Alonso Sánchez Baute / Especial para El Espectador
Boardwalk Empire, la serie de televisión sobre los años del prohibicionismo que tiene pegados a los gringos a su televisor, inicia el 16 de enero de 1920 con una escena en la que Nucky Thompson, un supuesto político de Atlantic City, se entera de que el gobierno de Woodrow Wilson acaba de decretar la Ley Volstead, o Ley Seca. “Ahora sí vamos a hacernos ricos —dice—. Tenemos en nuestras manos un producto que todo el mundo quiere, que podremos vender a veinte veces su valor real”. La prohibición del alcohol llenó de sangre, corrupción y dolor al país del norte y encumbró la podredumbre de personajes como Al Capone y Lucky Luciano, apenas dos jovencitos ambiciosos en ese capítulo.
Cualquier parecido con nuestra realidad no es ficción, salvo porque lo que allá duró una década, Colombia lo ha padecido por cuarenta años desde la declaratoria de guerra a las drogas en el gobierno de Richard Nixon; y que lo que allá fue una política propia, a Colombia prácticamente le ha sido impuesta, a pesar del casi medio millón de muertos que hemos aportado, de la estigmatización que hemos ganado (necesitamos visa para entrar al 85% de los países), de los casi 20.000 paisanos que pueblan las cárceles de medio mundo, la mayoría por servir de “mula”, y de la cultura de la ilegalidad y el dinero fácil que absorbe a nuestra sociedad sin distingo de edad, sexo, religión o condición social, y que va desde la impunidad y la corrupción en todas las instituciones hasta la simple estética de mujeres que buscan su paraíso entre ‘traquetos’ amparadas en el tamaño de sus tetas.
El problema del tráfico de drogas lo inventaron los gringos, pero lo padecemos quienes habitamos desde el río Grande hasta el lago Titicaca. Desde hace tres años los expresidentes Cardoso, de Brasil; Gaviria, de Colombia, y Zedillo, de México, a partir de la Comisión Latinoamericana sobre Droga y Democracia —un grupo de políticos, intelectuales y expertos de variadas ideologías y creencias religiosas—, llaman la atención sobre la necesidad de replantear esta política y abrir un debate mundial sobre la descriminalización de la droga. Un debate que se dará en el marco de la VI Cumbre de las Américas que se realiza en Cartagena.
Diálogo con el expresidente César Gaviria.
Causa curiosidad que quien propuso la creación de esta comisión haya sido un expresidente de Brasil, un país ajeno de alguna manera a la guerra contra las drogas decretada por los gringos.
Es que uno está equivocado si cree que el problema está sólo en la corrupción. Brasil es, de lejos, el principal consumidor de drogas de Latinoamérica, y aquí se enmarca cómo el consumo de drogas puede generar una espiral de violencia e inseguridad, como ha pasado en Río y São Paulo. Cuando los brasileños analizaron por qué las tasas de homicidio y la inseguridad habían crecido en esas ciudades, encontraron que el problema fundamental estaba asociado con el consumo de drogas. La preocupación de ellos nace en el consumo.
¿Qué ha logrado la comisión en estos tres años?
Comunicar el problema de una manera comprensiva, no a la luz de prejuicios, y tratar de entender cómo se administra y estudia el tema del consumo a lo ancho de todo el mundo. La experiencia europea es particularmente rica en enfrentar el problema de modo diferente a nosotros. La norma general allí, salvo en Suecia, es que el consumo de drogas no es delito sino un problema de salud pública. De allí parten políticas de distinta naturaleza, y un concepto basado en la premisa “qué le hace menos daño a la sociedad”. Hay que hacerse a la idea de que erradicar el consumo de drogas es una tarea que la humanidad no alcanzó y que es inalcanzable.
La lucha contra los carteles enseñó a entender el negocio de la droga como una especie de Hidra de Lerna a la que, cuando se le corta una cabeza, saca dos de repuesto para seguir dominando.
Gran ilustración de una realidad que muestra una gran frustración en la lucha contra los carteles, por su capacidad de reproducción. Ahora, esto no dice que sea inútil. Lo que muestra es que, por esa vía, no hay cómo resolver el problema. El Plan Colombia fue un gran éxito en materia de seguridad, pero no lo fue para parar el tráfico de drogas. Colombia y EE.UU. insisten en que sí se logró erradicar un área, pero eso no es tan significativo porque se pasó a Perú.
A los conocidos carteles en el mapa nacional de la droga, ahora se suman los Llanos Orientales, por donde sale el 50% de la droga hacia Venezuela. En América Latina sucede igual: México hace 10 años no aparecía del todo claro en este mapa, y ahora está en guerra frontal, como el resto de Centroamérica. De tres países andinos iniciales, el problema hizo metástasis rápidamente a toda Latinoamérica.
Los problemas graves de violencia con los carteles ahora están en México y Centroamérica. Por eso ya no son sólo los expresidentes, sino también los presidentes, los que comienzan a hablar del asunto, como el caso de Guatemala, cuyo mandatario fue quien sugirió que el tema debería ser tratado en la cumbre en Cartagena. Cuando se habla de legalización, que es una palabra que la comisión no ha usado, se busca usar un término que tenga eficacia desde el punto de vista político. Si uno empieza a hablar de regulación y de salud no es capaz de llamar la atención. Ha quedado claro que el tema tiene vigencia: EE.UU. lo acaba de aceptar para la cumbre. La alternativa real no es la legalización sino descriminalizar el consumo en EE.UU., y ayudar a los consumidores a salir de las garras del crimen.
El presidente Felipe Calderón implantó en México la guerra total contra las drogas en 2006 y se ha convertido en un fuerte opositor a la causa de esta comisión. ¿Por qué esa oposición si la experiencia colombiana ya demostró que ése no es el camino?
