Por Santiago Valenzuela
Martha Alcira Ospina aterrizó en Pasto el 26 de agosto, una hora antes del atardecer. En el cuello tenía colgada una pancarta con la foto de su esposo, Gerardo Alberto Arandia Valentín, geólogo secuestrado en el año 2000 por la columna Teófilo Forero de las Farc. Lleva 19 años desaparecido. El cartel lo sostenía con fuerza, como el objeto más preciado, como el único elemento material que podía alejar por momentos esa idea de la ausencia. Una idea de la que tendría que hablar en los dos días siguientes. Llegó a esta ciudad como invitada al Encuentro por la Verdad para el reconocimiento “a la persistencia de las mujeres familiares que buscan a personas dadas por desaparecidas”, organizado por la Comisión de la Verdad y la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas.
Hablar con Martha Alcira o con otras mujeres que perdieron a personas allegadas nos remite a la persistencia, sí, pero parece que esa palabra no basta. Resiliencia tampoco. Es una lucha tan dolorosa que trasciende el lenguaje que utilizamos cuando hablamos sobre ellas, las víctimas del conflicto armado. Martha duró años almorzando sola, alejándose de la gente porque no la comprendían, porque para otros era difícil entender que cuando una persona desaparece se mantiene la esperanza de que esté viva. Es un duelo que no llega a su final, una lucha incansable con la idea y la esperanza del regreso.
En las calles estrechas del centro de Pasto se podían ver, desde lejos, a grupos de mujeres caminando con camisetas o pancartas en las que aparecían los rostros de familiares perdidos. Martha caminaba entre la multitud. No era difícil de identificar por su pelo rubio y sus ojos claros. Algunas personas se acercaron a ella por la peculiaridad de su caso: Gerardo Arandia fue secuestrado, obligado a trabajar para las Farc. La Fiscalía lo comprobó en 2006 y pasó de ser una persona dada por desaparecida a un secuestrado. “Hoy en día es de nuevo un desaparecido”, nos contaba Martha.
Su incertidumbre se sentía inmensa, y en un lugar en donde por lo menos 200 víctimas de desaparición forzada esperaban contar sus historias y exigirle respuestas al Estado, la voz de Martha a veces se perdía. Había personas buscando a sus desaparecidos desde hace más de veinte o treinta años. ¿Cómo seguir esas trayectorias? ¿Cómo hablar de sus luchas sin reducirlas? Seguimos hablando con Martha. Cuando le preguntaban, ¿qué espera? ¿cree que el Estado le dará la verdad? Ella respondía: “Es que la verdad yo ya le he ido construyendo en todos estos años de buscar y buscar. Me hace falta confirmar algo que solo quienes lo tuvieron me lo pueden decir”.
En el año 2009, Javier Reyes, guerrillero de la columna móvil ‘Teófilo Forero’, le dijo a Martha, después de una secuencia de años de insistencia, que su esposo había sido asesinado. Fue una respuesta corta, tajante. Detalles como la ubicación, el año, los restos, quedaron en el aire. Milton de Jesús Toncel Redondo, conocido como ‘Joaquín Gómez’, fue condenado a 40 años por el secuestro extorsivo de su esposo. Hoy está haciendo política con el partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC). Que esté o no en la cárcel es un dilema que a Martha poco le interesa. “La justicia la tiene Dios, yo necesito es la verdad”.
Auditorio Javeriano. Centro de Pasto. 28 de agosto de 2019. 9:00 a.m.:
“Queremos la verdad”. “Queremos saber si están vivos”. “Queremos saber por qué se los llevaron”. “Queremos saber por qué nos tocó a nosotras, por qué”.”Queremos saber….”. En el teatro estaban sentadas 469 personas, la mayoría víctimas de la desaparición forzada que escribieron o pronunciaron esas frases. Un niño de por lo menos 11 años estaba sentado al lado de nosotros, los periodistas. Y gritaba: “¡Se los llevaron vivos y vivos los queremos”. Al lado estaba sentada una mujer, quizás la madre. Y del otro lado un señor que con una cámara digital vieja, recién desempolvada, le tomaba fotos desenfocadas al escenario, intentando moverse o tener un mejor ángulo. No era posible, el auditorio estaba lleno.
