Cada vez que veo el reguero de violencias misóginas de cada día vuelvo a pensar en cuando llegué a Buenos Aires. Vivir sola en acá era el pasaporte a una vida imaginada como más libre en largas siestas de verano, en noches de tedio a veces impostado sobre la vida pueblerina. Creía que por fin iba a franquear el doble estándar que hace furor en los pueblos, donde el cuidado de las apariencias era implacable con nosotras.
Esa independencia en los primeros años tenía lado b: añorar quien cocine en medio de exámenes, superar el tedio de correr ante el aviso de corte de luz por falta de pago o fantasear con la desaparición del viejo baboso de la inmobiliaria. Pero siempre primaba que por delante teníamos a nuestro alcance la posibilidad de construirnos libres. No había horarios para ir y venir, podíamos dormir lo que quisiéramos y acostarnos con quién quisiéramos. Nos veo traficando colchones para que el cuarto compartido con otras se volviera un suite de ocasión para quien la necesitara. Ni sabíamos de la palabra sororidad pero la ejercíamos diariamente, con notitas de aviso en la mesa, nada de impersonales “no molestar”, más bien un adelanto cómplice de la aventura por venir, avisando de mensajes en el contestador, dejando libre el teléfono, etc. Recuerdo desayunos con novios de larga data de alguna, otras con auténticos desconocidos a quienes una de nosotras solo llevaba como ventaja que sabía el nombre y de qué rincón de la ciudad y su eterna noche se lo había traído. No molestaba que se quedaran, pero más queríamos que se fueran para poder empezar a contarnos la misma historia: cómo, cuándo, dónde y entonces, después que pasó, me dijo, le dije y así una y otra vez, hasta mejorarla a fuerza de entusiasmo y repetición.
Muchos años pasaron para que registrara los miedos y esfuerzos que supuso poder llevar una vida lo más libre posible. Aún con mis comodidades de joven blanca universitaria, fueron años domando soledades, calculando cómo, cuándo y a quienes abríamos nuestras casas, desafiando temores de peligros construidos para mujeres jóvenes solas, haciendo el ridículo mientras intentaba comprender los códigos urbanos, tratando de fundirnos en una multitud en la que siempre aparecía alguien que dijera:
– Qué lindo/qué raro el acento, ¿de dónde sos?
Una noche de invierno del 98, en Congreso, estábamos en el departamento de una amiga también “del interior”. Éramos unos 15 y por entonces nos emborrachábamos como ritual. Recién entonces salíamos, como podíamos, pero a la fiesta había que llegar. Lo recuerdo con la misma claridad enceguecedora del tubo fluorescente que disparaba desde esos techos altísimos de aquel comedor. De la nada, crucé como un espía con misión clara todo el lugar y agarré a un amigo de un amigo. Me lo transé y lo solté, delante de todos. Nos fuimos a la fiesta. De la fiesta yo me fui a otro lado. Ya domingo llega algo así como “a ver cómo seguimos”. Yo dije:
– ¡No seguimos nada! Adiós, estaba borracha, ya fue.
El reclamo llegó dos días después a través de su amigo, como si tuviera función de garantía. Y era un reclamo firme en el que me invitaba a recapacitar. Hasta que dijo la palabra “moral”. Me enfurecí tanto que me dio risa y respondí:
– ¿Moral? Tengo una moral masculina, hago lo que quiero, como ustedes los varones.
Ese diálogo con mi amigo volvía todo el tiempo, él lo traía como chicana, yo como reivindicación, pero también me lo enrostraba cuando yo penaba por destratos varoniles amorosos, laborales, etc. “Y la moral masculina, ¿dónde quedó?”, me preguntaba sobrador. Y yo enmudecía.
No podría negar lo empoderada que me sentí durante mucho tiempo, mientras tanteaba cómo construir el edificio de mi libertad apropiándome de lo que creía me igualaba. A los golpes comprendí que se agotaba en el “derecho” – nada parejamente distribuido- a hacer lo mismo que otros hacían, básicamente daño. Por entonces no tenía ni noticias sobre el patriarcado y sus múltiples formas de violencia, de las mil y una formas del daño que debía administrar si quería igualarme tomando el atajo horrible de tratar yo también al otro como una cosa. Me sirvió para aprender por dónde no. No es poco, pero a veces ensombrece el día no tener tan claro por dónde sí, no poder responder las preguntas legítimas sobre “cómo” hacer ante la violencia machista, cómo afirmarnos sin mimetizarnos con la matriz violenta de la que muchos todavía no reniegan, cómo ejercer libertades sin construir muros, como construir existencias orgullosas sin volvernos policías, rehenes de la denuncia eterna, etc. ¿Por qué no quemar todo y estallar si nada funciona?
Hay días que es difícil encontrar razones para esquivar eso. Aquella tontería entonces me funcionó, pero no la recomiendo. Es efímero, requiere valentía es cierto, pero se aleja rápido de la libertad. Sospecho que recordar eso ahora no es pura reposición nostálgica. Al contrario, a mi modo creo que desde entonces me estaba haciendo feminista, sin saberlo. Reconozco allí el principio de la misma disposición a darlo vueltas todo cada vez que el horizonte de libertades posibles se nos viene encima, cada vez que los deseos reclaman espacio, cada vez que sentimos una suela en la cabeza, una decisión impuesta por la fuerza o la costumbre en nuestros cuerpos. Desorientadas a veces, en estos días por ejemplo ante la repetición de los horrores diarios, pero volviendo a arrancar, ni para arriba, ni para abajo, al frente. Vamos sabiendo a qué decir no, tenemos por delante reconocer mejor por dónde, por qué y para qué luchar, para ser cada vez más libres, más feministas.
Foto: Gala Abramovich y Mariana Moretti