Las expresiones patéticas, lascivas y violentas de Gustavo Cordera en 2016 habilitaron un extenso repudio en redes sociales, boicots a sus shows, revisión de la violencia de las letras de sus canciones y de su reivindicación del mandato de violación. La verdad, un asco, repudiable, un pajero, detestable. Tras eso llegó una causa penal por incitación a la violencia colectiva. Ayer se supo que existía la posibilidad de que le fuera concedida una probation: él se ofrece a tomar cursos de derechos humanos, hacer recitales a beneficio de dos hospitales y cumplir tareas en una organización social. El Colectivo #NiUnaMenos propuso intervenciones más sustanciales. Por ejemplo: el cambio de las letras violentas y cosificantes. También apareció la indignación punitivista del Instituto Nacional de las Mujeres que, dada su responsabilidad en el estado de cosas imperante en materia de violencias de género, merece una atención especial.
Aunque el organismo luce nuevo disfraz burocrático y cambio de nombre mantiene las mañas inauguradas en diciembre de 2015. Hemos asistido a la mutilación ocasional del presupuesto con complacencia de sus autoridades, silencios indisimulables ante la persecución política de militantes sociales, silencio que se volvió impunidad cuando consintieron cada laboratorio policial con cacería de mujeres y lesbianas con el que el Estado decide coronar las movilizaciones del feminismo.
Con esto alcanza para enmarcar el background de déficits y silencios ante atropellos de violencia patriarcal de todo tipo en cuyo marco ahora nos proponen como política de Estado un comunicado repudiando la posibilidad -ya mientras escribo esto rechazada por el juez- de que Gustavo Cordera accediera a una suspensión del proceso a prueba, insistiendo con la condena a sabiendas de que antes debería haber un juicio, o ignorándolo quizás animadas por este festival de detenciones flojas de papeles del que vivimos rodeadas.
Como muchas de las propuestas que abrevan en la demagogia punitivista que suelen ser mentirosas, maniqueas y someternos a encerronas absolutamente insatisfactorias, es necesario ir sobre varias confusiones que pueblan la discusión sobre casos de violencia de género y probation.
Probation si o no: ¿qué discutimos?
Es la posibilidad de que la persona acusada de un delitos —hablamos de delitos con penas bajas y en general comparados con otras figuras penales no de extrema gravedad— en lugar de ir a juicio oral, se someta a medidas de conducta que fijan los jueces: hacer tratamiento, ofrecer servicio comunitario o abstenerse de ir a lugares, entre un infinito universo de posibilidades que muchas veces la parquedad judicial no aprovecha para conectar con las necesidades de caso concreto. El Estado debe controlar que se cumplan esas medidas. A eso se suma el ofrecimiento de una reparación razonable por el daño producido, que muchas veces incluye expresamente el pedido de disculpas, reparaciones económicas, etc.
Durante el tiempo que quien juzga decide, el proceso se suspende, mientras el acusado cumple las medidas y repara. Si no hay incumplimientos, no habrá juicio oral y por lo tanto tampoco posibilidad de condena. Subrayo posibilidad de condena porque precisamente el juicio es una etapa, pero ir a juicio no es igual a ser condenado, o al menos no debería serlo. El juicio no es la antesala automática de una condena, es el lugar donde los hechos deben ser probados y solo cuando son probados, condenados.
Una primera confusión entonces es plantear “probation o condena” cuando en realidad es probation o juicio oral, que incluye la posibilidad de que quien es acusado sea absuelto, es decir, declarado inocente.
Otra ya vertida más maliciosamente es decir que la probation siempre es impunidad y los juicios orales siempre proveen justicia. Todos los que conocemos como funciona la justicia penal sabemos de casos en los que las víctimas llegan al día del juicio y, ¡sorpresa! El fiscal acordó un juicio abreviado, sin juicio oral, sin consulta a la víctima. ¿Eso es justicia? La diferencia conceptual más importante y esencial entre una probation y un juicio en el que se condena a alguien es clara: la probation tiene como objetivo principal la reparación; el juicio está concentrado en el castigo. No interesa si repara el daño o no.
