Cosecha Roja.-
Para Claudio Lamonega, “las mujeres son todas infieles”. Así quedó registrado en un informe médico forense, previo al juicio en el que lo condenaron por el triple crimen de la pareja -Marisa Santos- y los dos hijos de ella en noviembre de 2014. Antes de conocer el fallo de la justicia de Chubut, el hombre dijo: “Tengo plena conciencia de mi situación. Yo no lo hice, jamás le hubiera hecho daño a Marisa y a los chicos”.
Aunque aún no se confirmó el monto de la pena, el fallo de los jueces Roberto Casal, Daniel Pérez y Marcelo Orlando fue unánime. El tribunal lo declaró culpable de los delitos de “homicidio agravado por alevosía, tres hechos en concurso real”, en el caso de Marisa también calificado por “el vínculo”, todos agravados por “el uso de arma de fuego”. Los magistrados no agregaron el agravante de “violencia de género” ni el de “hurto calificado” por el robo del celular de la mujer.
La fiscal Andrea Vázquez había solicitado que Lamonega fuese condenado por todos los delitos mencionados a la pena de prisión perpetua y que el ahora condenado siga detenido hasta que el fallo quede firme. El lunes 21 de diciembre el tribunal dará a conocer el monto de la pena y los fundamentos de la sentencia en la Oficina Judicial de Sarmiento, a unos 150 kilómetros de Comodoro Rivadavia.
Leé la crónica del caso que escribió Juan Alonso en diciembre de 2014.
Juan Alonso – Tiempo Argentino.-
Los investigadores creen que la madre del acusado podría ser cómplice del hecho. Claudio Lamonega, pareja de Marisa Santos, habría matado por odio y celos. Usó un arma con silenciador y disparó a la cabeza de las víctimas.
A Claudio Lamonega, de 49 años, la obsesión lo enfermaba y casi no dormía. La idea de que Marisa Esther Santos, de 46, lo dejaría lo enfureció tanto que veía imágenes de muerte en forma de enanitos demoníacos, que entraban a susurrarle planes sangrientos debajo de la puerta. Y comenzó a trazar el crimen que lo transformaría en el monstruo humano más famoso del pueblo. Recordó que tenía una pistola marca Saurio calibre 22 que le regaló su padrastro y un silenciador fabricado por un experto cazador. Sobre el estante, un arsenal: tres rifles Mauser calibre 7.65, con un poder de fuego superior al FAL. Hasta hace unos meses había regateado el precio (le pidieron 13 mil pesos) para comprar un revólver Magnum 357. No lo compró.
Le gustaba salir a cazar guanacos y los remataba de un tiro en el cráneo. Antes apuntaba a las piernas de los animales para que cayeran mientras corrían desesperados por la estepa. Su padrastro le enseñó a usar las armas desde muy chico con los perros salvajes que llegaban al campo a masticar la boca de las ovejas para desgarrarles en manada el estómago a mordiscones. Así fue que aprendió a asesinarlos de un solo disparo preciso con el 22 y los colgaba en fila del alambrado. Era todo un mensaje para cualquier intruso. Decía que con el rigor aprenderían que con él no se jodía.
Ni los perros ni nadie.
Alienado en su resplandor, Lamonega comenzó a idear una matanza que se concretó entre las 3:25 y las 9:30 del domingo 23 de noviembre y que en estos días mantiene paralizado a Sarmiento, un pujante pueblo petrolero de Chubut, ubicado a 150 kilómetros de Comodoro Rivadavia. Entre la noche del sábado y el domingo, los investigadores llegaron a la conclusión de que Lamonega habría estado con su pareja y los dos hijos de ella, Lucas, de 16 años, y Victoria Ramis, de 17. ¿Cómo lo saben? En el lavavajillas había cuatro platos limpios y cubiertos para cuatro personas. Los exámenes de huellas dactilares, rastros y ADN se conocerán en las próximas semanas. Pero se sabe que el asesino se ocupó de limpiar la escena del crimen. Tampoco encontraron restos de pólvora en sus manos. Sospechan que usó guantes y se desprendió de las vainas luego de gatillar el arma.
Todo indica que Lamonega cenó con sus víctimas, los durmió con un somnífero o simplemente esperó a que de a poco los arropara el sueño –a esa hora las estufas estaban encendidas en temperatura media, porque por las noches hace frío en la Patagonia– y las ejecutó una por una.
Victoria tenía dos balazos en la cara, estaba acostada de frente a su asesino, uno de los proyectiles le impactó cerca del ojo, el otro en el pómulo. Le dispararon tres veces a quemarropa. El primer proyectil se estampó contra la pared, porque el tirador estaba probando si el arma era lo suficientemente silenciosa como para no despertar al resto de la familia. Momentos antes la joven había enviado el último mensaje de WhatsApp con su celular. De allí surge la primera franja horaria que establecieron los peritos sobre la mecánica del hecho.
