Santiago Torrado. El Espectador
“Van a ver cómo siguen los homicidios. Los asesinos están afuera”, dijo a las autoridades en su momento, desafiante, el egipcio Abdel Latif Sharif, uno de los pocos condenados por los misteriosos asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, cuyos cadáveres llevan décadas apareciendo, cuando aparecen, en lotes baldíos, en basureros o en el desierto, con señales de violaciones y tortura. Sharif, que tenía antecedentes de violencia sexual en Estados Unidos, fue arrestado en 1995, en los primeros años de esa siniestra cadena de crímenes de extrema crueldad que han hecho tristemente célebre a la ciudad más poblada del norteño estado de Chihuahua, la frontera más caliente de México. Al egipcio lo acusaron de ser el asesino en serie de al menos 15 mujeres y murió de un infarto tras 10 años en la cárcel. Siempre sostuvo que era un chivo expiatorio, pero más allá de su culpabilidad o inocencia, su frase tuvo una carga profética, y las inquietantes desapariciones y muertes siguen hasta hoy.
Sin ir muy lejos, en el último mes mataron a tiros en apenas 24 horas a cinco mujeres en Ciudad Juárez, ubicada estratégicamente en la mitad de la extensa frontera, al otro lado de El Paso, Texas. A eso se suma el hallazgo de restos de adolescentes desaparecidas en la cercana Sierra del Valle de Juárez, que suman 22 en los últimos 12 meses. Aunque las cifras varían, los cálculos de varias ONG hablan de más de 500 ‘feminicidios’ desde 1993. La inmensa mayoría de los crímenes sigue en la impunidad.
El fenómeno se ha agravado recientemente con la persecución a las activistas que denuncian la violencia contra las mujeres. A Norma Andrade, una de las fundadoras del grupo Nuestras Hijas de Regreso a Casa, la balearon y después apuñalaron entre diciembre y febrero, aunque según las autoridades los ataques fueron intentos de atraco. En proceso de exiliarse, lleva una década como activista, tras el secuestro y asesinato en 2001 de su hija Lilia García, de 17 años, presuntamente por narcotraficantes, y ha denunciado que las ‘muertas de Juárez’ están vinculadas a una red de trata de adolescentes del Cartel de Juárez.
Es el caso más reciente, pero no el único. En los últimos años, según cifras oficiales, han asesinado a cinco activistas y otras 12 han tenido que salir del país. Entre varios casos emblemáticos, a la poeta Susana Chávez, quien acuñó en 1995 la frase “ni una muerta más”, la violaron y mataron en enero de 2011. También en esa ocasión las autoridades desvincularon el crimen de su labor social.
Pero probablemente el caso más indignante es el de Marisela Escobedo. A su hija de 16 años, Rubí, la asesinaron y quemaron en 2008, poco después de haber dado a luz. Como tantas otras madres, Marisela se vio obligada a implorar justicia. Finalmente detuvieron a un exnovio que confesó, pero tras unos meses en prisión salió libre por falta de pruebas. Ante la insistencia de la madre, se reabrió el caso y lo condenaron a 50 años, pero el asesino ya había huido. Marisela decidió instalarse día y noche frente al Palacio de Gobierno de Chihuahua, donde denunció el acoso al que estaba sometida: “Tengo amenazas del asesino de mi hija, de su familia. Me han dicho que él ya está involucrado en un grupo del crimen organizado. ¿Qué está esperando el Gobierno? ¿Que venga y termine conmigo? Pues que termine conmigo, pero aquí enfrente del Palacio de Gobierno, a ver si les da vergüenza”. Y así ocurrió. El 16 de diciembre de 2010, en esa plaza céntrica, frente a una estatua de Miguel Hidalgo, el padre de la patria, una cámara de seguridad grabó cómo ultimaron a Marisela con un disparo en la cabeza.