Antes de entrar al auditorio Martha me contó que viajó a la zona de distensión para hablar con Joaquín Gómez, con El Paisa, incluso con Alfonso Cano. “Tratando de gestionar la liberación de mi esposo fui a las cárceles a hablar con desmovilizados, hablé con todo el mundo pero no tenía respuestas. Fui, después de que las Farc no me dijeran nada, a hablar con el gobierno, con el presidente, con el vicepresidente. Escuchaban pero nada pasaba”.
“Yo creo que los paramilitares destrozaron a mi esposo”, me diría otra víctima en la fila para entrar al auditorio. En Colombia, el Centro Nacional de Memoria registró 82.998 personas dadas por desaparecidas en el marco del conflicto armado, entre 1970 y el 2015. La mayoría de desapariciones se las atribuyen a los paramilitares (26.475), después a las guerrillas (10.360), luego a los grupos posdesmovilización (2.764) y finalmente al Estado: 2.484. Detrás de cada cifra hay una historia como la de Martha, detrás de cada historia hay una estela de dolor al parecer incomprensible para los otros.
Ese día, 28 de agosto, tenía un matiz histórico: era la primera vez que las instituciones —esta vez la Comisión de la Verdad y la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas— reconocerían a las mujeres víctimas de desaparición forzada, la primera vez que tendrían el escenario y el micrófono abierto para hacer una catarsis colectiva. En síntesis, un espacio que el Estado les cerró por años y que se abrió con el Acuerdo de Paz firmado con las Farc. Y justo ese día, la Fiscalía dijo que “no hubo desaparecidos” en el holocausto del Palacio de Justicia.
“No puede ser, no puede ser cierto”, decía sentada María del Pilar Navarrete, viuda de Héctor Jaime Beltrán, quien fue desaparecido, según la víctima, por el mismo Ejército en la retoma del Palacio de Justicia. En el auditorio, las mujeres comenzaron a quejarse por la noticia. Parecía irreal: el día de su reconocimiento, la Fiscalía, que en teoría debería ser una entidad aliada, les decía sin pudor que estaban mintiendo o que estaban equivocadas.
La directora de la Unidad de Búsqueda, Luz Marina Monzón, tomó el micrófono y dijo que en un momento de construcción de paz una entidad como la Fiscalía no podía negar algo que ocurrió. “Todos vimos cómo salieron personas del Palacio y en los últimos 30 años hemos visto a las personas buscando a sus familiares”. Este encuentro, dijo, tenía que “enaltecer a las víctimas”. Reconocerlas. Y reconocerlas, cuando exploramos la palabra, significa, además de escucharlas, creerles, acompañarlas en su búsqueda.
El encuentro nos sirvió a otros para intentar dimensionar (veamos una cifra: en Argentina los desaparecidos por la dictadura fueron 30.000, aproximadamente) el dolor de la desaparición forzada. Y era necesario, por eso mismo, entender algo de la historia. Antes de 1987, cuando no existía una legislación clara sobre desaparición forzada, el Estado trataba a los desaparecidos como “borrachos” o “gente que se perdió voluntariamente”. Las víctimas de desaparición forzada desde los años setenta fueron quienes abrieron un camino para que las instituciones aceptaran esta realidad. El caso de la bacterióloga Omaira Montoya Henao, desaparecida por el Estado en 1977, fue un caso histórico de lucha por la verdad y lo reconocieron en el encuentro.
“El camino es difícil y es agotador”, continuaba Monzón, “pero hay que ser persistentes. Buscarlos es luchar porque se reivindiquen nuestros derechos humanos”. Se desaparece al que piensa diferente, al que incomoda, al que reclama por la tierra, al que denuncia la violencia. Detrás de la desaparición también están las razones de la guerra. Muchos desaparecidos, recordaría más adelante otra víctima, fueron niños reclutados de quienes sus madres nunca volvieron a saber.