El paso siguiente fue aniquilar al varón. El chico no lo quería y siempre se había opuesto a que él y Marisa volvieran a convivir. Lucas tenía los auriculares puestos y estaba escuchando música con una tablet en la cama. Fue asesinado con saña. El chorro de sangre que brotó de su cabeza quedó impregnado en la pared, unos centímetros por encima de la mesa de luz. También tenía dos balazos en la cara, pero a diferencia del resto, el asesino lo habría incorporado desde el cuello, a medio levantarse, como si quisiera que viera quién le estaba arrebatando la vida de un balazo. Se repitió la firma personal del disparo cerca del ojo. El cadáver cayó boca abajo y formó un charco de sangre en el piso. La penumbra se encargó del resto. Afuera el viento del sur azotaba las ventanas. El gas de las estufas seguía encendido.
A unos pasos, Marisa dormía plácidamente en el centro de la cama con una mano debajo de la mejilla derecha. La bala le entró de arriba hacia abajo por la nuca. El asesino le descerrajó un tiro en el medio del sueño. Ya en la mañana, la resolana cubría toda la muerte junta. Pero un silencio de sepulcro inundaba la casa. Ningún vecino escuchó un solo ruido. Ni el ladrido de un perro. Nada. Una madre y sus dos hijos adolescentes habían sido asesinados en lo que fue el primer triple crimen de la historia de Sarmiento, fundado el 27 de junio de 1897, y que ahora es una reserva de gas y petróleo magnífica que se posa sobre un gran cementerio de fósiles de miles de años de antigüedad. Allí se halló la primera cabeza completa de un omnímodo. Se trata de una tierra rica. Cada obrero petrolero de la reserva petrolera de Cerró Dragón tiene un sueldo inicial de 30 mil pesos. Durante la semana que este cronista estuvo allí el gremio había pedido un bono de fin de año, pero como la patronal les ofreció un poco menos estuvieron a punto de ir al paro. El pueblo estaba inquieto.
Según el último censo, hay 15 mil habitantes, pero lo cierto es que ya son cerca de 18 mil las personas que viven en un radio de 50 cuadras. Sobran las 4×4 flamantes y los autos cero kilómetro por las calles de ripio y no escasea el trabajo para nadie.
La UOCRA es el otro gremio fuerte por las obras que se realizan en la zona. El dueño del kiosco de la terminal de micros llegó desde Corrientes hace cinco años y ya es propietario. Un empleado judicial no trabaja más de ocho horas y si no pasa nada extraño –como una muerte inesperada– hasta puede darse el gusto de dormir una siesta de 16 a 18. El propio comisario del pueblo con una tropa de 20 vigilantes de mirada lánguida se toma un respiro cada tarde. Pero a veces la lógica de la buenaventura cambia con el sonido incesante del viento sureño. Y el paisaje se torna negro.
TRAMA SINIESTRA. Lamonega fue acusado por la fiscal general Andrea Vázquez del delito de triple homicidio agravado y estará detenido con prisión preventiva al menos cuatro meses, por orden del juez de Garantías Alejandro Rosales. El trámite se sustanció en una audiencia oral el lunes 1 de diciembre. El sistema penal de Chubut es mucho más ágil que la justicia porteña y el proceso avanza en forma pública sin la burocracia de la compulsa de expedientes. Allí se precisó que el hombre planificó muy bien los homicidios, aunque cometió algunos errores en la segunda etapa de la faena. Tuvo un día completo para borrar todas las huellas de su supuesta estadía en la casa de su pareja. La sagacidad de la fiscal Vázquez, secundada por la funcionaria judicial Andrea Sandoval, y el oficial inspector Emanuel Morales –flamante jefe de la Brigada de Investigaciones de Sarmiento– le jugaron en contra. Lamonega sobreactuó demasiada normalidad el domingo posterior a los sucesos.
A las 9:57 se hizo grabar con la camioneta de su pareja en la puerta de un banco con un diario debajo del brazo derecho. Vestía una remera, una bombacha de campo gris y zapatillas claras. La maniobra duró apenas unos pocos segundos. La cámara lo grabó haciendo una consulta de saldo de su caja de ahorro, que tenía 62 mil pesos. El salario como empleado de una empresa subsidiaria de YPF y su labor como apicultor le permitían ciertos lujos. Aunque eso no le habría impedido dejar solamente 7500 pesos en el domicilio de las víctimas. Marisa había cobrado los alquileres de su padre y debía haber 46 mil pesos. Alguien se llevó el resto del dinero. Una fuente del caso sugiere que Lamonega los guardó en alguna parte como una especie de trofeo personal. Su imagen quedó estampada a contraluz en el vidrio de la sucursal. Una vez afuera, llamó a su madre desde su celular a las 10:16. Los detectives y la fiscal no descartan que haya contado con la ayuda de un cómplice para dejar inmaculada la escena de los homicidios y, por eso, esperan los resultados de los análisis de ADN. Si encuentran un patrón genético femenino que no corresponda a alguna de las dos víctimas, la primera sospechosa será la madre de Lamonega que, en estos días, se ocupó de contratar los servicios de un abogado penalista de Comodoro Rivadavia para que logre sacar a su hijo de la celda de la comisaría del pueblo. En total son siete los presos que hablan desde el silencio ahí.
