Semana.-

Tras la caída de los grandes capos, las bandas que les obedecían convirtieron las calles de las ciudades en escenario de una batalla a muerte. La pelea es por el control de un jugoso negocio: el microtráfico.

En los alrededores de la estación del metro de San Antonio, en pleno centro de Medellín, un grupo de hombres originó un caos que paralizó por horas el corazón de la capital paisa y dejó pérdidas calculadas por Fenalco en cerca de 1.000 millones de pesos el pasado primero de octubre. Dos días antes, en la comuna ocho y el barrio Villa Lilliam, aparecieron cuatro jóvenes descuartizados. La misma semana, cerca de Tuluá, Valle, se encontraron dos cuerpos decapitados. Y en Bogotá, las autoridades interceptaron comunicaciones que ofrecían, como en tiempos de Pablo Escobar, 20 millones de pesos por cada policía que fuera asesinado. Aunque parecen hechos aislados esta serie de acontecimientos tiene un común denominador: la nueva etapa en la que está entrando la guerra contra las drogas en Colombia.

El responsable de las violentas revueltas en Medellín fue alias Montañero, quien generó los desórdenes como respuesta a la primera operación que la Policía de esa ciudad realizaba contra los puntos de venta de droga que él y su grupo controlan. Los degollados y decapitados de los días previos, según las investigaciones, tienen como responsables a Freddy Colas y Pesebre que tratan de controlar los combos delincuenciales, con el fin de adueñarse del negocio de drogas y otros delitos en parte de las comunas. Ese enfrentamiento por el control de las llamadas ‘ollas’ es también parte de la explicación de una guerra entre facciones en Tuluá, que se ha caracterizado por la sevicia. El ofrecimiento de pagos por la cabeza de policías en Bogotá, al estilo de la época de Pablo Escobar, es la consecuencia de atacar esas estructuras en la capital.

Estas bandas están cobrando tan macabro protagonismo por la caída de quienes las lideraban. En los últimos dos años los grandes capos y estructuras mafiosas que dominaban el panorama del narcotráfico en varias regiones desaparecieron. Cayeron Valenciano y Sebastián, que controlaban la Oficina de Envigado. Fue arrestado Diego Rastrojo, jefe de la banda los Rastrojos, tras la entrega a la justicia estadounidense de Javier Calle, alias Comba. Y el Loco Barrera, uno de los principales proveedores de droga.

Como ya ha ocurrido en el pasado, esos golpes generalmente traen reacomodos en los que jefes menores intentan hacerse al mando o llenar vacíos dejados por los ‘patrones’ caídos. Y eso es lo que está ocurriendo. En varias ciudades se libran pequeñas pero violentas batallas que comienzan por uno de los eslabones más bajos de la cadena del mundo criminal: las ‘ollas’ o centros de ventas de drogas al menudeo (ver recuadros).

“El narcomenudeo suena a negocio pequeño pero es extremadamente lucrativo y por eso es tan apetecido, explica un oficial antinarcóticos. Un kilo de coca puesto en Miami cuesta cerca del equivalente a 50 millones de pesos. Después de todos los pagos, al narco le pueden quedar libres 30 millones de pesos. Pero corre riesgos altos que van desde perder la droga en incautaciones hasta ser capturado y extraditado -afirma-. Con las llamadas ‘ollas’ la ganancia es similar pero con menos riesgo. Un kilo de coca en Bogotá, por ejemplo, cuesta dos millones y medio de pesos en promedio. Ese kilo se rinde con diferentes sustancias y lo convierten en tres kilos. A cada kilo de esos le sacan 4.000 dosis que en promedio se venden a 10.000 pesos. Eso da 40 millones, de los cuales pueden quedar los mismos 30 millones por kilo al gran capo pero sin muchos de los peligros que enfrentaría si lo enviara al exterior. Así funciona en la capital y en el resto del país. Ese es el gran éxito del microtráfico”, concluye el uniformado. Esto es lo que tiene a varias ciudades colombianas inmersas, literalmente, en una nueva guerra.