Las mujeres de la Asociación de familiares de detenidos desaparecidos (Asfaddes) pasaron al centro del escenario con las fotos de sus familiares: “En nuestra ausencia hemos encontrado dolor, tristeza”, sentenciaron y hubo un silencio. “Y resistencia, claro. Nosotras seguimos buscando donde nadie buscaría, encontrando las huellas que nadie encontraría y los rastros de sangre que nadie vería. La desaparición es un duelo congelado en el tiempo”.
Las mujeres, sentadas, comenzaron a llorar. “Solas o acompañadas hemos buscado en los cementerios o en los montes, donde buscan las aves carroñeras. En mares y montañas, en las calles, en las caras de ustedes”.
Silencio.
Desde la penumbra del escenario habló otra mujer: “Hemos denunciado, preguntado en colegios, nos hemos quedado horas en los terminales de transporte, hemos mandado a hacer volantes, hemos pagado avisos en la radio y en la televisión. Hemos visto cuando encuentran fosas. Nosotras sentimos que ellos también nos buscan, entiendan eso. Nosotras luchamos contra el frío del olvido”.
Nos quebramos en el auditorio, era inevitable.
Se subieron las mujeres de todas las organizaciones de víctimas (las del Estado, la de las guerrillas, las de los paras, todas). Cada una preguntaba algo. Martha estaba ahí. “¿Dónde están? , ¿quién responde? ¿cómo se puede vivir con esta ausencia tan presente?, ¡El tiempo se detuvo, nos duele el pecho, nos duele el tiempo!, ¡Nos han dicho que desistamos, que si los desaparecieron fue por algo, pero no nos vamos a callar!, se burlan de nuestro dolor, no hay presupuesto para encontrarlos, hay una negligencia absoluta del Estado…. ¡Somos un número más! ¡Una cifra! ¡Los desaparecidos nos faltaEntre preguntas, afirmaciones y reclamos, el auditorio recibía una catarsis necesaria. En silencio. “No somos un número más”, diría, más calmada, otra mujer en el escenario. “Seguiremos hasta encontrarlos, los desaparecidos nos faltan a todas y a todos. El Estado debe asumir su responsabilidad, escucharnos y que nos traten con dignidad”. Se bajaron lentamente de la tarima.
Después se subieron al escenario otras víctimas que tocaron puntos sensibles de la desaparición forzada en Colombia. Una mujer indígena hablaba sobre cómo los paramilitares admitieron que desaparecer indígenas era algo que necesitaban para desarticular procesos comunitarios. Otra mujer, desde el exilio, habló sobre la soledad: “Cuando te tienes que ir a otro país se extraña más, todo el mundo es extraño, se tienen fantasías constantes con retornos imaginarios y nadie está ahí para escucharte”. Un joven leyó un poema sobre esos sentimientos: extrañar un olor, las comidas, dejarle servido el plato a la persona desaparecida, los abrazos, las calles desiertas…
Digresión: el paramilitarismo. En el auditorio recordaron que tras la desmovilización, hubo 9.000 cuerpos exhumados, 4.500 reconocidos y solo siete condenas ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos. “En Justicia y Paz hubo verdad a medias, el objetivo de ese programa nunca fue contarle la verdad a las víctimas, hubo una revictimización”, denunciaron.
Antes, en la primera parte del encuentro, la directora de Medicina Legal, Claudia Adriana del Pilar García reconoció que su entidad, así como el Estado, le han fallado a las víctimas. “Cada una de ustedes sabe que la entidad no satisface en tiempos de respuesta. Las madres han ido, se han acercado y muchas veces les hemos cerrado las puertas. Han denunciado y nosotros no hemos recibido información. Muchas veces les enviamos hojas de ruta que no están claras para que el Estado responda. El Instituto está aprendiendo de la desaparición a través de cada una de ustedes. Quiero que me ayuden a cambiar el Instituto, a que consigamos la reparación”. Para ella hubo pocos aplausos. Solo, quizás, un condescendiente silencio.