La primera noche fue fatal para Lamonega. No lo dejaron ni sentarse. Se la pasó de pie aferrado a la reja. A ningún recluso le gusta compartir el encierro con un asesino de dos chicos y una mujer.
A las 10:18, dos minutos después de hablar con su mamá, Lamonega abandonó la camioneta de Marisa a unos metros del banco. Luego se sabría que generó un falso mensaje desde el celular de su pareja. “Mi amor me voy a Comodoro con los chicos”, escribió. Marisa ya estaba fatalmente muerta y era imposible que se fuera a ninguna parte, porque el vehículo estaba en poder su presunto victimario. El paso siguiente fue articular una falsa preocupación por el destino de Marisa y sus hijos. En pocos minutos llamó a los vecinos con quienes jamás hablaba y se mostró angustiado ante la familia Santos. Eso no le impidió conducir su camioneta Chevrolet hasta la chacra donde tenía algunas colmenas y compartir unos mates con un paisano. Poco después un policía jubilado que pasaba por la ruta lo vio parado sobre un canal de riego con los brazos extendidos al cielo como rezando una plegaria de culpa. En ese mismo lugar, los agentes hallaron la carcasa del celular de Marisa. Pero tuvieron que desagotar el agua. A unos 600 metros, Lamonega se desprendió del silenciador que le había regalado su padrastro y con el cual aniquiló perros, guanacos y personas. Hasta el cierre de esta edición la policía no encontró el arma homicida, pero presumen que podría estar próxima a un panal de abejas o enterrada en un pozo cerca de donde el acusado pasó su infancia.
RENCOR. Marisa estudió grafología con una docente de Comodoro Rivadavia y antes de morir había intercambiado algunos mensajes con su novio de la adolescencia. Lamonega era celoso y le revisaba el celular. Ella trabajaba en la oficina del Pami y era apreciada por los vecinos y sus amigas. Algunas le aconsejaban que abandonara a Lamonega. El hombre había comenzado a macerar su odio contra las mujeres cuando su primera esposa –una docente con quien tuvo tres hijos, dos varones y una mujer– lo abandonó harta de su patología enfermiza. Él litigó 12 años el divorcio y ella se mudó a Mar del Plata para no tener que verlo nunca más. Entonces, Lamonega propagó la versión de que su ex era lesbiana. La mujer se presentó ante la justicia y dio algunos detalles de la personalidad del acusado: obsesivo, pulcro, un perfeccionista captado por la voluntad de su madre.
Hace ocho días, cuando fue detenido, sus hijos lo abrazaron llorando. “Va a estar todo bien, papá”, le dijo su hija. “No creo”, murmuró el hombre de la mirada extraviada, casi en un susurro.
Condenados y después absueltos
La Cámara Penal de Comodoro Rivadavia absolvió a Sebastián Pardo y James Wright por el homicidio de Ramiro Beroiza. La víctima era amigo de los acusados y todos vivían en Sarmiento. Quisieron hacer pasar un crimen por un supuesto suicidio. Tal es así que Pardo fue condenado a once años de prisión como autor del hecho en Sarmiento, mientras que Wright había sido imputado por encubrimiento agravado.
El pasado miércoles 3 de diciembre, los jueces de la segunda instancia ordenaron la libertad de Pardo, que era el único acusado que estaba detenido. La investigación inicial la realizó la fiscal Vázquez con el inspector Morales.
Una fiscal que no tiene custodia
Andrea Vázquez volvió a Chubut luego de trabajar seis años en la justicia de Quilmes, donde entró como meritoria. Su despacho de Sarmiento está a una cuadra del edificio del Poder Judicial, el lugar donde se desarrollan las audiencias orales y públicas.
Ella dice que no necesita custodia y así anda con la puerta de su despacho abierta. Los fines de semana se ocupa de sus hijos pequeños y de su pasión deportiva: correr en un Renault 12 a más de 120 kilómetros por hora.
En 2014, su fiscalía investigó y resolvió cinco homicidios. En uno de esos casos, un gaucho de facón en la cintura mató de 19 puñaladas a un enemigo.
La fiscal conocía a Marisa y se había reunido con ella porque alguien la molestaba con mensajes anónimos.
Foto de tapa: Ministerio Público Fiscal de Chubut
Foto: ADN Sur
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