De nuevo esa oscuridad que se cierne sobre mí: “Chau viejo querido!!”, escribió María Inés en Facebook, para que sepamos de la muerte de su padre, Carlos Labolita.
Para pelearle a esa oscuridad es que aparece en toda su dimensión la tremenda vida de don Carlos.
También se llamó Carlos Labolita su hijo, aquel militante que compartió pensión en La Plata con su compañera Gladis Dalesandro y con Néstor y Cristina Kirchner, hasta la misma noche del golpe del 24 de marzo de 1976.
En Las Flores, ese mismo 24 , por la noche, los militares detuvieron en su casa a Carlos Labolita padre. El oficial que tomó el control del lugar, el teniente Alejandro Guillermo Duret, había recibido dos indicaciones: “Actividad docente y promoción de la teoría marxista”, decía la de Carlos Labolita padre. “Vinculado a la actividad terrorista”, la del hijo.
A partir de esos datos, Duret definió y ejecutó un plan que cambiaría la vida de esas personas para siempre. El objetivo principal de detener al padre fue lograr que el hijo volviera al pueblo para atraparlo. Carlos regresó y el 25 de abril de 1976 lo detuvieron. Desde entonces es uno de los treinta mil desaparecidos.
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Desde la infancia la música fue parte de la vida de Carlos Labolita padre. A los cinco años empezó a tocar el acordeón: primero le regalaron una verdulerita y, a medida que crecía, su padre le compraba instrumentos más grandes. Un día tuvo el primer acordeón de piano. Entraba en la adolescencia y no le gustaba la escuela. “Me molestaban los pibes de clase media, cómo venían arreglados. Con los años me fui amigando con la clase media, pero en ese tiempo no me agradaban. Aunque no me iba mal, salvo en matemáticas, no quería estudiar más y un día estallé un tintero de tinta roja contra una pared y lo llamaron a mi padre, que tuvo que hacerse cargo del pintor. Le expliqué que no quería estudiar más”.
– ¿Pero qué vas a hacer? -interrogó el padre-. Porque aquí el que no estudia, tiene que trabajar.
El primer empleo fue hacer suplencias en distintos conjuntos tocando el acordeón. Lo buscaban los músicos más grandes, hasta que entró en un grupo en el que estaban algunos compañeros de su padre, un obrero ferroviario muy orgulloso de su trabajo de maquinista. Todavía era la época de las viejas locomotoras a vapor. A los 18 lo hizo entrar en el ferrocarril.
Eran los tiempos de Perón y como trabajador ferroviario tuvo una oportunidad inédita: disponer de tiempo para terminar los estudios. Con los años, la militancia de su hijo Carlos y el recuerdo de aquella posibilidad única harían que fuera cambiando su visión respecto del peronismo. Fue trabajador ferroviario, tuvo militancia gremial y allí pudo concluir los estudios para luego dedicarse a enseñar.
En Las Flores, cuando descubrió que los docentes no tenían delegados ni representación gremial, se puso a averiguar y se entrevistó con Alfredo Bravo. El dirigente socialista le encomendó la tarea de organizar el gremio en el pueblo.
Labolita ejerció la docencia y tocó el acordeón hasta que empezaron a aparecer las orquestas de jazz y se dedicó a tocar el saxo. Primero en una orquesta, después en un cuarteto. En diciembre de 1975 compró un hermoso saxo tenor en la casa América que casi no llegó a estrenar. Quedó guardado en su estuche sobre la biblioteca desde que lo detuvieron aquel 24 de marzo de 1976.
La noche del golpe Carlos había dado su clase de Filosofía en la escuela de Las Flores. El oficial que lo detuvo -y que estaba al mando del pueblo- no era mucho mayor que sus alumnos: apenas tenía 23 años.
No tardó en comprender que el objetivo principal era que su hijo volviera a Las Flores. “Vinculado a la actividad terrorista”, era la escueta caracterización que recibió el teniente. El “docente marxista” sería el señuelo. Carlos volvió para lograr la libertad de su padre y asumir los riesgos que pudieran significar la propia detención. De nada sirvió que Néstor Kirchner le insistiera que no debía regresar al pueblo.
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Cuando salió de la cárcel en 1980, Labolita descubrió que llevaba el tango en las entrañas y el saxo tuvo que seguir esperando en su estuche sobre la biblioteca: aprendió a tocar el contrabajo con arco y armó un trío de tango con un bandoneonista y un pianista que lo habían estado esperando. La primera vez que se juntaron sonaron como si hubieran tocado diez años juntos. “Yo voy a hablar para que te dejen salir de Las Flores a tocar”, le dijo el hombre del fuelle presumiendo de sus influencias. “Si me entero que sale de Las Flores van presos vos y Labolita”, respondió el comisario de Azul, aun cuando le debía algunos favores.
