajadores domésticos representan una suma de conquistas particulares. Tomando las primeras puertas y ventanas añadidas con el tiempo por la propia Cohab, todo lo que se ve hoy es la materialización del esfuerzo de estos profesionales. De la puerta hacia fuera, sin embargo, la Villa 27 de Abril es la materialización de los procesos de exclusión social brasileños.
Excepto la calle que ganó el nombre de Eunice Antônio do Monte, un homenaje hecho hace unos años por el Consejo de Barrio a la mujer que lideró la conquista de identidad de aquella comunidad, las calles de la villa continúan sin nombre. Son A, B y C. El asfalto tampoco llegó. El centro de salud más cercano está a 30 minutos a pie. La escuela primaria a 50 minutos. El único espacio de ocio para los niños es una plaza sin árboles, juguetes ni bancos.
La mayor ausencia, para Eunice, es la del transporte público. Sólo un autobús llega a la villa. Los otros dejan a los residentes en la BR. Sin semáforo, pasarela o pista de peatones, los vecinos necesitan un cálculo rápido de tiempo y velocidad para sobrevivir al riesgo de cruzar una carretera federal. Una de las 24 domésticas se fue a caso de eso. Otras cuatro, a caso de la vida.
La Villa 27 de Abril está en la lista de comunidades que, por estar en el límite, no pertenecen ni a Recife ni a Jaboatão dos Guararapes. “Esa indefinición lleva a una ausencia de políticas públicas. Ha habido durante muchos años una lucha para regularizar la situación, pero hay que cambiar una legislación federal para redefinir límites. Hace cinco años, la discusión se enfrió”, comenta la coordinadora del Equipo Técnico de Asesoramiento, Investigación y Acción Social (Etapas), Isabela Valença.
La ONG Etapas llegó a la Villa también por movilización de las domésticas, para trazar un perfil de las ausencias de la comunidad, hace 20 años. Hasta hoy intenta tapar los agujeros identificados por esa investigación. Desde 2016 hacen actividades sobre violencia doméstica y comunitaria junto a actividades de concientización y cultura popular, en el consejo de vecinos. Pero no pueden con todo. Tres décadas después de las casas, lxs domésticos y su vecindario aún esperan la ciudadania completa.