A partir de una serie de acusaciones de acoso, abuso y situaciones violentas que un grupo de pibas se animó a contar en las redes sociales, el mundo del rock volvió a sacudirse.
La caja de Pandora estaba abierta desde que un grupo de mujeres denunció a Cristian Aldana, de El Otro Yo, y Miguel Del Pópolo, de La Ola Que Quería Ser Chau. Ambas bandas están disueltas: los abusadores fueron denunciados en las redes sociales y luego los casos se judicializaron. Aldana está procesado y tiene prisión preventiva por siete denuncias de abuso sexual; Del Popolo espera el juicio por violación en libertad.
Desde que las denuncias tomaron estado público algunos líderes de reconocidas bandas como Gustavo Cordera hicieron declaraciones que enojaron. La caja quedó entreabierta, latente. Y volvió a sacudirse hace unos días con historias que se viralizaron en las redes y tuvieron consecuencias concretas en grupos emergentes de la escena del rock como Salta La Banca y Utopians entre otros.
¿Qué validez puede tener una historia que pasó hace años, contada en una red social, sin testigos que puedan asegurar los hechos? ¿Cómo se rompe el cerco de los prejuicios patriarcales que dirán que hay despecho, que hay animosidad, histeriqueo, malas intenciones pero jamás la verdad? ¿Cuál es la consecuencia de un escrache viral que no tiene una consecuente denuncia penal (en el caso de que corresponda)?
La palabra de las mujeres está cuestionada. Siempre habrá un hilo de duda y de interés por saber si, acaso, no le quiere cagar la vida a un músico reconocido (o no tanto) por no tener otra cosa que hacer. Porque las mujeres somos bichas. Somos manipuladoras. Somos histéricas. Decimos que no, pero queremos decir que sí. Todas características que los varones no tienen, claro.
Las consecuencias que tuvieron estos últimos escraches fueron bien claras: hubo un músico que reconoció situaciones de acoso, pidió perdón y fue apartado de la banda. Hubo otro que reconoció parte de las acusaciones, pidió perdón y suspendió un recital que iba a realizarse este sábado. Hubo un sacudón y, una vez más, el intrincado tema de los abusos y la violencia machista en el mundo de la música volvió a ser noticia.
Puedo imaginar (permítanme la fantasía) en la soledad de sus miserias a varios músicos repasando ahora mismo momentos borroneados por el tiempo, situaciones desdibujadas, mails comprometedores, audios libidinosos. Puedo sospechar las conversaciones entre los integrantes de una (de varias) bandas. Puedo oler el miedo. Y esa es otra de las consecuencias.
Si me preguntan, diré, a título personal, que las denuncias hay que hacerlas. Pero también diré que, si bien me reconozco víctima de acoso (como casi todas las mujeres alguna vez) y de violencia simbólica, no pasé jamás por una situación de abuso sexual. Y por más que intente ponerme en el lugar de cualquiera que lo haya sufrido, es inimaginable. Como mujer que vivió situaciones machistas puedo imaginar el miedo, puedo imaginar el dolor, puedo imaginar la impotencia, la tristeza, el desgarro. Pero aun así, no estuve ahí. No me pasó a mí. Entonces no puedo siquiera imaginar cómo te queda la cabeza después de una situación aberrante y degradante como esa. No puedo imaginar si te quedas sin palabras, sin lágrimas, sin argumentos. No sé si podés mantenerte en pie, ir a una comisaría y enfrentarse a un tipo (porque casi siempre es un tipo) con uniforme y revolver en la cintura que te pregunta detalles socarronamente. No lo sé. Sólo sé que hace muy poco me robaron el estéreo del auto y no quise hacer la denuncia. No quise ir a una comisaría. No quise hablar con canas. No quise. Y sólo fue un robo en el que yo no estaba y del que ya hasta se me fue la bronca. Un robo, no un abuso.
Y en el caso de un acoso ¿qué hacer? ¿Cómo se comprueba? ¿Vale la pena exponerlo? Sí ¿Será suficiente? Probablemente, no. Pero ayuda a desahogarse. Y alienta a que otras se animen. Y reabre la caja de Pandora. Y tal vez de ahora en más, los estrellas de las bandas piensen dos veces antes de abusarse del poder de fantasía que les da un escenario, que los ubica siempre más arriba de nosotras. Tal vez ahora mismo estén pensando en esto. ¿Pueden oler el miedo? Yo sí. Yo puedo.