Cuando regresó la democracia, Carlos Labolita recuperó sus cátedras en la Escuela Normal. El día que volvía a la docencia le pidió al subdirector que reuniera a los alumnos de cuarto y quinto año. En aquellos tiempos de efervescencia democrática, tenía la oportunidad de compartir con ellos lo que le había tocado vivir.
No sólo les contó de la detención y de los militares que dieron el golpe, sino que también sintió necesidad de poner el énfasis en la complicidad civil. Yendo y viniendo por el pasillo central del salón de actos colmado de alumnos, habló con naturalidad de los delatores y hasta se permitió poner algunos ejemplos. Pensaba que sólo estarían él y los estudiantes, pero su vuelta era noticia en el pueblo y estaban presentes concejales y otras autoridades y personalidades de Las Flores.
Cuando mencionó que Otonello, el último intendente de la dictadura, lo había denunciado por nota como responsable de una célula terrorista en la escuela Normal, se oyó el grito de una joven y varios se acercaron a asistirla. Carlos siguió adelante con su relato. Cuando concluyó, se enteró de quién había gritado. “Fue la hija de Otonello”, le explicaron. Cursaba 4° año y en minutos la tendría como alumna. Nunca volvió a hablar con ella del tema y el curso transcurrió todo el año sin inconvenientes entre el “docente marxista” y la hija del delator.
¿Y el saxo? En 1984, a instancias de Alfredo Bravo, que era secretario de Educación del gobierno de Raúl Alfonsín, le llegó la nota para tomar en una semana horas de cátedra en Saladillo. “¿Y ahora qué hago?”, pensó. Tenía que ir una vez por semana a Saladillo y no tenía auto ni plata para comprarlo. Alzó la vista en sus cavilaciones y vio la solución sobre la biblioteca.
Germancito, un viejo amigo de andanzas, era bancario, vendía autos usados y tenía un hijo que estaba aprendiendo a tocar el saxo. Lo fue a ver y con el saxo y unos pocos pesos más se hizo de un 4L usado que nunca lo dejó de a pie.
Un día se les apareció un cantor que era de Tandil. Los había escuchado en una cassette y quería tocar con ellos. Lo probaron con escepticismo y resultó ser un cantante excelente. El trío comenzó llamándose Trío Tango. Luego decidieron publicitar su ciudad y le pusieron Las Flores Trío Tango. Durante 24 años recorrieron la Provincia de Buenos Aires. Sólo en tres oportunidades cobraron por su actuación, las otras veces lo hicieron a beneficio, sin más retribución que los aplausos y una que otra invitación a cenar.
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“Si yo lo miro de frente, como usted me mira a mí, no lo veo. Pero si me pongo de costado, ahí me doy cuenta que es alto y distingo su cara. Y tal parece que esto se puede frenar un poco pero que es progresivo y no tiene arreglo. Tengo que andar con cuidado, no puedo manejar y necesito que alguien me acompañe”, me dijo Carlos Labolita cuando nos conocimos, en casa de Gladis.
Lo acompañaba y guíaba con ternura María Inés, su hija, docente y militante.
Yo había ido hasta Las Flores a llevarles mi novela “24-3-76, Historias de un día”.
Fue un almuerzo inolvidable. Carlos hegemonizó la palabra y el vino tinto. Al principio lo viví con pudor, después sentí como si estuviera almorzando en mi casa.
De las cuatro personas que dejaron la pensión aquella madrugada en La Plata, dos presidieron sucesivamente la Nación durante 12 años inolvidables. Desde la desaparición de Carlos, Gladis militó siempre luchando por vida, verdad y justicia.
Alguna vez se les apareció Néstor en el pueblo, en medio de uno de sus trajines políticos, en sus tiempos de gobernador, cuando Gladis aún trabajaba en la peluquería. En distintos momentos, Néstor y Cristina estuvieron en el monolito en homenaje a los desaparecidos de Las Flores.
La docencia, la música y la militancia por el juicio y castigo fueron los pilares sobre los que Carlos Labolita sostuvo su vida hasta el final. Aunque en los últimos años ya no tocaba con sus compañeros ni podía cargar el contrabajo, de vez en cuando desempolvaba el acordeón.
Ojalá estás líneas logren transmitir algún destello de la tremenda luz de su vida.