La discusión sobre si la pena —esto es la imposición de dolor a otro mediante daños a su cuerpo o a su libertad- posee capacidad reparadora o no es en extremo compleja. Aún respetando la disparidad de posiciones al respecto, no hay forma de no coincidir en que un castigo tiene como resultado inmediato infligir un daño. A algunas víctimas las reparará esa aflicción de daño, a otras no, a muchas les generará contradicción, e incluso todo junto. En todo caso el objetivo del juicio nunca es reparar concretamente sobre la base de los intereses de las víctimas, sino castigar al infractor. Si la persona dañada se siente o no reparada con el castigo, dependerá enteramente de cómo reciba esa condena.
Cualquiera podría objetar que estas distinciones no se hacen cargo de cómo funcionan las cosas en la práctica: víctimas que no son debidamente informadas y asistidas antes, jueces y fiscales que usan la probation para sacarse el caso de encima y sin atender el objetivo de reparación, probations que nadie controla. Todo cierto en muchos casos, y peor aún, todo junto en el mismo caso en innumerable cantidad de veces.
Ahora, si gran parte del feminismo lo que mejor hace es evidenciar el carácter estructural de las violencias y exigir transformaciones radicales, ¿por qué se conformaría – ante el desastre imperante- con seguir profundizando la senda punitivista?
Una última aclaración que me parece pertinente para debatir con honestidad: la probation es para delitos con penas bajas, no para casos extremos. Hace poco en la revisión incluso de muchas de sus ideas, la siempre lúcida Rita Segato invita a retomar la distinción entre violencias letales y violencias no letales para trazar mejores planes de acción. Gran parte del sacudón de la movilización social, de la activación de nuestras identidades feministas nos ha tocado con despliegues superlativos de horror, y a partir de ahí tomamos nota del carácter estructural de esas violencias, de las tramas de normalidad violenta en las que se inscriben, anidan y se gestan.
Poder diferenciar los distintos niveles e intensidades es crucial si tenemos la mira puesta en la eficacia de las respuestas. De la interrelación de violencias no se sigue que la respuesta deba ser monocorde y siempre la misma, menos aún si ella es el derecho penal.
La expansión punitiva en nombre de la lucha feminista también es cosificación
Veamos con detenimiento los alcances del fallo por el cual Canicoba Corral rechazó la probation y podremos conectar mejor cómo el discurso punitivista blandido como respuesta a demandas legítimas de justicia frente a la violencia machista, termina garantizar la pura expansión del aparato represivo desentendiéndose de las consecuencias de la violencias a las que dicen responder.
Los argumentos centrales del fallo son dos. El primero de ellos, apoyarse en un caso de la Corte Suprema llamado Góngora, un mamarracho jurídico en el que la Corte se limitó a decir que si hay violencia de género debe haber juicio y que por lo tanto no puede haber probation. Lo hizo en nombre de todas nosotras por lo que desde entonces y según la Corte lo que tengamos para decir en primera persona respecto de lo que nos repara, lo que nos victimiza o no, da igual, porque el Estado habla por nosotras.
Al fallo no le preocupa en qué condiciones damos el consentimiento – si comemos o no, si tenemos trabajo o autonomía económica, cuáles son nuestras redes, si cuidamos o nos cuidan, si somos migrantes o no, si lo hacemos en un caso de violencia ocasional o crónica, con asistencia psicológica o como podemos, etc. Nos universaliza como mujeres víctimas que no podemos consentir reparaciones y ya, no dice que es porque somos mujeres, pero casi. Vale la pena mencionar al menos al pasar que en aquel caso la víctima había decidido por su cuenta que el tocamiento de pechos por parte de un desconocido en la estación del tren podía repararse con el dinero que le ofrecían. Tengo para mí que el motivo no explicitado de aquellos jueces y juezas fue más que protegernos a todas, sancionar moralmente la decisión personal de aceptar una reparación económica frente a un abuso sexual simple por parte de aquella víctima. Al fin y al cabo, una forma de disponer del propio cuerpo. Es un debate largo, pero no quería dejar de mencionarlo. Como dato incoloro, deslucido, más bien patético diría, todos merecemos saber que al Sr. Góngora no lo condenaron finalmente, pero la víctima se quedó sin reparación. Curiosas las vueltas de la justicia.
