Conchita es el nuevo libro del periodista y escritor Rodolfo Palacios, a esta altura una leyenda del periodismo policial argentino. El libro se puede comprar online a través de la página de la editorial  Libros de Cerca. que debuta con este título. Aquí presentamos, en exclusiva, uno de los primeros capítulos del nuevo trabajo del autor de El Angel Negro, Pasiones que matan y Adorables Criaturas.

 

Capítulo 2

El comienzo de una linda amistad

 

–¿Hola?

–Hola. ¿Barreda?

–Sí, ¿quién habla?

–Soy Rodolfo Palacios, periodista…

–¿Periodista? –interrumpió Barreda desde el otro lado del teléfono–. ¿Usted nunca fue cliente mío?

–No, ¿por qué lo dice?

–Durante muchos años tuve un paciente con ese nombre, Rodolfo Palacios. Nos llevábamos bárbaro, y pensé que era él el que me llamaba para saludarme.

–Qué curioso. Pero yo lo llamo para hacerle una entrevista.

–Mmm. No sé, debería pensarlo. Habría que hablar en otros términos.

–¿En qué términos?

–Usted se imagina. Hablo de guita. Usted saca la exclusiva y su jefe lo felicita, con suerte le aumentan el sueldo. ¿Y yo qué gano?

–¿De cuánta plata está hablando?

–No sé. Déjeme pensarlo. Llame mañana.

La primera conversación que tuve con Barreda fue en junio de 2007 y duró unos cinco minutos. Más que el diálogo entre un periodista y un entrevistado se pareció a la charla entre un cliente y un comerciante. El viejo ya vivía en el departamento de su novia.La Sala Idela Cámara PenaldeLa Platale había dado la libertad condicional por considerar que el cómputo de tiempo transcurrido en prisión excedía el de la condena impuesta.

Al otro día volví a llamarlo: no iba a poder ofertarle ni un centavo, aunque él ya le había puesto precio a la exclusiva.

–¿Hola Barreda?

–Sí, ¿quién habla?

–Rodolfo Palacios, el periodista, no el paciente.

–¿Cómo anda?

–Bien. Lo llamo por el tema de la entrevista.

–Ah, sí. Bueno, mire –dijo Barreda y empezó a tartamudear–. Es-es-tu-tuve pen-pensan-do un po-po-co. Se-serían 5 mil pe-pesos.

–No puedo pagar esa cifra.

–Pue-pue-do ba-bajar a tres mil.

–Tampoco llego.

–Bue-bue-no, vie-viejo. Lla-lla-me- en dos horas. Veo qué pue-puedo ha-ha-cer.

Llamé a la hora convenida. Barreda estaba más tranquilo.

–Mire, Palacios, como me cae bien y se llama igual que mi viejo paciente, le puedo cobrar 500 pesos.

Esta vez fui yo el que pidió hablar más tarde.

De algo estaba seguro: no pensaba pagarle. No era una postura moralista, aunque si uno se pone a pensar, lucrar con una tragedia distaba mucho de ser irreprochable. Barreda no era el único: otros asesinos, incluso a nivel mundial, cobran por dar notas. En los Estados Unidos hasta venden sus derechos cinematográficos al mejor postor, como ocurrió con Gary Gilmore, el protagonista de La canción del verdugo, el memorable libro de Norman Mailer.

Hablé con Barreda varias veces más. Traté de convencerlo para que me diera la nota. No fue fácil. Pero al menos él daba notas. Los familiares de las víctimas no querían hablar con la prensa.

–Cómo anda, Barreda –le pregunté cuando volví a llamarlo.

–Para el reverendo culo, hecho pelota, todo por un zumbido puto que se me metió en la cabeza. Parece un moscardón. Y ahora estoy comiendo una galletita con cereales y se me quedó un cereal en la garganta, la putísima madre que lo parió. Llame en otro momento, Palacios.

Muchos de los llamados terminaban de esa manera, no eran ni siquiera una charla.

Al final, después de tanto insistir, logré que en julio de 2011 –tres años después de la primera llamada telefónica- Barreda decidiera darme la entrevista sin cobrarme un peso. Puso una condición: no hablar de sus crímenes, sino de su vida cotidiana. De su segunda vida. De sus hobbies, de su relación con Berta, de sus gustos y pasatiempos. De sus mejores recuerdos. Su exigencia no me pareció tan mal porque ya había hablado bastante del caso policial. Los medios habían mostrado esa cara: la del hombre que paulatinamente se va hundiendo en la nada hasta que un día estalla y se convierte en asesino. A mí me interesaba mostrar el lado más desconocido de Barreda.