El presidente Calderón decidió enfrentar hoy los carteles de la manera en que nosotros lo hicimos en el pasado. En el entretanto se abrió este debate y hemos aprendido que es necesario garantizar la seguridad del país, pero esa no es la solución al problema del consumo. México y Colombia tienen que conseguir que Estados Unidos abra su debate interno, porque si ese país no cambia su política, la espiral de violencia en la que venimos va a seguir.
Que Obama haya aceptado abrir la discusión, ¿se debe a la presión de América Latina?
No, fue espontáneo. EE.UU. ya no tiene figuras que defiendan su política de una manera coherente e inteligente. Hay un enorme desafecto, desgano, agotamiento en esa política. De otro lado, el prohibicionismo a ultranza está fracasando y necesita alternativas que no sean la total legalización de las drogas, por varias razones: porque hay drogas duras y blandas, porque se necesitan controles, y por otra cantidad de consideraciones. En el consumo, en tanto, hay cada vez mayor independencia en los países para adoptar las políticas convenientes.
El consumo de tabaco y alcohol no ha disminuido, pero la violencia y la corrupción que ha generado…
Claro, es que nadie está pensando que la sociedad puede terminar con el alcohol. Eso es parte de la condición humana. Nadie está pretendiendo que las drogas se vayan a acabar porque se cambie de política. Pero van a disminuir la violencia, la corrupción y los efectos nocivos que la ilegalidad genera. Eso es lo que hay que mirar, que el consumo tiene un impacto mayor y que el problema no se puede resolver luchando en el origen.
La discusión está demasiado centralizada entre el bien y el mal, lo moral y lo inmoral.
Por eso la comisión ha dicho que las políticas hay que basarlas en evidencia científica y en investigación, no simplemente en principios éticos. Ahora, el maniqueísmo es lo más común en política. Cuando se explican demasiado las cosas, la gente desconfía. Lo más eficaz es mostrarlas en términos de bien o mal, y lo más difícil es entender todas las sutilezas y las cosas intermedias que hay. En el tema de la droga es clarísimo. Es mucho más útil, políticamente, hablar de legalización que hablar de volver el consumo de drogas un problema de salud pública y asumirlo como tal.
Umberto Eco dijo: “Es necesario un enemigo para darle al pueblo una esperanza”. ¿No nos está resultando demasiado costosa esa esperanza?
Sí, pero tampoco tenemos una disyuntiva. Uno no se puede declarar paria de la comunidad internacional o decir que hay que tolerar los carteles o que no hay que enfrentarlos. Eso lo hicimos por un buen rato, pero Pablo Escobar adquirió tal poder que iba a desbaratar las instituciones democráticas. Hasta el momento en que mataron a Rodrigo Lara, Colombia fue bastante indiferente al tráfico de drogas, y lo que ha venido después ha sido una cosa terrible.
Desde Lara, no hemos parado de poner muertos. La creencia popular es que, a cambio de tanta violencia, ganamos al recibir el dinero del Plan Colombia.
El Plan Colombia, contra lo que todo el mundo piensa, es un programa que Colombia financió en un 90%. Lo dice un informe del hoy vicepresidente Biden, de la Oficina de Control del Congreso de EE.UU. ¿A dónde se orientó ese dinero? A entrenamiento, a inteligencia, a aspectos en los cuales éramos muy débiles y que hoy nos han permitido ser mucho más eficaces.
¡Cuánto dinero que hubiéramos podido direccionar a problemas sociales, quizás más urgentes para el país, se fueron en una guerra que no es nuestra!
No hay políticas ideales. El Plan Colombia nos ayudó a traer seguridad. El costo de haberla mejorado ha sido incrementar los gastos de seguridad y de defensa de manera muy significativa. No creo que haya sido errado. Para Colombia, lo prioritario es su seguridad.
¿Cuál es la verdadera razón de EE.UU. para no discutir el tema?
Ellos han trabajado por varias décadas en el concepto de que el consumo de drogas es un crimen. Allá la palabra narcotráfico es lo mismo que crimen. Cualquier movimiento a favor del análisis o de la discusión genera en cualquier político la estigmatización “usted es débil frente al crimen”, y eso no ha dejado mover a la sociedad estadounidense. El debate existe a nivel de ciudadano, y la prueba es que muchos estados ya han legalizado la marihuana, pero más arriba no llega porque nadie quiere parecer débil frente al crimen.
Santos ha dicho que el tema de la despenalización de la droga no será protagonista en la cumbre, pero que se debatirá. ¿Es suficiente?
Lo que debe preocuparle a Santos es que la cumbre salga bien. Él ha hecho sus pronunciamientos y con eso ha prestado un gran servicio para esta causa, pero hay que entender las limitaciones que imponen no sólo ser el anfitrión de la cumbre sino también la relación con EE.UU., para cuya política Colombia es esencial. Quizás el país más importante. El presidente Santos está abriendo una discusión, pero él no puede cambiar la política de la noche a la mañana. Por lo menos no en lo que atañe al tráfico de drogas.
De usted, uno tiene la imagen de un ganador. Todas las causas que ha emprendido las ha ganado. Sin embargo, aquí el Goliat es muchísimo más grande. ¿Está buscando su lugar en la historia?
No había pensado en algo de esa naturaleza. Le he puesto toda la energía y el tiempo a esto porque hemos encontrado que el ejercicio que hicimos terminó siendo útil. Obviamente, cuando uno está desde la posición de expresidente sabe que lo que está haciendo es una reflexión, un análisis. No podemos cambiar las políticas, pero hemos logrado suscitar una reflexión y una actitud distinta sobre el tema.
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