M. tiene diez años. Hace apenas unos días recibió un mensaje vía Facebook: “Tenés 24 horas para mandarme una foto desnuda. El plazo vence el miércoles a las 15 hs: vos vas al colegio (X) y yo te voy a secuestrar. Mandame la foto”.
La madre y el padre de M. tienen sus dificultades: un divorcio sin ningún consenso, dos carreras profesionales con muchas horas fuera de su casa. La madre ve a su hija como “independiente”. Ella pone la alarma para no perder el micro escolar, elige la ropa, quiere teñirse unas mechas del pelo de azul. El padre la ve como una nena. Él no estaba de acuerdo con que tuviera una cuenta de Facebook, un celular, una Tablet. Pero como su espacio se reduce a algún fin de semana perdido cada mes, tampoco sabe mucho de ella.
M., como muchas chicas y chicos, ha sabido armar una red de referencia. Una de ellas es su tía. La llama llorando y le cuenta del mensaje. La tía sale de su trabajo, toma la Tablet de M. y va a la policía. Comienza un rastreo por los álbumes de fotos de la nena, por la información de su muro: no hay nada que indique a qué colegio va. Los posteos son de ídolos de momento, algún chiste, un concurso para ganar una mochila. Las fotos son de paseos, pero pocas. M. aún no ha descubierto el poder de las selfies. Ni siquiera lleva el celu al colegio, porque le avisarían a sus padres y no quiere penitencias.
Uno de los policías sospecha del mensaje y pide un tiempo para rastrear la dirección de IP: dice que es un trámite simple. Así, llegan a la cuenta de un chico de once años, que va a otro curso del mismo colegio de M. Llaman al colegio: se niegan a darle el teléfono de los padres del chico, pero dicen que se comunicaran con ellos. Al rato la madre de L. se acerca a la comisaría: no le da mucha importancia al hecho de que su hijo hubiera amenazado a una compañerita de esa manera, pero se compromete a sacarle el celular y la computadora “incluso una semana”. Para la madre de L. es equivalente a mandarlo a picar piedras cumpliendo cadena perpetua: su hijo pasa horas encerrado en su pieza, donde tiene un plasma de 32´´, una notebook, una Tablet, Play IV, Wii. ¿Cómo le va en el colegio a L.? Bien. La cuota mensual alcanza las cuatro cifras. ¿Cómo le va a ir?
En el colegio no se menciona el incidente. Como sostienen las autoridades en reuniones de inicio de clases, “no sabemos qué hacer con los chicos que están pendientes del celular”.
L. no podría ser acusado de grooming. Si no conocen el término, se define como “una serie de conductas y acciones emprendidas por un adulto con el objetivo de ganarse la amistad de un menor de edad, creando una conexión emocional con el mismo, con el fin de disminuir las inhibiciones del niño y poder abusar sexualmente de él”.
L. dista de ser un adulto ante la ley. Pero Fabio Ariel Martínez si lo es: 28 años en 2014, oficial de la Policía Bonaerense. “Seductor” vía Facebook de una nena de 11 que se hizo pasar por un par, un chico de 13. Y dio otro salto: pasó al mensaje de texto al celular. Ante la angustia de su hija al recibir mensajes pidiendo encontrarse “en pollerita o calza, sin ropa interior” la madre de la nena armó la escena. Se hizo pasar por su hija, citó al ciberacosador, fue con su hija y familiares al lugar de encuentro y –según la noticia- “se salvó de ser linchado porque intercedió un policía que pasaba por allí”. Ahora están en juicio pero no quedó detenido ni un día: como el “abuso sexual” no se llevó a cabo –por la intervención adecuada de la madre y familiares de la nena- se fue a su casa.
Lo que nos pasa cuando agregamos estadísticas al #NiUnaMenos: hasta que no aparece muerta…
Al no haber políticas preventivas en Argentina –esto abarca casi todas las temáticas, no solo el ciberacoso- cada familia, cada niño, cada adulto queda librado a su criterio. Pero cuando interviene algo de la Ley, ya no debería ser tan así.
Sin embargo L. recibe como “castigo” una semana sin conexión. Y el oficial Martínez –si fuera encontrado culpable- recibiría un máximo de cuatro años excarcelables.
En ambos casos nadie quiere saber qué pasa por la cabeza de un pibe de once que amenaza con un secuestro y de un adulto de 28 que concurre a una cita con una nena. Ni el colegio, ni la Justicia, ni la familia.
Como verán el problema es un poco mayor que cuantas horas pasan conectados o que fotos suben a Instagram. El problema es que estas conductas no son vistas como problemáticas.
Hace unos años sectores “intelectuales” creían que cuidando que sus hijos no vieran ciertos programas en TV (Titanes en el Ring, Los Tres Chiflados, El hombre que volvió de la Muerte, Los Power Rangers) se “garantizaban” mantenerlos alejados de conductas violentas.
Lo que funciona, parece, más que prohibir lo improhibible, es hablar y generar referentes: tener a quién recurrir cuando la angustia excede los mensajes y amenazas recibidas.
Quiero decir, el problema no es internet o el celular. El problema es hacer uso de esas herramientas, y no abuso.
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