Ilustración: Federico Mercante
Lucía se mira al espejo y se pone rimmel. Hace 3 meses que no sentía la máscara negra correr por sus pestañas. Extrañaba esa incomodidad. Se ve y algo le recuerda a esa realidad anterior sin barbijo y llena de besos de cualquiera en el cachete.
Su casa es un desastre pero el espacio que toma su celular en modo selfie está impecable. Se arma un poco más los rulos, se sienta y llama a Matías por Google meet. El plan es cenar y ver una película cada uno desde su casa: intentar reproducir las viejas citas en bares en esta nueva vida pantallizada.
En los últimos años los bares, la calle y los transportes públicos se vaciaron de energía sexual. Parecería ser que socialmente acordamos que el modo de conocer gente es a través de las redes.
Pongámosle que hasta antes de que se declare la cuarentena estábamos en un nivel 7 de digitalización de la conquista: existía el levante en 3D pero la mayoría de los matcheos que terminaban en citas surgían de manera virtual (aplicaciones de citas o redes sociales). La propuesta de Tinder es muy clara: fácil, rápido y cerca de tu casa. Pero ese exceso de oferta a veces termina generando el efecto contrario, producto de la lógica del swipe. Es decir: ese placer de pasar de un perfil a otro y luego a otro y a otro deslizando el dedo por la pantalla en un aparente catálogo interminable produce angustia y ansiedad.
Hay algo de ese mecanismo que se traspola a otros ámbitos de la vida y nos hace creer que siempre hay algo mejor: alguien más interesante en el perfil que sigue, alguien más canchero, más atractivo, más disponible, una fiesta mejor, un trabajo mejor, amigos mejores, otra casa, otro barrio, otra vida.
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La (r)evolución en el amor de cuarentena
Este sistema marida perfectamente con una forma de vida acelerada, pero la cuarentena nos llevó a una rutina del tipo slow. Un grupo de investigadorxs del CONICET hizo un estudio sobre las emociones de las personas en el aislamiento. Dentro de las expresiones más frecuentes para aludir a lo “peor” de este momento lxs encuestadxs nombraron: soledad, miedo, encierro, lejanía de los afectos y no poder abrazar.
Obligadamente desnaturalizamos el contacto afectivo. Los abrazos y besos regulares con compañerxs de trabajo, amigxs y familiares no existen más. Ahora hay que producir: ocuparse y generar ese encuentro. Y en el campo del amor eso significa, además, hacerse cargo del propio deseo.
100 días de cuarentena después, mi amiga Alejandra pauta una cita con Vanesa. Vienen hablando por Google meet hace 15 días, jugaron al tuti fruti, escucharon juntas algunos podcast, cenaron a distancia y se mandaron cositas por Glovo. Vanesa recibió un libro y Alejandra una bolsa con golosinas.
“En la vieja normalidad hubiéramos garchado en la primera cita. Quizás no estaba bueno y no la veía más. Quizás era bárbaro y nos enamorábamos. No sé en qué estamos ahora, pero es super profundo”, me dijo Alejandra por whatsapp. Viven a 10 cuadras. Hoy van a ir juntas a una dietética que les queda equidistante y se van a ver por primera vez.
Aparece un claro esfuerzo por inventar maneras de tener contacto afectivo a partir de lo que hay: la palabra. No hay sexo. Involuntariamente quienes quieran aventurarse en el plano de lo romántico con un otre en esta nueva normalidad se adentran en un proceso antiguo pero con herramientas actuales: el cortejo.
Puede que el resultado sea una erótica a largo plazo, una construcción interrumpida en su comienzo, una relación con mayor sensibilidad surgida desde la introspección, un vínculo con menos responsabilidad afectiva porque la digitalización es total y el amor líquido es la única opción. O, desde el mayor optimismo, un amor más lento.