El segundo argumento más grave aún es que en realidad como a Cordera se lo acusa de “incitación a la violencia colectiva”, la víctima ya no somos nosotras, ni el feminismo ni talla solo lo que diga la Convención de Belem do Pará. ¿Quién es entonces? El patriarcal orden público. El mismo que se considera afectado y por el que la persecución reinante se expande a diario. Entre otros, están acusados de incitación a la violencia:
1- Los 22 acusados procesados recientemente por el montaje policial que sucedió a la primera marcha exigiendo la aparición de Santiago Maldonado.
2- Es la misma figura penal con que Stornelli imputó a Hebe de Bonafini el 16 de diciembre de 2015 por llamar a resistir contra el gobierno de Macri.
3- Fue la acusación que soportó D’Elia en el conflicto con los manifestantes rurales que decían defender la República tanto como repudiaban la redistribución allá por 2008.
4- Es uno de los delitos con que en diciembre de 2015 el Gobernador Morales desató la persecución sobre Milagro Sala.
Podríamos seguir: en todo caso, en ese paso argumental de sostener que la afectación al orden público también impediría reparaciones o medidas como la probation, habrá sido desplegada en un caso de violencia de género, pero podría extenderse con facilidad al reticular manto de persecuciones políticas encubiertas en expedientes judiciales.
La obsesión por la seguridad y el castigo violento, el reforzamiento de la condición ciudadana en espejo a la victimización, permean todas las discusiones del ámbito público y las que se generan alrededor de la violencia de género en particular. Quedamos habitualmente sujetos a tironeos falsos, se invocan las urgencias, un brumoso “algo hay que hacer” para insistir siempre por la huella punitiva.
Volvamos la mirada al entusiasmo penal del Instituto Nacional de las Mujeres. Si no corremos el velo punitivo y solo discutimos si probation si o no en abstracto podría pasar desapercibido que es el mismo organismo que nos propone denunciar a un violento en flagrancia por sus dichos desbocados, horrendos como dijimos, mientras mantiene silencio con el desguace de las políticas de Educación Sexual y Reproductiva en los colegios.
Y vayamos ampliando y veremos que ahora mismo claman juicio e intervención de una justicia penal respecto de la cual no han propuesto una sola medida en torno al armado de organismos que supervisen con eficacia las medidas de restricción que se imponen a los hombres violentos o acosadores, nulas políticas de reaseguramiento de derechos para la emancipación a víctimas de violencia que salgan de la lógica de la miserabilidad. Tampoco hemos escuchado al INAM hablarnos del concierto de reformas laborales que harán furor en la feminización de la pobreza.
No menos grave, en estas horas, resulta su ausencia total de opinión sobre el desmantelamiento del Ministerio Público Fiscal de la Nación que incluye que la posibilidad de que las direcciones que atienden a víctimas y las que se ocupan de las políticas de género y acceso a la justicia sean pulverizadas a gusto y capricho de quien resulte electo por mecanismos que aseguran control político del sistema judicial.
Propongo estos contrapuntos para sopesar adecuadamente la profundidad del compromiso que tiene el organismo con la normalidad violenta en la que estamos sumidos a diario cuando nos propone un juicio penal en un caso como principal respuesta estatal. Asumir como posición política un no rotundo al manotazo punitivista es indispensable. Desarmar las escenas de debate en las que quedamos siempre atrapados en tironeos falsos y atemorizantes urgencias que nos mantienen donde siempre. Finalmente, romper con el aislamiento especializado en razón del género que nos invoca malversando demandas de visibilización perpetuando la matriz violenta en la que circulamos, bien lejos de horizontes emancipadores en los que la violencia estatal es excepción y no rutina.