El 4 de abril de 2013 Pablo Quiavetta había ido con unas amigas y amigos a pasar un rato al Parque General San Martín de Mendoza. Estaban tomando “un fernecito”. Él dice que había llevado el hielo. Hasta que en un momento “se apagó la tele”.
Cuando la tele se volvió a encender lo que vio era la unión de la pared con el cielorraso y escuchaba un pitido como el que hacen los aparatos que hay en los hospitales: piii… piii… piii…
Intentó pestañear y no podía. Quiso hablar y no le salían las palabras. Lo primero que pensó era que lo habían atado a una cama ya que no podía mover ni los brazos, ni las piernas, pero tampoco la cabeza y el resto del cuerpo.
Se quedó muy atento, experimentando una sensibilidad extraordinaria sobre todo lo que ocurría a su alrededor, pese a que no se podía mover ni pestañear.
Fue pasando el rato hasta que se dio cuenta de que, efectivamente, se encontraba en un hospital. Pero no sabía qué era lo que le había ocurrido. Después se le acercaron algunas personas y entendió que eran médicos y enfermeras. Los comentarios que hacían no le gustaron nada. Una decía “mmmmmmm…” y movía la cabeza en forma negativa. Hasta que uno dijo: “no creo que salga”. Entonces entró en la cuenta de que algo le había ocurrido, que habría sufrido un accidente o una enfermedad. Pero no sabía qué era ya que no se podía mover, no se podía mirar y no podía preguntar.
Pasaron las semanas y le dijeron que cuando estaban en el parque tomando “el fernecito” se les habían acercado por la espalda tres muchachos y uno de ellos sacó un revólver de entre sus prendas. Sin que mediara palabra, le disparó en la cabeza. También le quiso disparar a otro de los chicos del grupo, pero la bala no salió. Los tres se subieron al auto en que había llegado Pablo y sus amigos y se fueron. El vehículo fue encontrado abandonado a las pocas horas en otro sitio de la ciudad. Los tres agresores jamás fueron identificados.
A Pablo el tiro le ingresó en la cabeza e hizo una extraña trayectoria en forma de “z”. Él cayó fulminado de espaldas y ahí quedó tirado. Cuenta que dentro de la desgracia tuvo suerte: un bombero voluntario que vio todo de lejos se acercó a ayudarlo y le practicó primeros auxilios. La ambulancia tardó 50 minutos en llegar.
Ya en el hospital, Pablo se encontró literalmente preso en su cuerpo. Mente y cuerpo completamente disociados, imposibilitado de poder expresar que estaba consciente de todo lo que ocurría. Como es obvio, esta situación le produjo un primer estado de pánico y desesperación, hasta que con las horas comenzó a calmarse y trató de elaborar una estrategia, si es que se puede decir de ese modo.
Dado que no podía pestañear, por momentos le abrían los ojos y se los pegaban con una cinta, y por momentos se los cerraban de la misma manera, condicionando su contacto visual con el exterior.
Los médicos venían a revisarlo y le pegaban con algún objeto en distintas partes del cuerpo (seguro que con un martillito) para ver si tenía reflejos. Pablo sentía esos golpes, pero se daba cuenta de que su cuerpo no reaccionaba. Uno de los peores momentos fue cuando lo pincharon con una aguja debajo de las uñas. El dolor era terrible. Pablo pensaba: “culiao… no me pinches que duele mucho…”. Pero no podía decirlo.
Otro de los momentos duros fue cuando por la desesperación que le producía la situación se agitó y los aparatos comenzaron a emitir pitidos muy intensos. Los médicos vinieron corriendo y escuchó que alguien decía algo que no llegó a entender pero que sonaba como “traqueo…”. Entonces se dio cuenta de que le querían hacer una traqueotomía. Tuvo que hacer otro enorme esfuerzo para serenarse y comenzar a respirar en forma normal.
***
Pablo nació en una familia católica, pero nunca había sido muy amante de ir a misa “y esas cosas”. Sin embargo, en un momento determinado, en las largas horas de cavilaciones solitarias, se le ocurrió rezar. Durante muchos días iniciaba la oración, pero no la podía terminar. Se distraía o no recordaba cómo seguía. Hasta que en un momento escuchó una voz que le decía: “¿por qué querés rezar?”. Obviamente, la sorpresa fue enorme. Se puso a pensar y mentalmente respondió: “Porque me quiero curar, pero también quiero perdonar a las personas que me hicieron esto”. Eso fue lo que le salió. Dice que después de responder pudo terminar de hacer su oración.
A partir de ese momento las cosas comenzaron a mejorar. En forma muy lenta, paulatina y dolorosa comenzó a mover algunas partes de su cuerpo. Al principio era como un bebé de 28 años. Lo sentaban y se caía. No podía sostener la cabeza. Pero fue mejorando. De hecho tuvo la suerte de poder asistir al parto de su primera hija (su mujer se encontraba embarazada de antes de la agresión).
Hoy se puede valer por sí mismo, pese a que todavía tiene graves secuelas en la parte izquierda de su cuerpo, con dificultades en la pierna y una gran limitación en su brazo, que puede mover muy poco.
Pablo sorprendió al país, cuando el año pasado concurrió a su colación de grado para recibir el título como técnico universitario en gestión de empresas y frente a un público perplejo dijo que agradecía a las personas que lo habían atacado, ya que ese hecho le había permitido tomar otra dimensión de la vida y valorar otras cosas que antes no tenía en cuenta.
Hoy Pablo es parte de Víctimas por la Paz y brinda su testimonio de fe y esperanza, mostrando que es posible sanar, dejando el odio y el rencor a un lado. Es un tipo alegre y optimista, agradecido de la vida, que está convencido de que va a salir adelante con su familia. Dice que no duda de que si alguna vez apresan a sus agresores los iría a ver para decirles que pueden contar con él para lo que necesiten.
El viernes pasado regresábamos al hotel, caminando en la fría noche mercedina y conversando de todo un poco. Me contó una anécdota que, creo, lo pinta de cuerpo entero. Me dijo que es una persona muy inquieta, que le gusta hacer cosas. Y que venía caminando y cerca de su casa vio un pallet de madera, de los que se usan para estibar ladrillos. Y se le ocurrió que con esas maderas le podía hacer una mesita y una sillita para sus nenas. Y lo hizo. Mirándome con sus ojos chispeantes, me dijo: “¿Sabés lo que es clavar un clavo con una sola mano?”.