El menudeo de los Rastrojos

Varias bandas criminales pelean por las rutas de salida de droga del Caribe, mientras arrecia la violencia en Barranquilla por la hegemonía del mercado local.

Los más de 200 kilómetros de playa entre Cartagena, Barranquilla y Santa Marta y los ríos y esteros de la zona, incluido el río Magdalena, son usados para esconder y cargar cocaína en lanchas que van a Centroamérica y Estados Unidos. Desde hace cuatro años bandas criminales como los Urabeños, los Rastrojos, los Paisas y los Nevados se disputan el control de esas rutas. Varias ciudades de la Costa, particularmente Barraquilla, están sufriendo incrementos de homicidios y otros delitos: algunas de esas bandas, que tienen dificultades para exportar droga, han optado por inundar el mercado local para compensar sus ingresos. La cocaína que no sale la distribuyen entre bandas locales, las cuales han entrado en una competencia a sangre y fuego.

En lo que va de 2012 la Policía antinarcóticos ha incautado en Barranquilla 5,5 toneladas de cocaína, 8,5 toneladas de base de coca y 4,8 toneladas de bazuco. Se cree que esto es 20 o 25 por ciento de lo que circula, lo que da una idea del tamaño del negocio, parte del cual se destina al consumo local (según las autoridades este puede estar alrededor de cinco toneladas al año). La mayor parte de la venta al menudeo está controlada por integrantes de los Rastrojos que, tras el sometimiento de su jefe, alias Comba, hace seis meses, armaron una compleja red de distribución propia. Tienen presencia en los barrios La Pradera, Los Olivos, Los Ángeles, La Paz, Rebolo, La Chinita, La Luz y en los municipios de Soledad y Malambo.

Más de 2.800 miembros de esas redes han sido capturados en flagrancia este año. Entre ellos hay jefes como el Demente, el Culebra , el Gomelo, el Doctor o el Saya. Pero esas capturas poco se han sentido en la seguridad de la ciudad. A comienzos de octubre la cifra de homicidios no había disminuido y llegó a los 262 muertos, manteniéndose igual a la cifra del mismo período del año pasado. Parte de la explicación consiste en que si bien los Rastrojos manejan el grueso de la distribución local de drogas, otras bandas como Paisas o Urabeños han intentado copiar ese modelo de outsourcing. Y en algunos sectores populares, como Las Colmenas, surgieron pequeños pero sangrientos distribuidores ‘independientes’ como el Cobra, que se enfrascaron en vendettas contra esas bandas en una guerra que se sintió en toda la ciudad. Abogados que defienden a los miembros de esas pequeñas bandas, estudiantes, tenderos, mensajeros y mototaxistas se cuentan entre las víctimas, en una ciudad que ha visto muchos de sus barrios transformarse en feudos del crimen.

Batalla capital 

Desde hace varios meses se libra una guerra sin cuartel contra seis mafias que intentan apoderarse de Bogotá.

La orden es clara: pagar 20 millones de pesos por policía asesinado. Esta sentencia de muerte parece sacada de las épocas en las que Pablo Escobar ordenó y pagó por matar centenares de policías que lo perseguían a él y al cartel de Medellín. Esta orden de poner precio por la cabeza de policías, sin embargo, no ocurrió en el pasado lejano de los tormentosos años de la lucha contra las grandes mafias. Ocurrió escasamente hace un mes en Bogotá, una semana después de que un intendente de esa institución fue asesinado de un disparo en la cabeza durante una operación antinarcóticos en la llamada calle del Bronx, en el centro de la capital.