Otra escena muy distinta ocurrió después, cuando el comisionado Alejandro Valencia tomó la palabra. Temblando, con una voz entrecortada, habló sobre la zozobra de la desaparición forzada, sobre cómo se silencian y se borran espacios de la memoria colectiva con cada desaparecido. Con Janeth Bautista, hermana de Nydia Erika Bautista, a su lado, el comisionado contó cómo ha sido el trabajo para reconstruir esta historia. Han sido más de 30 años desde que Nydia Erika, de 33 años, socióloga, fue desaparecida por el Batallón de Inteligencia y Contrainteligencia del Ejército. Para encontrar esa verdad los familiares sufrieron amenazas, los investigadores también. El mismo Estado actuó como enemigo.
En su silla, sentada, aferrada a la foto de su esposo, Martha observaba, no hablaba. Pero en un momento otras mujeres comenzaron a gritar, con rabia. El padre Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad, tuvo que guardar silencio al final. “¡Mi hijo fue desaparecido en La Parada y quiero ser escuchada!”, la mujer, en el escenario, justo en el momento de cierre, comenzó a llorar. Otra mujer, desde el auditorio, habló : “Padre, hable de las víctimas de los Montes de María”. A su voz se sumó otra: “Padre, hable de los desaparecidos de Putumayo”. Las mujeres comenzaron a levantarse de sus sillas: “Padre, hable de los desaparecidos de Buenaventura”, “en Tumaco todavía están desapareciendo gente”. “Padre…” “Padre”.
El padre las dejó hablar. Todo se retrasó unos minutos. Las personas de logística lo miraban, como pidiendo una señal para saber qué hacer, para saber si estaba mal lo que estaba pasando. El padre las escuchaba. “Gracias por su lucha heroica. Con la JEP tenemos todo el compromiso para esclarecer los casos. Es nuestra responsabilidad porque ustedes nos han mostrado la extraordinaria dignidad humana”.
Después de tres horas de relatos desgarradores, dos integrantes de Herencia de Timbiquí le cantaron a las madres. El cantante no pudo continuar en la primera canción, tuvo que irse, llorar, y volver después.
Salimos del auditorio a una rueda de prensa que no fue. Los periodistas se veían confundidos, agotados, y lo estaban, estábamos. Me acerqué al padre, le pregunté qué estaba pensando después de todo esto. Con una voz pausada, me dijo que ese encuentro fue “básicamente sentir el coraje y la fortaleza de mujeres de todas las regiones del país que con franqueza expresan su dolor y su persistencia en la búsqueda”.
–¿Y esa parte del final?
– Es inevitable que existan tensiones. Hay un dolor muy grande. Las mamás de los soldados y los policías desaparecidos, las de las niñas campesinas que fueron desaparecidas por grupos criminales, las de los hijos secuestrados; todo ese dolor estaba puesto en el escenario. Tenían la necesidad de expresar un dolor porque les parecía que en todos estos años no han podido hablar en nombre de sus hijos, de las personas que desaparecieron. Sienten que tienen una deuda con su hijo, con su esposo y sienten que ese dolor tienen que expresarlo, que hay una necesidad de gritarlo. Es como si a cualquiera de nosotros nos mataran o nos desaparecieran a nuestra mamá, se revuelve todo por dentro.
– Por eso les dijo usted, al final, que ellas tenían una autoridad moral que el Estado debía respetar…
– Ellas sufrieron, con sus familias, la tragedia de la desaparición forzada y a pesar de todas las barreras no se dejaron vencer. Tienen una autoridad que no tenemos otros colombianos que ni siquiera nos hemos dado cuenta de esa barbarie. Ellas han perseverado durante más de 35 años. Tienen un estatuto moral que no tienen los políticos, los militares, nadie. Tienen claridad sobre el sufrimiento y la lucha. Toda la claridad.
Al fondo, sola, con el auditorio vacío, Martha seguía sosteniendo con fuerza el cartel con la foto de su esposo. Al día siguiente, en Bogotá, Iván Márquez, El Paisa y Romaña, anunciarían un nuevo rearme.
*Esta nota se produjo en el marco de la Beca Cosecha Roja 2019 y fue publicada también en El Pacifista