Todos esos ataques han ocurrido después de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenara en 2009 al Estado mexicano por tres casos en particular: los de Esmeralda Herrera Monreal, una empleada doméstica de 15 años; Claudia Ivette González, una trabajadora de maquila de 19, y Laura Berenice Ramos, una estudiante de 17. Los cuerpos ultrajados de las tres fueron hallados en un descampado en el 2001. La sentencia da cuenta de que desde 1993 desaparecen “mujeres jóvenes, incluso niñas, trabajadoras —sobre todo de las fábricas manufactureras—, de escasos recursos, estudiantes o migrantes”. La corte ordenó compensar a los familiares con US$800.000 y revisar los procedimientos. El fallo fue considerado un hito, pero poco cambió.
Sobre los asesinatos se han barajado múltiples hipótesis. Un detective del FBI concluyó en 1999 que se trataba de “spree murderers”, algo así como asesinos de juerga. Se ha hablado en distintos momentos de asesinos en serie, escuadrones de la muerte, de redes asociadas a los conductores de buses, el narcotráfico o la trata de personas. También de una suerte de rito para sellar pactos entre hombres poderosos.
“La impunidad es la culpable de todo”, asegura la dramaturga Rocío Galicia, estudiosa del fenómeno y a punto de terminar un doctorado en la Universidad Iberoamericana sobre los asesinatos en Juárez. No atina a explicarlo de otra manera que como un monstruo de mil cabezas. “Hay muchas líneas de investigación, algunas absurdas, como el tráfico de órganos, pero dentro de la conclusión de la impunidad cabe todo. No es posible llegar a la verdad porque el sistema de justicia no existe y hay una ineficacia absoluta del resguardo de pruebas”.
En algún momento se hablaba de un prototipo de víctimas jóvenes, delgadas, morenas y de cabellos largos, pero hoy lo único claro es que se trata de mujeres humildes. “Todo ser pobre, marginado, indefenso, es borrado —asegura Galicia—. Y no pasa nada”.
Las hipótesis más fuertes son las relacionadas con el crimen organizado, asegura la antropóloga Patricia Ravelo Blancas, autora de varios libros sobre los feminicidios en Juárez y de un estudio en el que se detectaron las 31 teorías principales. “A la larga, se trata de la misma cadena para el tráfico de drogas, armas y mujeres”, asegura. Después, están las que tienen que ver con “violencia masculina totalmente legitimizada” en un lugar donde las mujeres desplazaron a los hombres como mano de obra en las maquilas. También hay muchos casos de agresiones domésticas que reproducen métodos macabros del crimen organizado. Ravelo concluye que se trata de “crímenes con una fuerte carga de odio misógino, discriminación de clase y xenofobia; eso se siente en la frontera”. El fenómeno está cerca de cumplir 20 años, pero los asesinos siguen afuera.
En el trasfondo hay una cultura de violencia de género que no es exclusiva de Ciudad Juárez. Aunque en algunos lugares de México, como el Distrito Federal, se han aprobado leyes para tipificar el feminicidio como un delito con penas más severas, al mismo tiempo seis estados mantienen vigente el atenuante de “razón de honor”, que rebaja la condena cuando el asesino sorprende a su mujer en un acto carnal. “La violencia basada en patrones de masculinidad se está convirtiendo en una epidemia”, ha dicho la diputada Teresa Incháustegui, presidenta de la Comisión Especial para el Seguimiento de Feminicidios. Según sus cifras, cada año hay unas 15.000 violaciones en México, sólo en el 25% de los casos se castiga al agresor y únicamente hay sentencia en el 1% de todos los expedientes por homicidio.
De hecho, otro de los estados donde proliferan el rapto y el asesinato de mujeres es en el céntrico estado de México. Según la Procuraduría (Fiscalía) estatal, en 2011 hubo 330 desaparecidas y algunas ONG comienzan a ver patrones similares a los de Juárez. Se trata de un bastión electoral del PRI en el que Enrique Peña Nieto, el amplio favorito de cara a las elecciones del 1º de julio, fue gobernador hasta 2011. Varios observadores creen que es uno de los principales lunares de la gestión de Peña Nieto, y aunque no ha ocurrido, el debate nacional sobre los feminicidios eventualmente se podría convertir en un tema de campaña.
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