Quien ofrece la ‘recompensa’ es el jefe de uno de los llamados ‘ganchos’, que es el nombre con el que se conocen las estructuras que controlan la venta de drogas al menudeo en Bogotá. El ofrecer dinero por policía asesinado, evidencia hasta dónde están dispuestas a llegar las mafias bogotanas por defender el lucrativo negocio del microtráfico. Pero también es la respuesta a una ofensiva permanente y sistemática puesta en práctica para atacarlas. “Esta es una guerra frontal contra el microtráfico y no vamos a ceder ni bajar la presión, ni dejar de hacer operaciones todas las semanas”, explicó el general Luis Martínez, comandante de la Policía Metropolitana. Desde hace dos meses no ha pasado una semana en donde no se efectúen operativos de gran envergadura para golpear sin descanso. Por medio del Centro Integrado de Inteligencia contra el Narcotráfico, la Policía tiene identificados los seis grandes ganchos: Homero, Nacional, Morado, Manguera, Nacional y América. Teniendo como centro de operación el Bronx, estos grupos se han dividido y repartido otras zonas de la ciudad en una telaraña compuesta por 73 redes que reparten droga por toda Bogotá y están involucrados en otros delitos, como extorsiones, robos y homicidios.

Las minioficinas

Medellín y el Valle de Aburrá sufren las consecuencias del aumento inusitado de decenas de ‘combos’ que pelean por el control del crimen organizado.

Durante casi dos décadas la llamada Oficina de Envigado mantuvo en Medellín y sus municipios vecinos una empresa criminal que dominó. Era como una empresa con franquicias. Los jefes de las bandas en cada barrio le rendían cuentas. La plata se recogía en una suerte de fondo común que luego se repartía. Los integrantes de las bandas recibían, a manera de sueldo, una tajada de todas las actividades, desde el narcotráfico a gran escala hasta extorsiones, secuestros y robos de carros y apartamentos. Así funcionó por años la Oficina, sin que las autoridades pudieran hacer mucho.

Después de la extradición de su gran jefe, Don Berna, empezó su declive. Una persecución sistemática de la policía llevó al sometimiento, arresto o muerte de sus herederos. Rogelio, Danielito, Douglas, Valenciano y Sebastián son algunos de los jefes que han caído en los últimos cuatro años. Bandas criminales como los Urabeños, los Paisas o los Rastrojos han intentado asumir la hegemonía pero se han enfrentado a una realidad que tiene sumida en el caos a la ciudad y atemorizada a gran parte de la población: la atomización del crimen.

Según la Policía, Medellín tiene hoy diez organizaciones que se subdividen en 99 combos. Cada uno tiene entre cinco y15 integrantes con un pequeño jefe. Desde la captura de Sebastián, asumiendo que la ciudad se quedó sin ‘patrón’, casi todas entraron en una guerra cuadra a cuadra por el control de las plazas de vicio y la extorsión. En junio, dos meses antes de ser arrestado y desde la clandestinidad, este ordenó a alias el Gomelo, jefe de una organización de la comuna 8, que le entregara los negocios a el Mellizo, quien dirigía otra estructura. Esa orden no solo no se cumplió sino que este último fue asesinado en un claro desafío a Sebastián. Lo mismo ocurrió pocos días después cuando en el corregimiento San Antonio de Prado el llamado combo de los Chicorios se negó a cumplir la orden de ceder el territorio a los hombres del llamado Limonar 1, lo que terminó con una vendetta que dejó tres muertos. Tras la captura de Sebastián, esta atomización empeoró. Desde su celda el capo capturado envió a un lugarteniente a recolectar su parte del producto de venta de droga y extorsiones a alias Mundo Malo, jefe de la comuna 1 (nororiental). Este asesinó al enviado de quien había sido su antiguo jefe.

Algo similar ocurrió con Pesebre, el hombre fuerte de la comuna 13, quien ante el arresto de su jefe decidió independizarse para quedarse con todo el control de esa amplia zona de la capital paisa, que desde entonces se disputa con los combos de los Mondongueros y la Agonía. En Belén, los Chivos y Altavista luchan por el rentable negocio de la venta ilegal de gasolina que roban del poliducto que pasa por el sector.

La lista de alias y combos es interminable. Las luchas calle a calle entre estas estructuras no solo se sienten en los sectores marginales sino que se extienden al resto de la ciudad. La disputa no es solo por controlar la venta de drogas al menudeo o las llamadas ollas sino el resto de negocios ilegales.

Según un reciente informe de la Universidad Eafit, ese intento descontrolado por tener el liderazgo criminal en la ciudad ha hecho que casi la totalidad de las tiendas de Medellín paguen ‘vacuna’. Hoy se cobra hasta por permitir la venta de huevos, leche, pollo y arepas en las tiendas de los barrios.

El Valle de micronarcos 

El fin de los grandes carteles y capos en el Valle del Cauca atomizó el narcotráfico en esa zona con una violencia inusitada.

“Dígale a ese cucho que se reporte con algo, o le tiramos una granada”. Esta frase hace parte de una escalofriante conversación entre dos desconocidos jefes de pequeñas bandas de barrio en Palmira, Valle, que extorsionan a un tendero. Quienes conversan controlan algunas de las plazas de expendios de droga en esa ciudad pero diversifican sus actividades criminales por medio del cobro de vacunas de forma violenta e indiscriminada.

En otras de las decenas de llamadas interceptadas, en poder de SEMANA, se evidencia la crueldad con la que estas pequeñas mafias de barrio ordenan asesinatos. “Llegó un man reclamando una burra (bicicleta) que le robaron,¿ qué hacemos?”, preguntó un hombre a su jefe. “¡tapeteen (maten) a ese marica!”, ordena sin dudar.

Los audios, que hacen parte de una investigación de la Fiscalía y la Policía, revelan cómo se mueve el mercado de la droga en los barrios de Palmira, los controles para mantener alto el precio del bazuco y la marihuana y la parcelación de zonas por puntos de expendio. “Voy pa’l 20 (barrio) a hablar con ese marica porque nos está dañando la venta de crypi”, se queja uno de los jíbaros ante el jefe de la banda, porque otro expendedor vende los cigarrillos de marihuana a 1.000 pesos, cuando la orden era 1.500 pesos. En otra llamada acuerdan a quiénes cobrar el impuesto a la venta de papeletas de cocaína, y ordenan el crimen de otra expendedora que no hace parte del combo. “Si van a apretar a Alba, la de los vampiros, maten a esa malparida”, sentencia el jefe de una banda de un barrio.

Estas grabaciones no son algo exclusivo de Palmira. Son parte de un complejo fenómeno en el que pequeños criminales organizados están acorralando a la ciudadanía y tomándose con crímenes violentos barrios del Valle. En Cartago han asesinado a comerciantes por no ceder a extorsiones. En Tuluá, dos hombres identificados por las autoridades con los alias de Porrón y Picante, son los responsables de la reciente aparición de decapitados y desmembrados, producto de una lucha por el control del narcomenudeo y las extorsiones. En Cali, las bandas dedicadas al microtráfico de droga llegan al extremo de obligar a vendedores ambulantes a pagarles para sacar de la cárcel a miembros de sus grupos.

Según las autoridades, en Cali, que tiene 337 barrios, existen 300 puntos de expendios de drogas, que mueven alrededor de 3.000 millones de pesos al día. Esto, sin hablar de los ingresos por otros delitos, explica por qué en esa ciudad llegaron a existir 18 oficinas de cobro, encargadas de manejar las vacunas, el microtráfico y el sicariato. Este año la policía ha desmantelado seis y capturó a 120 integrantes de esas bandas, como La Ocho y Calle Luna, entre otras. Aún persisten 12 que, de acuerdo a las investigaciones, tienen en promedio 20 integrantes. “Son bandas pequeñas que buscan el apadrinamiento de organizaciones más grandes de narcotraficantes”, dice el general Alejandro Castañeda, excomandante de la policía. Si bien eso es cierto, la realidad es que tras la entrega de los llamados Comba, Cali y gran parte del Valle quedaron sin un capo de primer nivel. Aunque hombres como Martín Bala o Chicho Urdinola, antiguos lugartenientes de grandes jefes de la mafia intentan aglutinar las bandas a sangre y fuego, lo cierto es que la fragmentación de esas pequeñas mafias no tiene freno y su impacto sobre la seguridad es enorme.